Hace algunos años, cuando construía la cuna de mi hijo,
descansé unos minutos y saqué del trastero un álbum de fotografías de mi niñez.
No buscaba nada en concreto, pero la cercanía de mi paternidad había agitado
mis emociones.
Foto tras foto afloraron
los recuerdos de infancia de esas primeras experiencias, en las cuales la vida me había tratado
con benevolencia. Según pasaba páginas, las negativas sensaciones de años
posteriores fueron reproduciéndose como secuencias de una película con final
amargo. Negaba con la cabeza, cuando me topé con una fotografía teñida de
matices sepia.
Mi padre y yo aparecíamos
al pie de la barra de un bar. Me pasaba un brazo por encima del hombro y
sonreía de un modo tan exagerado que los pómulos casi le solapaban los ojos.
Yo, que por aquel entonces no tendría más de siete u ocho años, miraba al
frente con timidez.
Contemplé largo rato la
única foto que conservaba de mi padre. Tal fue el trance en el que entré, que solo
desperté cuando advertí que el dedo índice y el pulgar se habían vuelto lívidos
de la presión con la que sujetaba la foto. La metí en la cartera y continué con
el montaje de la cuna.
Unos días después, Inés
y yo estábamos acostados cuando una leve corriente de aire me rozó el rostro y
me desveló. Posé la mirada en las rendijas de la persiana, las que permitían
que la habitación se hallase en penumbra. De repente, la silueta negra de un
hombre pasó veloz por delante de la cama y salió del dormitorio.
Hinqué los codos sobre
el colchón y me incorporé. Inés se revolvió, pero no llegó a despertarse. Noté
que mis pulsaciones palpitaban con frenesí. No me creía lo que acababa de ver,
de aquí que clavase mis alarmados ojos en la puerta, abierta de par en par. No
tardé mucho en apoyar de nuevo la espalda en la cama y, paralizado, estuve
cerca de una hora en la que ni siquiera parpadeé.
Si ya de por sí aquella
imagen de la silueta era espeluznante, lo que más me aterró fue que se
desplazara sin provocar ruido alguno, como si flotase en el aire, tal que un
fantasma.
Durante esa hora, como
he dicho, fui incapaz de levantarme, únicamente pude aguzar el oído. Traté de
escuchar algún sonido, pero, por suerte, pensé entonces, no sentí ninguna
presencia. Superado el estancamiento de mis músculos, reuní una pizca de valor
y me destapé muy despacio, y del mismo modo salí de la cama y después de la habitación.
El apartamento permanecía
sumido en la oscuridad. Palpé la pared hasta encontrar el interruptor del
pasillo. Para mi desdicha, la lámpara del techo no se encendió. La mano me
temblaba, aun así, pude abrir el armario empotrado, situado junto al
dormitorio. Extraje la plancha de la ropa y la alcé por encima de la cabeza. De
esta manera, paso a paso y en penumbra, revisé cada estancia.
Al final del pasillo
doblé la esquina que precedía al recibidor, tan pronto como lo hice un
resplandor se movió delante de mí, a mayor altura que mi cabeza. El corazón me
sacudió el pecho, pensé que la hoja de un cuchillo pretendía caer sobre mí,
pero al instante reparé en el espejo de medio cuerpo que habíamos colgado esa
semana, advirtiendo el reflejo de la placa metálica de la plancha. Se me escapó
una risa floja y los latidos descendieron.
A través de la mirilla
intenté inspeccionar el rellano, solo vi oscuridad. En el cuadro de luces, el
diferencial estaba desconectado.
A la mañana siguiente,
examiné cada rincón. No eché nada en falta, ni el dinero, ni los aparatos
electrónicos, ni las prendas más preciadas, extrañamente, ni siquiera habían
revuelto las habitaciones. En un primer momento, pensé que había sido producto
de los nervios por mi inmediata paternidad, pero se oponía la imagen nítida del
intruso. Me planteé si con mi hijo nacido también me hubiese incrustado en el
colchón una hora entera.
