sábado, 29 de enero de 2022

LA SOMBRA DEL PASADO


 

Hace algunos años, cuando construía la cuna de mi hijo, descansé unos minutos y saqué del trastero un álbum de fotografías de mi niñez. No buscaba nada en concreto, pero la cercanía de mi paternidad había agitado mis emociones.

Foto tras foto afloraron los recuerdos de infancia de esas primeras experiencias, en las cuales la vida me había tratado con benevolencia. Según pasaba páginas, las negativas sensaciones de años posteriores fueron reproduciéndose como secuencias de una película con final amargo. Negaba con la cabeza, cuando me topé con una fotografía teñida de matices sepia.

Mi padre y yo aparecíamos al pie de la barra de un bar. Me pasaba un brazo por encima del hombro y sonreía de un modo tan exagerado que los pómulos casi le solapaban los ojos. Yo, que por aquel entonces no tendría más de siete u ocho años, miraba al frente con timidez.

Contemplé largo rato la única foto que conservaba de mi padre. Tal fue el trance en el que entré, que solo desperté cuando advertí que el dedo índice y el pulgar se habían vuelto lívidos de la presión con la que sujetaba la foto. La metí en la cartera y continué con el montaje de la cuna.

Unos días después, Inés y yo estábamos acostados cuando una leve corriente de aire me rozó el rostro y me desveló. Posé la mirada en las rendijas de la persiana, las que permitían que la habitación se hallase en penumbra. De repente, la silueta negra de un hombre pasó veloz por delante de la cama y salió del dormitorio.

Hinqué los codos sobre el colchón y me incorporé. Inés se revolvió, pero no llegó a despertarse. Noté que mis pulsaciones palpitaban con frenesí. No me creía lo que acababa de ver, de aquí que clavase mis alarmados ojos en la puerta, abierta de par en par. No tardé mucho en apoyar de nuevo la espalda en la cama y, paralizado, estuve cerca de una hora en la que ni siquiera parpadeé.

Si ya de por sí aquella imagen de la silueta era espeluznante, lo que más me aterró fue que se desplazara sin provocar ruido alguno, como si flotase en el aire, tal que un fantasma.

Durante esa hora, como he dicho, fui incapaz de levantarme, únicamente pude aguzar el oído. Traté de escuchar algún sonido, pero, por suerte, pensé entonces, no sentí ninguna presencia. Superado el estancamiento de mis músculos, reuní una pizca de valor y me destapé muy despacio, y del mismo modo salí de la cama y después de la habitación.

El apartamento permanecía sumido en la oscuridad. Palpé la pared hasta encontrar el interruptor del pasillo. Para mi desdicha, la lámpara del techo no se encendió. La mano me temblaba, aun así, pude abrir el armario empotrado, situado junto al dormitorio. Extraje la plancha de la ropa y la alcé por encima de la cabeza. De esta manera, paso a paso y en penumbra, revisé cada estancia.

Al final del pasillo doblé la esquina que precedía al recibidor, tan pronto como lo hice un resplandor se movió delante de mí, a mayor altura que mi cabeza. El corazón me sacudió el pecho, pensé que la hoja de un cuchillo pretendía caer sobre mí, pero al instante reparé en el espejo de medio cuerpo que habíamos colgado esa semana, advirtiendo el reflejo de la placa metálica de la plancha. Se me escapó una risa floja y los latidos descendieron.

A través de la mirilla intenté inspeccionar el rellano, solo vi oscuridad. En el cuadro de luces, el diferencial estaba desconectado.

A la mañana siguiente, examiné cada rincón. No eché nada en falta, ni el dinero, ni los aparatos electrónicos, ni las prendas más preciadas, extrañamente, ni siquiera habían revuelto las habitaciones. En un primer momento, pensé que había sido producto de los nervios por mi inmediata paternidad, pero se oponía la imagen nítida del intruso. Me planteé si con mi hijo nacido también me hubiese incrustado en el colchón una hora entera.

Preparaba el desayuno en la cocina cuando apareció Inés en la puerta. Tenía la cara pálida y apoyaba las manos sobre el esternón.

—Ay, amor, he tenido una pesadilla, Marquitos nacía muerto y sin rostro.

La tranquilicé y nos sentamos a la mesa, donde observé su abultada barriga. Me bastó un vistazo para que se me ocurriera la terrible idea de si yo sería el mejor padre que pudiese tener mi hijo. Durante la jornada laboral, la incertidumbre de si sería capaz de ocuparme de otra vida asomó de nuevo.

Esa noche, en la cena, Inés hizo un comentario desconcertante:

—Por cierto, ¿por qué has puesto en el aparador esa foto en la que estás con tu padre? Pensaba que él no te importaba.

—Y así es. Pero no la he puesto en el aparador, la llevo encima.

—Pues está allí.

Extraje la cartera, sorprendentemente, la fotografía se había esfumado. Fui al salón y, en efecto, apartada del resto de retratos, dentro de un marco de madera, se hallaba la imagen de mi infancia, la que contenía la falsa sonrisa de mi padre. Inés lo achacó a uno de mis habituales despistes. Como es lógico, me vino a la mente el ladrón que no había robado, pero, de inmediato, descarté la idea de que él hubiera sacado la foto de mi cartera y la hubiese dejado en el aparador, por ridícula. Entonces me percaté de que era probable que Inés tuviese razón, y el día que desempolvé el álbum de fotos, en uno de esos actos maquinales que se cometen cuando se piensa en otra cuestión, la había colocado sobre el mueble.

Más tarde, al acostarnos, me di cuenta del motivo por el que había rescatado la foto del trastero, y es que echarla un vistazo de vez en cuando me serviría para recordar cómo no tenía que comportarme con mi hijo si quería que creciese feliz.

Pero el asunto de la foto no desvió mis preocupaciones acerca de mi repentina parálisis ante la aparición de la sombra. Con la vista clavada en el techo, con las respiraciones de Inés envolviendo el silencio del dormitorio, busqué una salida para que la sensación por haberle fallado a ella e incluso a la criatura que estaba por nacer, no se atreviese a asaltarme en la fábrica en mitad de una soldadura, cuando andaba en bicicleta o mientras hacíamos el amor. Y, ciertamente, tras meditar mucho, me penetró en la conciencia una grotesca idea: anhelé que el intruso retornase.

Así pues, cuando me cercioré de que mi esposa dormía, me levanté. Fui de una ventana a otra y de esta al recibidor, y en cada ocasión tuve la certeza de que vería a la figura embutida en ropajes oscuros, o bien adentrándose en el edificio o bien invadiendo el rellano. Por el contrario, lo que en verdad contemplé fue la quietud de la calle y la negrura que la mirilla me mostró. Desde luego, era improbable que un ladrón se colara dos noches consecutivas en la misma vivienda.

