Antes de abrir los ojos, Ricardo percibió que algo había cambiado. Tenía la
mente aturullada, como si un combinado de tranquilizantes hubiese sido su cena.
En cuanto su vista pudo, enfocó unas vigas de madera empotradas en un techo de
yeso, lo que le confirmó que ésa no era su casa.
Estaba tumbado en lo que creyó un camastro, pero no pudo comprobarlo porque su
cuerpo estaba tan pesado como su cabeza, únicamente consiguió inclinar el
cuello un poco. No había mucha iluminación, pero se impresionó al ver una
mancha de sangre seca en la pared de enfrente, era la huella de una
mano. Sólo cuando miró hacia el lado derecho, terminó por desaparecer la
somnolencia: una niña de cabello lacio le contemplaba con la mirada ida, junto
a una puerta. Estaba sentada en una butaca y no parecía darse cuenta de que retorcía
un collar de perro. De repente, se levantó y salió de la habitación.
Ricardo jadeó con ansiedad, cerró los ojos y buscó la calma en la negrura. Al
instante pensó que debería existir una respuesta lógica e intentó
echarle un vistazo al cuarto. Pero la respuesta lógica, de existir, no se
hallaba allí, ya que descubrió que unas correas de cuero cruzaban su cuerpo por
encima de la sábana. Sus pupilas danzaron excitadas de un lado a otro. Por si
fuera poco, la única ventana estaba cegada con tablones. Su
respiración entrecortada se incrementó.
La puerta se desplegó, dos hombres entraron y caminaron hacia él con rapidez.
La niña se quedó en el umbral, no soltaba el collar de perro. El que iba por
delante demostraba su desconfianza a través de una frente repleta de pliegues
que no desentonaban con su cara arrugada. A Ricardo le pareció un tipo cabal
pese a descansar la mano en el puño de un cuchillo envainado, como el pistolero
de un western lo haría en la culata de su revólver. El otro
era más joven, tenía los ojos azules. Al inmovilizado se le cayó el alma a los
pies cuando no distinguió cordura en ellos. Esto le aterrorizó más que la
escopeta que sujetaba.
—Me entiendes —le dijo el del cuchillo.
Ricardo anheló contestar, pero la voz se le había quebrado.
—¿Qué hacemos, padre? —preguntó el otro, que tamborileó con los dedos sobre el
metal de la escopeta.
—Hay que esperar. Quédate, es tu turno.
El padre se dirigió hacia la puerta, le pasó el brazo por encima de los hombros
a la niña y se marcharon juntos.
El joven contempló a Ricardo con la misma mirada de loco que antes. Con el
cañón de la escopeta comprobó que las correas que le retenían contra el colchón
aguantaban tensas. Fue hasta la ventana y confirmó que las tablas estaban
aseguradas. Finalmente, agarró la butaca, la aproximó al catre y se sentó.
Examinó al amarrado con escrúpulo, como si dudase de que, a pesar de su
prudencia, todavía fuese a levantarse. Ricardo se mostró apático, como si no le
importase su presencia, su actitud no era más que la manera que había
encontrado para que no percibiese su miedo. Se centró en la pared de enfrente,
la de la mancha de sangre, pero pronto presintió que la huella roja pertenecía
a su mano. Sus labios comenzaron a temblar.
—¿No te duele? —le preguntó el de la escopeta dirigiendo la barbilla hacia el
cuerpo de Ricardo.
Al principio, éste no supo a qué se refería, después siguió la indicación con
mucha lentitud y esfuerzo. De este modo tan cruel, descubrió que su brazo
izquierdo se había reducido a un apéndice de veinte centímetros envuelto en una
venda. La imagen le desconcertó, fue tal el ofuscamiento, que llegó a pensar
que el muñón no era suyo. Pero sí, sí que lo era, por eso, de su garganta
surgió un berrido que le estiró la cara hasta convertirla en la de un
histérico. De seguido, un culatazo en la sien originó que se desvaneciera.
La siguiente vez que Ricardo despertó, dos rostros le contemplaban. El padre se
inclinaba hacia él, le observaba el blanco de los ojos. El hijo tenía el
ceño fruncido. De repente, en un impulso nervioso, el inmovilizado ladeó la
cabeza, el muñón vendado era real. Quiso gritar, pero una mordaza se lo
impidió. Como consecuencia, unas convulsiones le situaron en un estado de
excitación donde el motor de su pecho latió desbocado.
El hombre de más edad paseó de pared a pared, como si meditase en alguna
circunstancia. Durante ese lapso, Ricardo se serenó, o por lo menos su
maquinaria palpitó con moderación. El reflexivo caminar del padre terminó,
luego se sentó en el borde de la cama y cogió una gasa del cajón de
la mesilla. Le limpió las lágrimas al lisiado con suavidad, su hijo, detrás de
él, negó con resignación. Ricardo protestó mediante contorsiones faciales.
—Te quitaré la mordaza, pero te aviso, si gritas o haces ruido te mataré —le
aseguró el padre.
—No lo haga, padre —se quejó el otro.
—Tranquilo, Matías, apúntale.
Así pues, le desató la mordaza y se le quedaron mirando. Ricardo carraspeó, y
en voz baja, probó a comprar su libertad.
—Puedo darles unos miles de euros y una cubertería de plata.
El que estaba sentado sobre el catre se giró para tantear a su hijo. Éste elevó
los hombros y los dejó caer según unía los labios en una curva de ignorancia.
—Te equivocas, no queremos nada, él se llama Matías y yo Pedro —contestó el
padre.
—¿No? Entonces… qué es esto. —Ricardo señaló el muñón con la barbilla.
