martes, 28 de noviembre de 2023

Recreación ficticia inspirada en una noticia del periódico

 








El Seat circula junto a la costa. El tráfico es fluido. Las olas se asoman con rabia por encima del muro de contención, como si quisieran escapar de esa inmensidad azul. Vuela una gaviota a pocos metros de la superficie oceánica. Lo hace de forma sinuosa, como a trompicones. Diana desvía la mirada un instante de la carretera y entrecierra los ojos, algo le cuelga al ave de una pata. Lo que lastra a la agitada gaviota es otra gaviota, como si esta última intentara retener el vuelo de su compañera. Diana afianza las manos al volante e incrementa aún más la velocidad.

        —Mira, Andrés, qué bonito, el mar —dice, un atisbo de sonrisa tiembla en sus labios.

        La madre percibe un sonido electrónico, una musiquilla estridente, repetitiva, en bucle.

—¿Qué? —Observa a su hijo a través del retrovisor—. ¿De dónde lo has sacado?

        —Me lo ha regalado papá —dice el niño sin levantar la mirada de la pantalla.

        —Pero ¡es un iPad! Todavía eres muy peq… joven.

        —Tengo que ser el mejor de clase en el Minion Rush.

        Los labios de Diana ahora son una piedra, le falta el aire. La tensión empieza a invadirla. No lo hace poco a poco, como es lo habitual, accede a su cerebro de golpe.

        —Al menos ponte el cinturón.

—No me molestes, tengo que pasar a la pantalla siguiente. Además, papá no se lo pone casi nunca.

A la madre le palpitan las sienes con intensidad. Es un martilleo atroz. No puede permitir que se salga con la suya, a su niño no le absorberá el cerebro. Respira con profundidad una, dos, tres veces, necesita calmarse. No le funciona y echa la mano al asiento del acompañante, en concreto, al bolso. Rebusca en su interior hasta que agarra el frasquito de plástico. Los temblores ya han llegado, el recipiente se le escurre y cae sobre la alfombrilla del acompañante. Está a punto de lanzar un alarido, pero logra contenerse y vuelve a intentar la técnica de las respiraciones con el diafragma. Entretanto, se pasa el desvío hacia la autopista.

—Puta, dame lo que quiero —suelta el niño.

—Esa boca, Andrés.

En el asiento trasero, los improperios dirigidos a la pantalla se repiten, son todos insultos feminizados, el niño relaciona a la máquina con una mujer.

—Maldita cerda —grita el crío, y le asesta un golpe a la pantalla con la base del puño.

—Por favor, Andrés —le ruega su madre, y abre las cuatro ventanillas hasta abajo, el aire salitroso traspasa el vehículo.

—Eso mola, mamá, es que hay poca cobertura —dice el niño, y extrae el iPad al exterior sin dejar de jugar.

El frasquito rueda en trayectos cortos sobre la alfombrilla, de adelante atrás y de atrás adelante. Diana echa un vistazo a la carretera, la larga recta de cuatro carriles está vacía. Por detrás, a los vehículos más cercanos los aventaja en unos cincuenta metros. Se ladea hacia el lado derecho con el brazo estirado. Mantiene agarrado el volante con la mano izquierda y alarga lo que puede la extremidad derecha, hasta que alcanza el frasquito con las yemas de los dedos. En ese preciso instante, la rueda delantera derecha pasa por encima de un socavón, esto origina que el vehículo pegue un brinco cruel sobre el asfalto y el frasquito desaparezca. Diana recupera la posición al volante. Los pinchazos en sus sienes se incrementan. No percibe el sonido electrónico, y lo que es más raro, las quejas de su hijo. Mira asustada al retrovisor.

Por detrás del Seat, los otros vehículos se están deteniendo, tienen las luces de emergencia activadas.


jueves, 9 de noviembre de 2023

ENTRESIJOS DEL PREMIO PLUMETA

 



Lo que le atrajo a Ernesto de aquella llamada de la editorial Plumeta fue la exclusiva proposición: un taller privado con el escritor López Carrete, donde aprendería, a cambio de la escritura de tres novelas, lo que el afamado escritor llamaba «técnicas de sublimación».

En toda entrevista que le realizaban a López Carrete se vanagloriaba de haber descubierto una serie de técnicas que hacían que su escritura enganchara hasta al lector más avezado. Y era cierto, ya desde la solapa de sus best seller los lectores quedaban prendados, para cuando sus pupilas despiertas alcanzaban la portadilla, la abducción ya se había dado, y al finalizar el primer párrafo del libro, entraban en estado de hipnosis. Se había vuelto frecuente que cuando los lectores tomaban un libro de López Carrete en una librería con intención de echarle un vistazo, el librero tuviese que llamar al Sámur para que le ayudasen a destrabar los cerebros penetrados y las manos agarrotadas. Así era la prosa del genial escritor, cuyos secretos jamás había desvelado.