En realidad, tampoco era seguro que fuese un ladrón, de hecho, no se había llevado nada, pero ¿qué otra cosa podría ser? ¿Y si la visión de la silueta había sido una trampa de mi mente? Las dudas sobre lo visto regresaron, el convencimiento de lo vivido la noche anterior comenzó a tambalearse. Al final, el cansancio me empujó a la cama, pero antes afiancé las ventanas, la cerradura y el cerrojo.

Al día siguiente, según me afeitaba, Inés se detuvo en el umbral.

—Víctor, la puerta de la calle está abierta, ¿has salido?

Mi mano, en un impulso nervioso, deslizó la cuchilla con brusquedad, un hilo rojo brotó de entre la espuma. A través del espejo, estupefacto, miré a Inés.

—He abierto para ventilar.

Repasé el piso con desesperación, como un animal hambriento en busca de comida. No eché nada en falta, como la otra vez. En cambio, sí descubrí una variación, la fotografía en la que estábamos plasmados mi padre y yo se había trasladado del salón a las estanterías de la habitación pintada de azul que le habíamos preparado a Marquitos.

Como el asunto de la fotografía comenzó a escamarme, le comenté a Inés que la había encontrado en el cuarto azul, más que nada para observar su reacción. Volvió a aludir a mis despistes, respuesta que me dejó pasmado. Si bien había admitido que podía haberla sacado de la cartera y exponerla en el aparador, el hecho de que la hubiese vuelto a recolocar en otro mueble y no acordarme me creó más dudas. Por un instante, pensé otra vez que el incidente del intruso podría estar relacionado con la foto, aunque no tuviese sentido. La examiné con recelo, la sonrisa caricaturesca de mi padre y mi pose apocada me evocaron mi infancia.

Uno de los sucesos que jamás olvidaré, fue aquel en el que mi padre me llevó en moto a un bosque de un monte apartado. Después de una larga marcha en la que parecía conocerse el lugar, hinchó un neumático de goma y nos bañamos en unas pozas. Más tarde, salió del agua y me dijo que no había prisa, que disfrutara. Entre chapoteos, los resbalones con el neumático y mis zambullidas pasé un rato divertido. Cuando me cansé, miré hacia la roca en la que se había tumbado, no le vi.

Pasé los siguientes dos días perdido, caminando entre árboles de ancho tronco que crujían sobre mi cabeza, entre zarzas que me arañaban hasta los huesos y entre helechos que se agitaban como si fuese a surgir de debajo de sus hojas cualquier alimaña capaz de darme un bocado. Comí frutos agrios con forma de maraca y bellotas verdes que me produjeron retortijones. Vi toda clase de animales, desde pájaros que se afanaban por vivir con tranquilidad, hasta cervatillos que por su manera de mirarme parecía que estuviesen en espera de agresiones, pero que no tardaban mucho en saltar un arbusto y desaparecer.

Por suerte, no me crucé con ningún zorro ni con ningún jabalí de los que había visto correr entre ramajes cuando traspasamos el bosque en moto. Los sonidos ululantes de las bestias apenas me dejaron dormir. Dentro de mí penetró muy hondo el olor a vegetación, tierra húmeda y excremento. Unos excursionistas me encontraron entre la niebla, arrinconado contra unas rocas.

A mi regreso, resultó que mi padre había desaparecido. Unos años después, en la adolescencia, decidí que lo buscaría. Mi madre me rogó que lo olvidara, por el contrario, creció mi determinación por encontrarlo. Durante meses le repetí a mi madre que necesitaba saber por qué me había abandonado. Por qué yo, su hijo, su único hijo, era un intruso para él. Al poco, con gran sorpresa para mí, mi madre me anunció que había muerto tiempo atrás en el extranjero. No supe si me dijo aquello porque se hartó de mi insistencia o porque se trataba de la realidad, fuera cual fuere la respuesta, no había vuelto a saber de él.

En un arrebato, cogí la fotografía de la estantería y la tiré al cubo de la basura, nadie en esa casa la echaría de menos. Transcurrieron las siguientes noches, en todas ellas mantuve la vigilancia, y en todas ellas no sucedió nada. Me cuestioné medio en broma medio en serio si el haberme deshecho de la foto tendría relación. Sin embargo, la lógica me decía que el episodio de la sombra no había sido más que una invención de mi cansada mente; el de la puerta abierta, un descuido; y el de la foto que cambiaba de ubicación por arte de magia, producto de mis despistes.

Unos días antes de la fecha en la que Inés debería de parir, estaba dormido cuando, de repente, gritó.

—¡Qué pasa! —dije, según encendía la lámpara.

Estaba incorporada sobre el lecho, miraba de un lado para otro.

—No sé si algo me ha tocado la cabeza o lo he soñado.

—No, ha sido una pesadilla.

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba despierto, lo habría visto. De todas formas lo voy a comprobar.

Me dije que por fin podría resarcirme. Me levanté de la cama y crucé la habitación.

—Víctor, no vayas, no hay nadie.

—¿Cómo lo sabes?

—Creo que has sido tú, llevas unas noches hablando sin parar y haciendo aspavientos.

Aun así, abrí la puerta, pero no llegué a pasar del umbral, por lo menos de inmediato, puesto que la fotografía enmarcada, la que había tirado a la basura, me esperaba sobre el parqué. La atrapé con furia y recorrí el apartamento. Encontré una única novedad: el cerrojo descorrido.

En un arranque de cólera fui al fregadero y le apliqué a la foto la llama del mechero. El fuego se fue tragando la sonrisa burlona de mi padre poco a poco. El aroma a plástico quemado llenó cada rincón de la cocina.

La siguiente noche, además del cerrojo, aseguré la puerta con mis llaves, dejándolas insertadas en la cerradura. Luego me senté en el recibidor, agarrado a un martillo. Pensé en mi hijo, en lo extraño que sería estrecharle entre los brazos. Pensé y pensé, en el trance de los últimos días, en el ladrón que no nos había robado y en la fotografía que viajaba sola. Y así, reflexionando acerca del intruso, me dormí.

Un ruido me despertó, me levanté con urgencia y el martillo se me cayó sobre un pie. Lo recogí y al incorporarme el corazón rebotó en mi pecho, pues la puerta de entrada estaba entornada. Me interné por el pasillo preguntándome cómo habrían manipulado la cerradura sin que lo hubiera advertido, y más con las llaves insertadas.