Preparaba el desayuno
en la cocina cuando apareció Inés en la puerta. Tenía la cara pálida y apoyaba
las manos sobre el esternón.
—Ay, amor, he tenido
una pesadilla, Marquitos nacía muerto y sin rostro.
La tranquilicé y nos
sentamos a la mesa, donde observé su abultada barriga. Me bastó un vistazo para
que se me ocurriera la terrible idea de si yo sería el mejor padre que pudiese
tener mi hijo. Durante la jornada laboral, la incertidumbre de si sería capaz
de ocuparme de otra vida asomó de nuevo.
Esa noche, en la cena,
Inés hizo un comentario desconcertante:
—Por cierto, ¿por qué
has puesto en el aparador esa foto en la que estás con tu padre? Pensaba que él
no te importaba.
—Y así es. Pero no la
he puesto en el aparador, la llevo encima.
—Pues está allí.
Extraje la cartera,
sorprendentemente, la fotografía se había esfumado. Fui al salón y, en efecto,
apartada del resto de retratos, dentro de un marco de madera, se hallaba la
imagen de mi infancia, la que contenía la falsa sonrisa de mi padre. Inés lo
achacó a uno de mis habituales despistes. Como es lógico, me vino a la mente el
ladrón que no había robado, pero, de inmediato, descarté la idea de que él
hubiera sacado la foto de mi cartera y la hubiese dejado en el aparador, por
ridícula. Entonces me percaté de que era probable que Inés tuviese razón, y el
día que desempolvé el álbum de fotos, en uno de esos actos maquinales que se
cometen cuando se piensa en otra cuestión, la había colocado sobre el mueble.
Más tarde, al
acostarnos, me di cuenta del motivo por el que había rescatado la foto del
trastero, y es que echarla un vistazo de vez en cuando me serviría para
recordar cómo no tenía que comportarme con mi hijo si quería que creciese
feliz.
Pero el asunto de la
foto no desvió mis preocupaciones acerca de mi repentina parálisis ante la
aparición de la sombra. Con la vista clavada en el techo, con las respiraciones
de Inés envolviendo el silencio del dormitorio, busqué una salida para que la
sensación por haberle fallado a ella e incluso a la criatura que estaba por
nacer, no se atreviese a asaltarme en la fábrica en mitad de una soldadura,
cuando andaba en bicicleta o mientras hacíamos el amor. Y, ciertamente, tras
meditar mucho, me penetró en la conciencia una grotesca idea: anhelé que el
intruso retornase.
Así pues, cuando me
cercioré de que mi esposa dormía, me levanté. Fui de una ventana a otra y de esta
al recibidor, y en cada ocasión tuve la certeza de que vería a la figura
embutida en ropajes oscuros, o bien adentrándose en el edificio o bien
invadiendo el rellano. Por el contrario, lo que en verdad contemplé fue la
quietud de la calle y la negrura que la mirilla me mostró. Desde luego, era
improbable que un ladrón se colara dos noches consecutivas en la misma
vivienda.
En realidad, tampoco
era seguro que fuese un ladrón, de hecho, no se había llevado nada, pero ¿qué
otra cosa podría ser? ¿Y si la visión de la silueta había sido una trampa de mi
mente? Las dudas sobre lo visto regresaron, el convencimiento de lo vivido la
noche anterior comenzó a tambalearse. Al final, el cansancio me empujó a la
cama, pero antes afiancé las ventanas, la cerradura y el cerrojo.
Al día siguiente, según
me afeitaba, Inés se detuvo en el umbral.
—Víctor, la puerta de
la calle está abierta, ¿has salido?
Mi mano, en un impulso
nervioso, deslizó la cuchilla con brusquedad, un hilo rojo brotó de entre la
espuma. A través del espejo, estupefacto, miré a Inés.
—He abierto para
ventilar.
Repasé el piso con
desesperación, como un animal hambriento en busca de comida. No eché nada en
falta, como la otra vez. En cambio, sí descubrí una variación, la fotografía en
la que estábamos plasmados mi padre y yo se había trasladado del salón a las
estanterías de la habitación pintada de azul que le habíamos preparado a
Marquitos.