        Habían escogido a Ernesto por sus cinco o seis novelas publicadas con editoriales de corte independiente, de las cuales había vendido poco más de doscientos ejemplares, entre todas, y cuyo usufructo económico, como es evidente, no le permitía dejar su trabajo de relojero. Pero, al parecer, por fin le llegaba el reconocimiento, y con él lo que todo escritor ansía, la dedicación veinticuatro siete, que se dice ahora.

Tras las presentaciones, le entregaron un delantal de cuero blanco con restos sanguinolentos, desecados, como excrementos de ave, y se encerró con López Carrete en la sala de un antiguo matadero abandonado, donde se llevaría a cabo el taller literario. A decir verdad, los escoltaban cinco o seis bigardos; otro escritor al que le habían realizado idéntica proposición, el cual se había hecho famoso en las redes por tocar la armónica a base de flatulencias; y un editor de Plumeta.

        —Comencemos —mandó Carrete al pie de una mesa de madera equipada con grilletes, y le hizo un gesto a uno de los bigardos.

        Al poco, otros dos de los fortachones accedieron a la sala de paredes salpicadas, lo que parecían continuas toses ahogadas acompañaban su paseo. Portaban jaulas de barrotes metálicos del tamaño de cajas de motocicletas de Telepizza. En su interior se revolvían nerviosos un par de cochinillos, los cuales emitían esos sonidos que parecían toses. Sus ojos desorbitados expresaban temor.

        —En literatura todo está inventado —afirmó Carrete—, dejando aparte el genio de cada uno, lo único que puede dar valor a los escritos son las experiencias vividas. ¿Qué otra experiencia de mayor impacto en el espíritu puede existir que causar la muerte? Estos dos seres serán su estreno en mis técnicas.

        Ernesto y el famosete de la ventosa armónica cruzaron sus miradas sorprendidas. Los secuaces extrajeron, no sin dificultad, uno de los asustados cochinillos. La cría gruñía con insistencia, como si conociera su destino, incluso hasta después de que la inmovilizaran. De un maletín, López Carrete extrajo una puntilla de filo resplandeciente.

        —Tome, degüéllelo —le ordenó al de la armónica.

        El tipo asintió con convencimiento, agarró el cuchillo y, tras unos minutos de mentalización, acometió la faena. El cochinillo dejó de tener miedo, la sangre fluyó por la mesa. Luego fue el turno de Ernesto. Ernesto jamás se había imaginado que tendría que hacer algo similar, pero tampoco se había imaginado que un día, con la condición de aprender ciertas técnicas de sublimación, firmaría un contrato con la editorial Plumeta. Así pues, cerró los ojos y le clavó la puntilla al cochinillo y… Dejémoslo en que acabó haciéndole una escabechina al pobre animal.

        La segunda técnica de sublimación consistía en ajusticiar del mismo modo a dos perritos de mirada bondadosa, en concreto, dos yorkshire, de esos que agitan la colita a nada que les prestan atención. El escritor-músico-intestinal se había convertido en un asesino en potencia, ni siquiera quiso atender a las indicaciones de Carrete. Le arrebató el cuchillo de la mano y degolló al perrito que le correspondía sin miramientos. Ernesto vomitó sobre sus zapatos. En este punto, les evitaré la narración de cómo Ernesto superó la prueba.

        —Presten atención —dijo Carrete—. Viene la técnica final, si son capaces de llevarla a cabo, su prosa se podrá comparar, algún día, a la mía.

        Uno de los cachas entró a la sala precedido de una camilla, en la cual un señor de ropas andrajosas, mirada ida y que desprendía olor a petricor estaba atado y amordazado. Movía la cabeza de un lado a otro, sin control, como un Elvis de coche con un muelle por cuello. A su vez emitía lamentos sordos, frenéticos, sus ojos necesitaban salirse de las cuencas oculares. De un momento a otro, el hombre interrumpió las sacudidas, sus ojos se paralizaron en el vacío y su cuerpo se agarrotó. Tras comprobar el fallecimiento, otro de los secuaces informó de algo a López Carrete. A continuación, éste mantuvo una charla privada con el representante de la editorial. Pareció que llegaban a un acuerdo.

        —Señores —dijo el representante de Plumeta, dirigiéndose a Ernesto y al famosillo de las redes—, ha surgido un problema con la última técnica de sublimación. Como han podido ver, el ejemplar ha fallecido por causas naturales, y me informan de otra desagradable noticia, el otro ejemplar del que disponíamos ha escapado. Llegados a este punto, necesitamos, al menos, un futuro ganador del premio Plumeta. ¿Quién de los dos es el de los doscientos seguidores?