Las puertas, abiertas de par en par, me permitían repasar las habitaciones de un vistazo. Pero la oscuridad, y por qué no decirlo, también el miedo, transformaban los contornos de los muebles en la sombra humanoide. Cualquier objeto con un volumen o altura semejantes al de una persona se convertían en un fantasma. Deseché casi de inmediato la posibilidad de que la lámpara de pie, la guitarra apoyada sobre el respaldo del sillón o la tabla de planchar tuvieran que ver con mi padre.

Un nuevo chascar, metálico, procedente de la estancia más próxima, la cocina, originó que una corriente gélida, como un latigazo repentino, me recorriera los costados.

Poseído por la ira empujé la puerta de madera y vidrio. Grité y alcé el martillo y lo bajé con furia. Me topé con algo duro que crujió. Algo se desplomó sobre el suelo. Entré en un estado de frenesí en el que los músculos me temblaron. No sé cómo retrocedí hasta la puerta, donde presioné el interruptor.

Extrañamente, la presencia, tumbada bocarriba junto al frigorífico, vestía un pijama rosa. Las puntas de sus dedos estaban hundidas en un sándwich de mortadela. Junto a su cabeza crecía un charco rojo. Sus ojos bailaban en varias direcciones, como si su dueña intentase comprender qué era lo que había sucedido. Se fueron calmando muy lentamente, hasta paralizarse.

Antes de que la tormenta me engullese, distinguí un agrio aroma a plástico quemado. Hoy, pensándolo con frialdad, puedo afirmar que aquella reminiscencia de los efluvios de la foto consumida por la llama de mi mechero, y que subyació del alicatado, podría catalogarse como la última burla de mi padre, al menos hasta el momento.

Se me resbaló el martillo de la mano y, de seguido, se me doblaron las rodillas, para después hincarlas en el suelo. En un arrebato, di cabezazos contra las baldosas, me revolqué y mi cuerpo se convulsionó. Sollocé largo rato.

Muy despacio, con movimientos apáticos, gimoteando como un niño perdido, me levanté de la helada superficie. Tan pronto como me puse en pie, noté que algo se clavaba en mi ingle. Bajé la mirada con desidia y descubrí un pequeño bulto en el bolsillo. Metí la mano y lo saqué.

Todavía hoy desconozco cómo llegó a mi pantalón dicho objeto, pero lo cierto es que, sobre la palma de mi mano, temblaban las llaves que horas antes había dejado insertadas en la cerradura de la puerta de entrada.



miércoles, 5 de enero de 2022

EL QUE VELA POR NOSOTROS



—¡Despierta, Ken!

Sobresaltado por los gritos de mi novia, me incorporé sobre la cama.

Una masa viscosa y marrón, casi negra, se colaba por la puerta del dormitorio y se aproximaba con lentitud hacia nosotros. Ocupó la mitad de la habitación con mucha rapidez. Cubrió cada esquina. Desprendía vapores y un aroma dulzón. Me lancé hacia la ventana, pero era falsa y, evidentemente, no pude abrirla.

El techo comenzó a estremecerse, y luego a deformarse por el peso de algo monumental. Se desvencijó por un extremo y la misma materia pegajosa resbaló al interior. Se descolgó en hilos dúctiles y cayó de golpe. Si ya de por sí el clima era cálido, la masa convirtió el ambiente en achicharrante.

Mi novia y yo gritamos cuando unos dedos monstruosos, de uñas mordidas, entraron por la puerta. Se movían de un lado a otro, se impregnaron con la masa y se retiraron. Al poco regresaron humedecidos, y repitieron la operación.

—¡Mierda!, no se ha salvado ni una onza —dijo, para nuestro asombro, una voz descomunal, omnipotente, desde el exterior de la casa.



ENGENDRADO EN UNA PROBETA

 



Pasados unos años de tu nacimiento le morderás en la garganta a tu padre. Tu boca se convertirá en un cepo dentado y le arrancará la arteria carótida, que le colgará y salpicará como una manguera descontrolada. El sabor a nicotina de la sangre se arraigará en tus papilas gustativas y tus neuronas te exigirán más y más sangre. Sangre llamando a más sangre, una rabiosa adicción que solo se calmará cuando te sacies con más fumadores.

Ahora que sabes lo que ocurrirá, trata de no ponerte nervioso en la barriga de tu mamá cada vez que un insensato fume en tu presencia.




martes, 4 de enero de 2022

UN PATATÍN PAL KILO

 

Primer premio en el XIII Concurso de Narrativa Corta de El Pinós

 


En la recepción, como en el ascensor, como recorriendo los pasillos del hospital, Lucas aspiró y exhaló todo el oxígeno que fue capaz, pues tenía la creencia de que esto calmaba los nervios. Detenido ante la habitación donde su cuñada se recuperaba de su segundo parto, el estómago le crujió. Al tiempo, percibió un murmullo festivo proveniente del otro lado de la puerta del que destacaba la voz de Anselmo, su hermano mayor. Lucas suspiró una vez más y abrió.

Un resplandor amarillo procedente del ventanal llenaba la habitación. Las cabezas se volvieron hacia él, las bocas callaron y los rostros se apagaron. Entre los muchos visitantes se hallaban sus padres, al verle, sus miradas desprendieron cierta decepción. Su cuñada, tumbada en la cama, se ladeó, dándole la espalda. Carlitos, su sobrino, fue el único que le saludó, abrazándose a su cintura.

—Hola, tío, le están haciendo unos análisis a mi hermanita.

—A quién tenemos aquí, a la mismísima oveja negra —le espetó su hermano Anselmo.

—Enhorabuena. ¿La niña está bien? —le preguntó Lucas.

—Pues sí, los análisis son rutinarios, está en neonatos —contestó Anselmo, que de un momento a otro cambió de tema y se dirigió al resto de familiares—. ¿Sabéis cuál es la última de este? Resulta que se fue a celebrar…

—¿Ya empiezas? —se quejó Lucas.

—Si no te faltase un patatín pal kilo no tendría que decir nada —le asestó, golpeándose repetidas veces la sien con la punta de un dedo—. La cosa es que se fue a un antro que…

Lucas llevaba desde la adolescencia escuchando que le faltaba un patatín pal kilo, en concreto, desde que se besuqueara con María Teresa, una compañera de la clase de Anselmo. Casualmente, fue él quien los pescó en los aseos del instituto. A raíz de este incidente, Anselmo le vigiló una temporada. De este modo se enteró de que hacía novillos para ir al salón de juegos, de que fumaba cigarrillos detrás del frontón, o de que se masturbaba en el cuarto de baño susurrando el nombre de María Teresa hasta el cuarto apellido.

