El
Seat circula junto a la costa. El tráfico es fluido. Las olas se asoman con
rabia por encima del muro de contención, como si quisieran escapar de esa
inmensidad azul. Vuela una gaviota a pocos metros de la
superficie oceánica. Lo hace de forma sinuosa, como a trompicones. Diana desvía
la mirada un instante de la carretera y entrecierra los ojos, algo le cuelga al
ave de una pata. Lo que lastra a la agitada gaviota es otra
gaviota, como si esta última intentara retener el vuelo de su compañera. Diana afianza las manos al volante e incrementa aún más la velocidad.
—Mira, Andrés, qué bonito, el mar —dice,
un atisbo de sonrisa tiembla en sus labios.
La madre percibe un sonido electrónico,
una musiquilla estridente, repetitiva, en bucle.
—¿Qué? —Observa a su hijo a través del
retrovisor—. ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha regalado papá —dice el niño
sin levantar la mirada de la pantalla.
—Pero ¡es un iPad! Todavía eres muy peq…
joven.
—Tengo que ser el mejor de clase en el
Minion Rush.
Los labios de Diana ahora son una piedra,
le falta el aire. La tensión empieza a invadirla. No lo hace poco a poco, como
es lo habitual, accede a su cerebro de golpe.
—Al menos ponte el cinturón.
—No me molestes, tengo que pasar a la pantalla
siguiente. Además, papá no se lo pone casi nunca.
A la madre le palpitan las sienes con
intensidad. Es un martilleo atroz. No puede permitir que se salga con la suya, a
su niño no le absorberá el cerebro. Respira con profundidad una, dos, tres veces,
necesita calmarse. No le funciona y echa la mano al asiento del acompañante, en
concreto, al bolso. Rebusca en su interior hasta que agarra el frasquito de
plástico. Los temblores ya han llegado, el recipiente se le escurre y cae sobre
la alfombrilla del acompañante. Está a punto de lanzar un alarido, pero logra
contenerse y vuelve a intentar la técnica de las respiraciones con el
diafragma. Entretanto, se pasa el desvío hacia la autopista.
—Puta, dame lo que quiero —suelta el niño.
—Esa boca, Andrés.
En el asiento trasero, los improperios dirigidos
a la pantalla se repiten, son todos insultos feminizados, el niño relaciona a la
máquina con una mujer.
—Maldita cerda —grita el crío, y le asesta un
golpe a la pantalla con la base del puño.
—Por favor, Andrés —le ruega su madre, y abre
las cuatro ventanillas hasta abajo, el aire salitroso traspasa el vehículo.
—Eso mola, mamá, es que hay poca cobertura —dice
el niño, y extrae el iPad al exterior sin dejar de jugar.
El frasquito rueda en trayectos cortos sobre la
alfombrilla, de adelante atrás y de atrás adelante. Diana echa un vistazo a la
carretera, la larga recta de cuatro carriles está vacía. Por detrás, a los vehículos
más cercanos los aventaja en unos cincuenta metros. Se ladea hacia el lado
derecho con el brazo estirado. Mantiene agarrado el volante con la mano
izquierda y alarga lo que puede la extremidad derecha, hasta que alcanza el
frasquito con las yemas de los dedos. En ese preciso instante, la rueda delantera
derecha pasa por encima de un socavón, esto origina que el vehículo pegue un
brinco cruel sobre el asfalto y el frasquito desaparezca. Diana recupera la
posición al volante. Los pinchazos en sus sienes se incrementan. No percibe el
sonido electrónico, y lo que es más raro, las quejas de su hijo. Mira asustada
al retrovisor.
Por detrás del Seat, los otros vehículos se
están deteniendo, tienen las luces de emergencia activadas.