—Ya, así que no te acuerdas. Pues lo verás tú mismo.
Le soltaron las correas, le sentaron y le vistieron con una bata y unas
pantuflas. Ya de pie, sufrió un vértigo. Luego salieron de la habitación. La
casa estaba en penumbra, unas escaleras desembocaban en algún lugar en el que
parecía haber iluminación artificial. Ricardo se tambaleó al pisar el primer
peldaño, en un gesto reflejo fue a echarse la mano izquierda a la frente, pero
advirtió que tendría que lidiar con la impotencia de haber perdido la
extremidad. Matías le sujetó del bíceps que le quedaba. En un tono de voz
contenido, como le habían exigido que se expresase, el lisiado le comunicó que
descendería por su propio pie.
Los peldaños, sumergidos en la oscuridad, crujían, razón por la que se
deslizaron por ellos muy despacio. El padre, que manejaba la linterna, guiaba a
los otros dos. El silencio resaltaba por cada rincón, no se percibía ningún
tipo de actividad en la casa.
Cruzaron el pasillo que distribuía las habitaciones del primer piso, las
puertas estaban aseguradas con cadenas y candados. Ricardo se volvió por si
Matías tenía algo que decir, pero éste se limitó a señalar con el cañón de la
escopeta hacia adelante, hacia el último tramo de escalera.
Por fin, apareció una luminosidad ajena a ellos, era sutil, emanaba de la
planta baja. El padre apagó la linterna.
Una vez abajo, delante de una puerta abierta, Pedro se apartó para que Ricardo
pudiese contemplar una escena inesperada.
La niña a la que había visto con anterioridad descansaba sobre la alfombra,
apoyaba la mejilla contra las rodillas flexionadas, sostenía el collar de perro
entre los dedos, ni siquiera se inmutó cuando Ricardo pasó a su vera. Una mujer
con el cabello entre moreno y canoso, con los codos clavados en la mesa central
y con la cara a pocos centímetros de un candil de luz blanca pero tenue, le
miró desde unas hondas ojeras, luego varió a un total desinterés. Al fondo, con
la espalda muy recta y las piernas estiradas en un sofá, un adolescente
permanecía quieto, con la vista fija en la pared. La ventana estaba bloqueada
por maderas, igual que una puerta que daba al exterior. Pese a la escasa
iluminación, Ricardo distinguió que de una de las paredes colgaba un
cuadro. La imagen del lienzo consistía en una jauría que perseguía a una
liebre en mitad de un bosque, el huidizo animal tenía una pata ensangrentada
pero estaba a punto de meterse en una madriguera.
De improviso, captó unos bufidos intensos, como los de un perro. Desconocía su
procedencia, hasta que advirtió que el muchacho del sofá no observaba el
tabique, sino la ventana taponada.
Ricardo se centró en Pedro porque no sabía qué querían de él. El padre posó la
mano en su hombro y le dirigió con suavidad hacia la ventana. Junto a ella
imitó la acción de cerrar una cremallera sobre los labios, después tamborileó
el mango de su cuchillo enfundado. Para finalizar, del maderaje que sellaba la
ventana, retiró un trozo de cartón del tamaño de una tarjeta de crédito que
ocultaba una línea de resplandor.
A Ricardo no le quedó más remedio que continuar con el juego y efectuar el
siguiente paso lógico, el de echar un vistazo por la rendija. En un primer
momento, los destellos solares le cegaron, pero, al poco, cuando sus
pupilas se adaptaron, descubrió el macabro panorama que dominaba la calle.
Decenas de personas vagaban por las inmediaciones sin rumbo fijo, daban vueltas
en torno a la parte trasera de la casa. Se tropezaban entre ellas, se caían, se
pisaban sin ninguna consideración, hasta que se percató que, en realidad, no
eran personas. Las imágenes de un muchacho que vestía con un pijama
ensangrentado hecho jirones y que tenía la cara metida en el vientre de un
empleado de correos del que, sin duda, comía, y la de una anciana voluminosa
que se cubría el cabello con un tocado de monja y arrastraba los intestinos por
la acera, le impresionaron de tal manera, que provocaron que su respiración se
acelerase. Se le removió el estómago, el corazón y el cerebro cuando uno
de estos seres pasó a centímetros de la ventana, emitía un jadeo propio de
un animal salvaje.
Instintivamente, el lisiado trató de taparse la boca con la mano desaparecida,
pero el desorden mental que todavía le originaba el que ya no existiese,
propició que golpease la madera con su único codo, produciendo un ruido seco. A
continuación, Pedro negó muy despacio y apretó los dientes. Ricardo volvió a
mirar por la abertura, al otro lado había dos ojos inyectados en
sangre. El lisiado retrocedió, tenía la cara pálida. Matías, a su espalda,
le cogió del cuello y le atrajo hacia él con brusquedad. El candil de la mesa
varió de la irradiación blanca a una amarillenta y mortecina.
—El día que comenzaron a despertar, mi hermano gemelo intentó librarte de
ellos. Tú tuviste la suerte de alcanzar la puerta. Te habían mordido, pero te
cortamos el brazo.
De repente, unas sacudidas repiquetearon en las tablas, y de inmediato, los
gruñidos aumentaron en intensidad y cantidad. La niña soltó el collar de perro
y se tapó los oídos. La madre se hincó los nudillos en las sienes. El
adolescente del sofá no se inmutó. A Pedro le temblaron las mejillas. Por
último, Matías, con la mirada incrustada en la nuca del lisiado, pronunció unas
alarmantes palabras:
—Haremos como con el chucho, le empujaremos al patio, así se calmarán.
Pero la luz del candil ya se reflejaba en los ojos de Ricardo.
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