Pero Anselmo no solo se limitaba a dar todo tipo de detalles a sus padres, en cada reunión familiar, ya fuese una boda, una comunión o un cumpleaños, hacía lo propio delante de sus tíos, primos y hasta abuelos. Por si fuera poco, exageraba los chismes y los transformaba en algo más serio: si Lucas no acudía al instituto, Anselmo aseguraba que paseaba de taberna en taberna para beberse las sobras de los botellines de cerveza que los clientes abandonaban sobre las mesas de las terrazas; en cuanto a los cigarrillos que fumaba, el hermano mayor los sustituía en sus falsos relatos por canutos; y no es que el pieza de su hermanito se dedicara solo a masturbase recitando el nombre completo de María Teresa, sino que, según Anselmo, había hecho un agujero en la pared del cuarto de baño para espiar a la vecina. «Lucas, te falta un patatín pal kilo», comenzó a decir desde entonces, y la maldita expresión se extendió con rapidez, como el olor a estiércol.

—…creerme, ocurrió tal y como lo he contado, manipuló la cerradura de un coche y durmió la mona dentro.

Lógicamente, ante esta afirmación, Lucas trató de defenderse.

—No es cierto, el coche era de Jaime, el hijo de los Herráez, los del perro lobo que ladra afónico, él me prestó la llave.

—¿Quién, el chucho? —respondió Anselmo.

—Por mucho que cuentes mentiras jamás se harán realidad.

—Hombre, claro, ahora soy yo el que miente. Anda, Carlitos, toma —dijo Anselmo, tendiéndole unas monedas a su hijo—, tráeme un sándwich vegetal sin atún.

—Ya te lo traigo yo, que voy a neonatos a ver a mi sobrina. Porque es mi sobrina, por mucho que te pese —le interrumpió Lucas.

Anselmo le miró con desconfianza, con todo, le entregó las monedas.

—Acuérdate, sin atún.

—Tranquilo, hermano, si no te fías de mí puedes comprobar los ingredientes en la etiqueta.

En el pasillo, Lucas advirtió que Anselmo jamás cesaría, al parecer, la fama que le había creado le resultaba insuficiente. «Un patatín pal kilo, un patatín pal kilo», se repitió, fustigándose. Un repentino abatimiento cayó sobre él al detenerse ante la máquina expendedora y apoyó las palmas de las manos en el gélido cristal que resguardaba los alimentos.

—¿Por qué me odia?, ¿por qué?

Sus manos fueron convirtiéndose en puños. En un impulso de rabia, introdujo las monedas y extrajo un sándwich vegetal y luego otro con los mismos ingredientes, pero, además, con atún. Después, con mucho tiento, despegó las etiquetas. Una vez hubo conseguido su propósito, volvió a adherir cada una en el envase contrario.

Recorriendo el pasillo, estimó que como venganza era ridícula, que Anselmo se merecía un castigo de mayor calibre por todo el daño causado. Era obvio que, si a los treinta y tres años su hermano continuaba pregonando lo del patatín pal kilo, lo haría por siempre. ¿Acaso no lo hacía sin ninguna justificación desde aquella lejana mañana en la que le pescó con María Teresa? Lucas resolvió que le devolvería las burlas y las mentiras, aunque no supiese de qué manera. Esta determinación penetró en su conciencia al mismo tiempo que alcanzaba la sala de neonatos.

Abrió la puerta y se encontró con dos hileras de incubadoras situadas una a cada costado de la estancia. Cerca de la entrada, una enfermera atendía a dos criaturas que reposaban sobre unas cunas-cama.

—Disculpe, me gustaría ver a mi sobrina, si me hiciera el favor…

—¿Habitación? —preguntó la sanitaria con aire resignado.

—145.

—Es una de estas dos —dijo, señalando a los bebés.

La enfermera examinó las pulseras identificativas prendidas de los tobillos de los bebés y le indicó de cuál se trataba. El tío le hizo monerías a su sobrina con la mano que no sujetaba los sándwiches y le preguntó a la sanitaria si no le parecía la criatura más hermosa y si conocía un angelito semejante entre toda la humanidad. La mujer tardó poco en marcharse y afanarse en la otra punta de la sala.

Las niñas estaban cubiertas con mantitas y portaban idénticos gorritos de algodón. Lucas se fijó en las pulseras que rodeaban los tobillos de miniatura, estaban flojas. Esto originó que se le ocurriese una idea surgida de esa parte perversa que, como ser humano, también él poseía. Como iba en su carácter, luchó por expulsarla antes de que se arraigase, pero, cómo no, en su mente apareció el hiriente mantra que su hermano le había endilgado: «Te falta un patatín pal kilo, un patatín pal kilo»; lo que terminó por superarle.

Ya en el pasillo, se cercioró de que las etiquetas de los sándwiches se mantuvieran planas sobre el plástico y se enfiló hacia la habitación. Una vez dentro, le entregó a Anselmo el sándwich que contenía atún. Este comprobó, disimuladamente, que el envase estaba sellado. Una nube ocultó el radiante sol de verano que se colaba por el ventanal, ensombreciendo la estancia.

—¿Habías visto alguna vez unos ojos grises como los de mi hermanita? —le preguntó Carlitos a su tío Lucas.

—Ah, pues… la verdad es que no.

—Mamá dice que son como la ceniza.

Ahora que Lucas se había serenado, se dio cuenta de lo que le había llevado a cometer la ira, no en vano, se arrepintió, y de inmediato se lanzó hacia la puerta para corregir su, este sí, despropósito. Pero entró la enfermera con su supuesta sobrina en brazos. La sanitaria le entregó el bebé a la madre, que, como es lógico, lo exhibió.

—¿Pues no tenía los ojos grises?, si son amarronados —dijo la suegra.

Todos los integrantes de la familia, salvo Lucas, clavaron la mirada en la enfermera, exigiendo una explicación. Esta aseguró que era imposible que se tratase del bebé de otra paciente, aun así, verificó la pulsera identificativa.

—A los recién nacidos les suele cambiar el color del iris en los primeros meses, pero nunca lo había visto con tanta rapidez, esto es muy extraño —dijo la sanitaria.

A lo largo de las sienes de Lucas se deslizaron gotas densas. El estómago le crepitó. Uno de sus pies taconeaba con frenesí. Intentó esconderse detrás de su padre.