Como el asunto de la
fotografía comenzó a escamarme, le comenté a Inés que la había encontrado en el
cuarto azul, más que nada para observar su reacción. Volvió a aludir a mis
despistes, respuesta que me dejó pasmado. Si bien había admitido que podía
haberla sacado de la cartera y exponerla en el aparador, el hecho de que la
hubiese vuelto a recolocar en otro mueble y no acordarme me creó más dudas. Por
un instante, pensé otra vez que el incidente del intruso podría estar
relacionado con la foto, aunque no tuviese sentido. La examiné con recelo, la
sonrisa caricaturesca de mi padre y mi pose apocada me evocaron mi infancia.
Uno de los sucesos que jamás
olvidaré, fue aquel en el que mi padre me llevó en moto a un bosque de un monte
apartado. Después de una larga marcha en la que parecía conocerse el lugar, hinchó
un neumático de goma y nos bañamos en unas pozas. Más tarde, salió del agua y
me dijo que no había prisa, que disfrutara. Entre chapoteos, los resbalones con
el neumático y mis zambullidas pasé un rato divertido. Cuando me cansé, miré
hacia la roca en la que se había tumbado, no le vi.
Pasé los siguientes dos
días perdido, caminando entre árboles de ancho tronco que crujían sobre mi
cabeza, entre zarzas que me arañaban hasta los huesos y entre helechos que se
agitaban como si fuese a surgir de debajo de sus hojas cualquier alimaña capaz
de darme un bocado. Comí frutos agrios con forma de maraca y bellotas verdes
que me produjeron retortijones. Vi toda clase de animales, desde pájaros que se
afanaban por vivir con tranquilidad, hasta cervatillos que por su manera de
mirarme parecía que estuviesen en espera de agresiones, pero que no tardaban
mucho en saltar un arbusto y desaparecer.
Por suerte, no me crucé
con ningún zorro ni con ningún jabalí de los que había visto correr entre
ramajes cuando traspasamos el bosque en moto. Los sonidos ululantes de las
bestias apenas me dejaron dormir. Dentro de mí penetró muy hondo el olor a
vegetación, tierra húmeda y excremento. Unos excursionistas me encontraron
entre la niebla, arrinconado contra unas rocas.
A mi regreso, resultó que
mi padre había desaparecido. Unos años después, en la adolescencia, decidí que
lo buscaría. Mi madre me rogó que lo olvidara, por el contrario, creció mi
determinación por encontrarlo. Durante meses le repetí a mi madre que
necesitaba saber por qué me había abandonado. Por qué yo, su hijo, su único
hijo, era un intruso para él. Al poco, con gran sorpresa para mí, mi madre me anunció
que había muerto tiempo atrás en el extranjero. No supe si me dijo aquello
porque se hartó de mi insistencia o porque se trataba de la realidad, fuera
cual fuere la respuesta, no había vuelto a saber de él.
En un arrebato, cogí la
fotografía de la estantería y la tiré al cubo de la basura, nadie en esa casa
la echaría de menos. Transcurrieron las siguientes noches, en todas ellas
mantuve la vigilancia, y en todas ellas no sucedió nada. Me cuestioné medio en
broma medio en serio si el haberme deshecho de la foto tendría relación. Sin
embargo, la lógica me decía que el episodio de la sombra no había sido más que
una invención de mi cansada mente; el de la puerta abierta, un descuido; y el
de la foto que cambiaba de ubicación por arte de magia, producto de mis
despistes.
Unos días antes de la
fecha en la que Inés debería de parir, estaba dormido cuando, de repente,
gritó.
—¡Qué pasa! —dije, según
encendía la lámpara.
Estaba incorporada sobre
el lecho, miraba de un lado para otro.
—No sé si algo me ha
tocado la cabeza o lo he soñado.
—No, ha sido una pesadilla.
—¿Cómo lo sabes?
—Estaba despierto, lo
habría visto. De todas formas lo voy a comprobar.
Me dije que por fin
podría resarcirme. Me levanté de la cama y crucé la habitación.