La enfermera frunció el ceño y sus pupilas resplandecieron, como si en su cerebro acabase de aparecer una idea. Al punto, repasó de uno en uno a los asistentes. Se detuvo en el que cerraba los ojos con fuerza y se tapaba a medias con la espalda de otro. La sanitaria comenzó a alzar el brazo con el índice estirado en dirección a Lucas, pero el sonido gutural de una arcada interrumpió el gesto.

—Será posible, esto tiene atún —clamó Anselmo, dirigiéndose hacia la enfermera y mostrándole el sándwich como si ella fuese la responsable.

—Oiga, caballero, que yo no tengo la culpa, quéjese a quien corresponda. Ya está bien, lo que tiene una que aguantar.

En un arrebato, se dio la vuelta y se marchó.

El bebé sonrió, enterneciendo a la familia, que se reunió en torno a él y lo acogió amorosamente. Lucas se mordisqueó las uñas con ansia y miró de la criatura a la puerta y de la puerta a la criatura, así una y otra vez, surgiendo en su conciencia un dilema, a la par, se dibujó en su imaginación, como un neón luminoso, la expresión de marras.

lunes, 3 de enero de 2022

EL ÚLTIMO WESTERN

 

Finalista en el XIV Certamen Literario El Vedat




Los tres pistoleros se habían distribuido a lo largo del polvoriento andén fabricado con tablas. Cada secuaz a un lado, y el cabecilla, vestido con una voluminosa gabardina que parecía que la hubiese arrastrado durante kilómetros por el desierto, en el centro. Bajo un sol matador que humedecía sus rostros desapacibles, tamborileando con sus sucios dedos sobre las cartucheras de cuero, habían observado con desconfianza la máquina humeante de hierro y madera recién detenida. Pero a la vista de que del tren no había descendido nadie y que, además, surgió una pitada que anunciaba su partida, se reunieron y se dispusieron a marcharse. Tan pronto como la máquina reanudó el viaje y los pistoleros se volvieron hacia sus caballos, la melodía de una harmónica destacó por encima del fragor mecánico de la locomotora. La musiquilla causó que el trío se frenara en seco, se girara muy despacio y encarase a la silueta que apareció al otro lado de los raíles según el tren avanzaba. No bien hubo quedado claro que en breve desenfundarían los revólveres, la imagen desapareció de la pantalla.

La oscuridad y el silencio se apoderaron de los presentes. Pasado el lapso de desconcierto, prorrumpieron los silbidos, primero con timidez y luego abrumadoramente. Las quejas se sumaron en forma de griterío, exigiendo que prosiguiese la película. En vez de esto, los focos del techo iluminaron la sala de cine.

El filme se había interrumpido al poco de empezar sin que ninguno supiésemos que jamás se reanudaría, sin que ninguno supiésemos que la última sesión en el Orión, el cine de mi barrio, sería la de aquel sábado. Esto ni siquiera lo conocían los organizadores, que no eran otros que los integrantes de la asociación de vecinos, entre ellos, mi madre Adela. Hasta entonces, cada sábado en sesión vespertina, se habían proyectado películas destinadas a los más jóvenes. Ni mucho menos eran cintas recientes, como Hasta que llegó su hora, aquel spaghetti western, pero a cambio de unas pocas pesetas, nos regalaban una píldora de magia, una píldora de séptimo arte. Al poco, Adela y uno de sus compañeros recorrieron el pasillo central anunciando que estaban intentando arreglar el problema, que nos calmáramos.

Como de costumbre, junto con mi amigo Jonás, que estaba saliendo de una cistitis, había hecho acopio de chucherías varias, y con la pausa involuntaria, nos dedicábamos a degustar las golosinas. Nada que ver con algunos de los muchachos de más edad, que continuaban introduciéndose los dedos en la boca y chiflando hasta teñirse los mofletes de rojo.

De pronto, los focos disminuyeron la intensidad, y en penumbra, un haz azul atravesó la sala desde la parte trasera hasta la pantalla, mostrando las partículas de polvo que flotaban sobre nuestras cabezas. Los silbidos y las quejas cesaron, y en la gigantesca tela rectangular se reprodujo una cuenta atrás que la mayoría coreamos a viva voz: «Cinco… cuatro… tres… dos…».

Una vez más, la pantalla se fundió sin permitir que finalizásemos la cuenta atrás, propiciando que la protesta se incrementase en sonoridad respecto a la anterior. Aparte de chiflidos y exigencias, muchos de los chavales zapatearon contra el suelo, produciendo un ruido tan tremendo, que bien se podría asemejar al de la locomotora de la película.

Hasta donde recuerdo, la superficie del Orión era totalmente plana, sin inclinación, si un niño enjuto como era yo por entonces, se sentaba en las últimas filas, era más que probable que no viese la mitad de la pantalla. Pero, para eso, entre otras funciones, estaban mi madre y sus compañeros, para organizar.

Las butacas eran de plástico, unidas a una estructura metálica anclada al suelo. Eran endebles, a nada que un niño inquieto se balancease contra el respaldo, originaba que todo el que estuviese sentado en su misma fila se meciese al son de los impulsos. Como es evidente, los asientos estaban sujetos con tornillos, pero, además, contaban con unos refuerzos de plástico del tamaño de un paquete de tabaco que se podían deslizar por las guías metálicas y desencajarlos con facilidad. De aquí que se fueran a convertir, esa tarde, en protagonistas. Como aperitivo, algunos adolescentes, a espaldas de Adela y del otro integrante de la asociación de vecinos, se los pasaron como si fuesen pelotas de béisbol. Este comportamiento no era nuevo, pues solía darse de vez en cuando, con lo que los adultos también tenían que ocuparse de controlar a los agitadores.

Unos minutos después, la iluminación continuaba apagada. Jonás, que regresaba de los aseos de su tercera micción consecutiva, me llamó la atención para que me fijara en el techo. El proyector permanecía activado, disparando su rayo azul, delatando algún que otro vuelo de estos apliques de plástico. Los de mayor edad comenzaban a desesperarse, y contra más tiempo transcurría sin que retornase la película, más refuerzos sobrevolaban la sala, algunos aterrizando en el suelo, pero muchos otros golpeando cabezas y caras.

Entre los alborotadores había tres en especial que se empleaban despiadadamente. Se trataban del Chincheta y sus secuaces, el Tanque y el Pico, motes por los que se hacían llamar; unos adolescentes que día sí y día también abusaban de los más débiles. Estos tres no se conformaban con lanzar los refuerzos de plástico hacia el techo para que dibujaran parábolas entre el fondo oscuro y la irradiación azulada como hacía la mayoría, sino que se esforzaban por utilizar las testas de los más incautos como dianas.

Esto derivó en un bombardeo de todos contra todos que se prolongó durante varios minutos. Adela y sus compañeros encendieron las luces e intentaron contener la batalla. Los más pequeños nos protegíamos como podíamos y algunos berreaban asustados. Ni que decir tiene que la sesión se suspendió. Si ya de por sí, la escaramuza era razón suficiente, más tarde me enteré de que el cinematógrafo se había averiado.

Pero la auténtica pesadilla estaba aún por llegar, al menos para mi madre y para mí. En la asociación de vecinos tenían la costumbre de rotar los puestos cada fin de semana, y en esta ocasión, la encargada de la taquilla había sido mi progenitora. Así pues, cuando recorríamos las calles para regresar a casa, un grupo de adolescentes encabezados por el Chincheta, el Pico y el Tanque, tal vez creyendo que llevábamos la recaudación encima, nos exigieron que, ya que no emitían la película, les devolviéramos el dinero que habían pagado. Mi madre adujo que no podía tomar semejante decisión por sí sola. Esto no pareció importarles, puesto que, como medida de presión, comenzaron a perseguirnos.

Tengo grabado en la memoria, como uno de esos acontecimientos trascendentales de mi vida, la imagen de una tropa formada por quince o veinte muchachos que, o bien aparecía por detrás, o bien rodeaba un edificio para sorprendernos de frente o, incluso, correteaba y daba saltos a nuestro alrededor. Por añadidura, los adolescentes nos acusaban de ladrones, le informaban a su modo a todo transeúnte que se cruzaba con el espectáculo y, por si fuera poco, nos arrojaban improperios. Me quise interponer varias veces entre ellos y mi madre, con la intención de encararme con el Chincheta y sus secuaces, pero Adela me retuvo a su espalda. Verdad es que la pobre estuvo llorando el resto de la tarde, acurrucada en la cama. No fui capaz con mis caricias y monerías de levantarle el ánimo.

Para colmo de males, muchos de los padres de los niños que habían asistido aquel sábado al Orión se quejaron y demandaron, por poca cantidad que fuese, lo desembolsado por sus hijos. Sea como fuere, no les faltaba razón para solicitar el pago de la entrada, con lo que la asociación de vecinos, hartos de soportar cada fin de semana los tumultos de los más rebeldes, decidió que, en vez de reparar el proyector y las butacas con la última recaudación, se devolvería, aunque, como consecuencia, hubiese que cerrar el Orión. De este modo, todos quedaron complacidos.

En cuanto a mí, a la mañana siguiente, en el recreo, el Tanque metió mi cazadora en la taza del váter. El martes, sus compinches me quitaron las monedas que tenía para telefonear a Adela por si se daba alguna urgencia. El miércoles me arrinconaron en un callejón cuando volvía a casa y me propinaron bofetadas hasta que me obligaron a arrodillarme y a pedirles perdón porque mi madre les había robado. No contentos con sus vilezas, me amenazaron si las desvelaba. A decir verdad, no les hacía falta avisarme de lo que me podría suceder si lo contaba, porque había optado por silenciarme por mí mismo. Y es que las lágrimas de Adela me habían penetrado en la conciencia de tal forma, que hubiese resistido cualquier maltrato con tal de que no derramara más.

El jueves me hice el enfermo y falté a clase. El viernes, como don Gregorio, el médico que venía a casa, insinuó que me había tomado una jornada de vacaciones por mi propia voluntad, regresé a la escuela. En el recreo, acompañado de Jonás, procuré esconderme, aun así, el trío de abusadores me localizó a la entrada del aula. En un arrebato, les propuse que peleáramos por la tarde, aprovechando que no había horas lectivas. Nos citamos en la zona accesible de la vía del tren y se marcharon entre carcajadas, chocando sus sucias manos. Como era de esperar, Jonás me ofreció su apoyo, pero lo rechacé, debía hacerlo por mí mismo. Eso sí, le pedí su orina.

Llegada la hora, me adentré con determinación por el camino de tierra que me llevaría hasta la vía. Estaba dispuesto a vengarme de sus ultrajes, sobre todo, de las lágrimas que le habían arrancado a Adela y, ya puesto, hasta de que nos hubiesen arrebatado aquellos sábados mágicos.

En las inmediaciones de los raíles no había construcciones, como tampoco había personas que pudieran preocuparse por un niño temerario como era yo, sólo existían árboles y vegetación. Escuché risotadas provenientes de algún lugar no muy lejano, y unos pasos más allá percibí olor a humo de tabaco. Las manos se me habían humedecido y me temblaban. La bolsa de supermercado que portaba se me resbalaba de entre los dedos cada dos por tres. Una vez hube atravesado el sendero, me topé con el Chincheta, el Tanque y el Pico, que me esperaban al otro lado de los raíles. En cuanto me vieron, se miraron entre ellos con cierto asombro. El Chincheta frunció el entrecejo y lanzó con vehemencia los restos de un cigarrillo hacia un matojo, como si desease que se prendiera.

—Eres un renacuajo muy valiente —dijo, cruzó la vía y me asestó un puñetazo en el estómago que provocó que me doblara sobre la grava que cobijaba los raíles—. Porque me das pena, si no…, mierdaniño. Vámonos.

El Pico me arrancó la bolsa de la mano y se internaron por el camino. Entre la punzada que me abrasaba el vientre y las piedras hincándose en mis rodillas, pude distinguir sus voces.

Demasié, tíos, un bocata y una litrona fresquita, el canijo ya me cae dabuti.

Mierdaniño, anda que se cuida mal, pasa la birra.

Antes de que se alejaran demasiado, escuché sus carcajadas. Satisfecho, me incorporé sujetándome el abdomen y bordeé la vía hasta encontrar el siguiente acceso que me devolviera al barrio.

domingo, 2 de enero de 2022

LA CONDENA DEL MARGINADO

Tercer premio en el XI Certamen Literario El Vedat



Con la luz de la luna llena, los geranios rojos del macetero emiten un resplandor como de película en blanco y negro, con lo que el color no se ve. Esta irradiación que apaga los tonos alcanza el armazón de mi litera, el colchón y también la sábana.

Me suelo acordar, sobre todo en el desvelo que padezco con frecuencia a estas horas, del episodio de mi vida en el que la luz de la luna, de algún modo, hurtó mi esencia. A la luz usurpadora de esta luna y entre estas cuatro paredes, quizá sea la ocasión propicia para liberar viejos fantasmas cubiertos de polvo, quizá sea la ocasión de narrar el momento en el que la línea que separa el bien y el mal dejó de ser nítida para mí.