—Víctor, no vayas, no
hay nadie.
—¿Cómo lo sabes?
—Creo que has sido tú,
llevas unas noches hablando sin parar y haciendo aspavientos.
Aun así, abrí la
puerta, pero no llegué a pasar del umbral, por lo menos de inmediato, puesto
que la fotografía enmarcada, la que había tirado a la basura, me esperaba sobre
el parqué. La atrapé con furia y recorrí el apartamento. Encontré una única
novedad: el cerrojo descorrido.
En un arranque de
cólera fui al fregadero y le apliqué a la foto la llama del mechero. El fuego
se fue tragando la sonrisa burlona de mi padre poco a poco. El aroma a plástico
quemado llenó cada rincón de la cocina.
La siguiente noche,
además del cerrojo, aseguré la puerta con mis llaves, dejándolas insertadas en
la cerradura. Luego me senté en el recibidor, agarrado a un martillo. Pensé en
mi hijo, en lo extraño que sería estrecharle entre los brazos. Pensé y pensé,
en el trance de los últimos días, en el ladrón que no nos había robado y en la
fotografía que viajaba sola. Y así, reflexionando acerca del intruso, me dormí.
Un ruido me despertó, me
levanté con urgencia y el martillo se me cayó sobre un pie. Lo recogí y al incorporarme
el corazón rebotó en mi pecho, pues la puerta de entrada estaba entornada. Me
interné por el pasillo preguntándome cómo habrían manipulado la cerradura sin
que lo hubiera advertido, y más con las llaves insertadas.
Las puertas, abiertas
de par en par, me permitían repasar las habitaciones de un vistazo. Pero la
oscuridad, y por qué no decirlo, también el miedo, transformaban los contornos
de los muebles en la sombra humanoide. Cualquier objeto con un volumen o altura
semejantes al de una persona se convertían en un fantasma. Deseché casi de
inmediato la posibilidad de que la lámpara de pie, la guitarra apoyada sobre el
respaldo del sillón o la tabla de planchar tuvieran que ver con mi padre.
Un nuevo chascar,
metálico, procedente de la estancia más próxima, la cocina, originó que una
corriente gélida, como un latigazo repentino, me recorriera los costados.
Poseído por la ira
empujé la puerta de madera y vidrio. Grité y alcé el martillo y lo bajé con furia.
Me topé con algo duro que crujió. Algo se desplomó sobre el suelo. Entré en un
estado de frenesí en el que los músculos me temblaron. No sé cómo retrocedí
hasta la puerta, donde presioné el interruptor.
Extrañamente, la
presencia, tumbada bocarriba junto al frigorífico, vestía un pijama rosa. Las
puntas de sus dedos estaban hundidas en un sándwich de mortadela. Junto a su
cabeza crecía un charco rojo. Sus ojos bailaban en varias direcciones, como si
su dueña intentase comprender qué era lo que había sucedido. Se fueron calmando
muy lentamente, hasta paralizarse.
Antes de que la
tormenta me engullese, distinguí un agrio aroma a plástico quemado. Hoy,
pensándolo con frialdad, puedo afirmar que aquella reminiscencia de los
efluvios de la foto consumida por la llama de mi mechero, y que subyació del
alicatado, podría catalogarse como la última burla de mi padre, al menos hasta
el momento.
Se me resbaló el
martillo de la mano y, de seguido, se me doblaron las rodillas, para después
hincarlas en el suelo. En un arrebato, di cabezazos contra las baldosas, me
revolqué y mi cuerpo se convulsionó. Sollocé largo rato.
Muy despacio, con
movimientos apáticos, gimoteando como un niño perdido, me levanté de la helada superficie.
Tan pronto como me puse en pie, noté que algo se clavaba en mi ingle. Bajé la
mirada con desidia y descubrí un pequeño bulto en el bolsillo. Metí la mano y
lo saqué.
Todavía hoy desconozco
cómo llegó a mi pantalón dicho objeto, pero lo cierto es que, sobre la palma de
mi mano, temblaban las llaves que horas antes había dejado insertadas en la
cerradura de la puerta de entrada.