 

En la orilla de una carretera que atravesaba un pequeño pueblo, la hilera que formábamos los estudiantes de sexto curso se detuvo tras la orden del profesor. Pocos minutos antes, un sol naranja se había deslizado horizonte abajo. El autobús que nos traía de vuelta de visitar unas cuevas adornadas con pinturas prehistóricas se había averiado, razón por la que en pleno atardecer nos habíamos trasladado a pie para llegar a esa localidad donde esperaríamos otro vehículo.

Sería mayo, quizá junio, de lo que estoy seguro es que era final de curso, puesto que la excursión a las cuevas era una actividad del campamento que organizaba el colegio en esta época del año. El caso es que durante la jornada, el calor había apretado hasta convertir el asfalto en una sartén achicharrante y, como es natural, las gargantas resecas exigían que se las atendiese.

El lugar hasta el que nos habían guiado los maestros era un rectángulo hormigonado que parecía la plaza del pueblo, pues la presidía una fuente con pilón situada en el centro. Todo lo que mis ojos alcanzaban, el nogal ubicado en un extremo de la plaza, la farola anclada junto a la carretera o un gato que huía de la aglomeración humana, había sido suplantado por matices de color gris, ya que una luna redonda colgada entre estrellas ejercía de foco gigante. El gorgoteo del agua cayendo sobre la pila acampanada de piedra llegó hasta nuestros oídos. Muchos de mis compañeros rompieron la hilera y corrieron como si el chorro cristalino que manaba del caño fuese a desaparecer de un instante a otro.

Por aquel entonces, era casi un adolescente, todavía un niño al que le costaba relacionarse. En aquella ocasión, en la plaza, me quedé atrás, quieto, pues había algo en mi interior que me impedía lanzarme a la carrera, que me impedía hacer o decir lo que me sugería mi conciencia para cada situación, fuese para bien o para mal, como una especie de vergüenza que me obligaba a mantenerme apartado, sin llamar la atención.

Pese a todo, quizá harto de tanta soledad, había iniciado la caminata en las posiciones delanteras de la hilera, intentando unirme a las conversaciones de los grupitos formados por los compañeros de mi clase, pero, como de costumbre, no respondieron a mis comentarios. Ya de por sí solía emitirlos desde un tono suave, más bien sumiso, cuestión que facilitaba que los ignorasen.

Así pues, había ido retrocediendo en la hilera, ya que nadie había querido charlar conmigo ni caminar junto a mí, hasta acabar en la cola, solo. Por si fuera poco, las escasas veces que alguien se había dignado a hablarme había sido para manifestar que qué iba a saber yo de fútbol, chicas o lo que tuviesen a bien comentar.

Pero este tipo de desprecios no eran nuevos para mí. Sin ir más lejos, una semana atrás, me encontraba en mi habitación, atareado con los deberes, cuando escuché en el rellano de casa el típico roce de metales, un forcejeo inconstante en la cerradura y, a continuación, unas llaves que topaban con el suelo. No hacía falta ser muy avispado para saber que Octavio, mi padre, estaba a punto de entrar dando tumbos y con las mejillas coloradas.

Siempre que regresaba de esta guisa, me sacaba de la habitación tirándome del jersey, como si arrastrase un fardo. Me llevaba hasta el rellano y me decía con deje etílico: «Tu mamá y yo necesitamos encamarnos, lárgate». Y, en efecto, aquella tarde se dio un caso de estos, solo que, en vez de esperarle en mi cuarto, lo hice en el recibidor, para evitar que el jersey acabase dándose de sí.

Como es obvio, tuve que obedecerle, por lo que me dirigí al frontón. A esas horas unos niños de mi clase solían jugar a la pelota. Al salir del portal un cielo azul sin mácula ofrecía una tarde espléndida, sin embargo, al alcanzar mi destino, un nubarrón tapaba el sol, ensombreciendo las calles.

Me paseé a la espalda de los pelotaris esperando una invitación, Recorrí el lateral descubierto del frontón deseoso de que uno de ellos advirtiera que eran impares, pero, al parecer, debía de haberme hecho invisible.

No sin cierta sorpresa, la pelota rodó hasta mis pies rechazada del frontis. Me agaché para recogerla, pero ni siquiera llegué a rozarla, puesto que apareció un perrillo callejero y la atrapó con la boca, al punto, me la entregó como si a cambio buscase una caricia. Escuché, provenientes del rectángulo de hormigón, las palabras «viejo » y «borrachuzo» mezcladas con otras que no entendí. Antes de que pudiera reaccionar, Lucas, un chico de mi clase que utilizaba unas gafas con el puente unido con cinta adhesiva, se abalanzó sobre nosotros propinándole al perrillo una patada en el hocico, con lo que el animal corrió entre gañidos.

Si no me engaño, aquella noche en la fuente con pilón, lo único que la luna llena no teñía era la negrura del cielo. La solitaria farola se fundió, con lo que a la estela azulada que desprendía la luna no le fue necesario robar el último brillo encendido.

Como me había concienciado de que sería el último de los alumnos en refrescarme, me senté en el borde del pilón, a metro y medio del caño en el que se saciaban mis compañeros. Los lugareños se asomaron, pues las carcajadas, los gritos y el murmullo habían convertido la plaza en un hervidero de emociones. Así las cosas, acaeció el momento crítico.

—Samuel, ¿tú no bebes? —me preguntó uno de los profesores indicando hacia el caño.

Su gesto provocó que volviese la cabeza hacia la fuente. Un chorro plateado surtía la boca de una chica de coleta trenzada. Al mismo tiempo, lo que vi escrito en el costado de la fuente me causó sobresalto, respondiendo de inmediato a la pregunta.

—Ahí pone «no potable».

Un par de vecinos se aproximaron a la carrera voceando que no se podía beber agua, que recientemente se habían percatado de que estaba contaminada y que la destinaban a otros usos. Pero ya era demasiado tarde, una tercera parte de los alumnos lo había hecho.

Durante los minutos que había estado allí sentado, la luz traicionera de la luna me había ocultado la pintada, al menos ese ha sido mi pensamiento todos estos años. Bastan unas palabras, una frase a destiempo o un acto impulsivo para quedar marcado y encontrarse con una larga, larga noche.

Ni que decir tiene que los profesores dieron por hecho, debido a mi respuesta, que había advertido de antemano que el agua era tóxica. Asistí a sus acusaciones como quien contempla los infortunios del protagonista de una mala película, como si la cosa fuera con otro. La timidez me produjo un súbito mutismo, impidiéndome aclarar que había descubierto la inscripción casi a la par que la anunciaba. Cuando pude expresarme ya era tarde, prefirieron tener a quien culpar.

La madrugada en el campamento fue larga, incluso hubo traslados al hospital más cercano. Quizá fuese una de las noches que más litros de lágrimas brotaron de mi desgraciada alma. No pude más que pensar que lo que mejor se me daba era traicionarme a mí mismo.

Al regresar al barrio, los chavales me perseguían, me acorralaban y me hacían caminar a través de un pasillo de brazos y piernas donde me asestaban manotazos en la cabeza y patadas en las espinillas. De vagar solo por las calles pasé a no pisarlas más que para ir al colegio, y cuando Octavio me echaba de casa, subía al trastero y pasaba las horas encerrado.

Una noche que mi padre me mandó bajar a por tabaco, unos muchachos de la escuela que estudiaban dos cursos por encima del mío bailaban punk en la puerta del bar. Uno de ellos me plantó la mano en el pecho cuando salía con la cajetilla.

—Oye, tú eres el chaval que no avisó de que no se podía beber de aquella fuente, ¿verdad?

Una amplia sonrisa dibujada en su rostro me previno para lo peor, sus acompañantes también lucían muecas de complacencia. Colillas humeantes salpicaban la acera. Asentí, pues las palabras se me atascaron en la garganta.

—Qué cabroncete —dijo uno que lucía unas greñas, y los demás rompieron a reír.

Tan pronto como brotaron las carcajadas, el que me había preguntado me dio palmadas en el hombro. Otro me tendió un cigarrillo y hasta hubo quien me ofreció de su cerveza. Antes de marcharme, chocamos las manos como si fuésemos colegas.

Remonté las escaleras del portal como si levitase, noté que el corazón me palpitaba y un ramalazo de furor necesitaba ser expulsado de mi pecho. Alcé los brazos repetidas veces con los puños apretados y hasta se me saltaron las lágrimas. Pasé parte de la noche sin poder dormir. ¿Acaso la charla con esos adolescentes no era lo más grande que me había sucedido nunca?

A la mañana siguiente cubrí el trayecto entre mi casa y la escuela con una energía impropia en mí, tanto fue así, que llegué a dar pequeños brincos según entraba en el aula. Nada más hacerlo, Lucas, el chaval de gafas reparadas con cinta adhesiva que había maltratado al perrillo, se echó la mano al estómago, me señaló y se desternilló.

—Samuelito borrachito, pareces una niñita jugando a la rayuela.

Este menosprecio provocó una retahíla de risotadas y desprecios de sus amigos, que me ridiculizaron ante el resto de los compañeros. El abatimiento retornó como un latente dolor de muelas. Ni siquiera me animó el recordar que pocas horas antes había experimentado en primera persona la camaradería del grupo de chavales de octavo.

Más tarde, en el recreo, con las manos hechas puños en los bolsillos y dando patadas a las piedras con las que me cruzaba, descubrí a los muchachos de la noche anterior sentados en el porche que antecedía a la entrada al gimnasio. Vestían con chándal y zapatillas deportivas, por lo que deduje que tras el recreo les correspondería asistir a la clase de gimnasia con el odiado don Bartolomé, el profesor de educación física, que se solía comportar como un sargento de Infantería de Marina. Así pues, corrí hacia el edificio central, entré y me dirigí al aula. Ya dentro, cogí un tubo de pegamento y regresé al gimnasio.

—Hey, Samuel, te apetece un pitillo —me saludó el de las greñas.

—Igual luego. Veréis lo que voy a hacer.

Se apartaron, mirándose de uno a otro. Cuando comencé a aplicar el pegamento en la cerradura, me señalaron entre risas, chocaron las manos con exultante ánimo y me dieron palmaditas en el hombro. De este modo les libré de la clase, lo que me granjeó su amistad.

Desde entonces, más o menos, mejor o peor, me dediqué a cometer fechorías que pudiesen entusiasmar a estos muchachos, como, por ejemplo, colocar clavos bajo las ruedas de los coches de los profesores que me habían acusado de ser el responsable de la intoxicación en el campamento. Este tipo de actos me otorgó cierta aureola de rebelde, siendo aceptado por esta pandilla.

Unas semanas después, acompañado por mis nuevos amigos, fuimos al frontón, donde varios de los chavales de mi clase jugaban a la pelota. Esta vez, cuando la pelota salió rebotada del frontis la atrapé con rapidez, no fuese a ser que apareciese un desdichado animalillo.

—Samuel, tío, ¿nos das la pelota, por favor? —me pidió Lucas con una cortesía fuera de lo común.

Quizá por la falta de costumbre, tanta educación me escamó; ¿serían mis colegas los que le infundían semejante respeto?

—¿Te acuerdas del perrillo al que pateaste? —Lancé la pelota hacia la valla desvencijada y oxidada que coronaba la parte alta del frontón, encajándola—. Se ha hecho grande.

Ya fuese en el frontón, en la cancha de baloncesto o en los parques, nos acostumbramos a arrebatarles la pelota, el balón o las canicas. Si se resistían, les quitábamos las cuatro monedas que escondían dentro del calzado o les obligábamos a desfilar por un corredor de collejas.

Una tarde que cruzaba el parque en dirección a uno de los garitos del barrio, un crío destacó del grupo que se entretenía jugando a la peonza y voceó estas palabras: «¡Corred, corred!, que viene Samuel, que no nos coja». La advertencia me causó tal impresión, que tuve que detenerme en mitad del camino.

Allí plantado, observé cómo se desperdigaban los que habían abusado de mí durante años, cómo unos se apresuraban hacia la salida y otros saltaban la valla, pareció que hubiese agitado una mano y hubiese espantado un puñado de moscas. Esto suscitó que tomara conciencia de una circunstancia que atañe a todos por igual: la frontera que divide el infierno del paraíso es estrecha, estás en un lado y al momento siguiente has traspasado al otro.

 

Con la luz naciente, esa que se balancea entre las tinieblas y el horizonte, la sombra de los barrotes se torna en una mancha difusa, se confunde con el suelo hasta que desaparece. La línea que separa el bien del mal se convirtió para mí en una frontera borrosa por la que vagué varias décadas, y todo porque el fulgor de la luna me ocultó aquellas dos palabras, o, quizá, este suceso solo se trató de la excusa que encontró mi subconsciente para vengarse de los que me marginaban.

Ahora, según me incorporo de la litera con mucho tiento, en completo silencio, los rayos de sol alumbran las flores rojas del geranio, devolviéndoles, tras esta larga noche, su esencia.