domingo, 7 de agosto de 2022

Superdepredador

  


Al otro lado de la puerta acristalada de la sauna se paseó una rata de cola rosada.

—¿Era eso lo que parecía? —preguntó Facun.

—Esto es lo que me faltaba por ver en este gim —se quejó Víctor.

Arrimadas al rodapié, tres o cuatro ratas vagaban a lo largo del pasillo que distribuía la zona de los baños de vapor.

—Ni se te ocurra, Víc, ahora vendrá alguien.

Pero Víctor obvió el comentario y empujó la puerta, abriéndola. Un chirriante murmullo continuado, cercano, provocó que arrugaran las frentes. Cuando por fin Víctor salió de la cabina, se ajustó la toalla a la cintura y avanzó por el pasillo. Solo que no llegó a dar más que unos pasos, pues una riada de enfervorecidas ratas proveniente del vestuario se precipitó en su dirección.

Para cuando Facun se quiso dar cuenta, Víctor cerraba la puerta de golpe. Se fueron hacia el fondo de la cabina. Entre trompicones, subieron a la bancada. Las ratas aparecieron al otro lado de la puerta de cristal. Eran decenas, cientos, unas sobre otras, marrones, grises, negras, pequeñas, más grandes, enormes. Algunas se arrojaron con violencia contra el cristal, como si pretendieran estallarlo. Por suerte, la puerta se desplegaba hacia afuera, por lo que soportó las acometidas.

—¡¿Has visto eso?!

—¡Te he dicho que no abrieras, Víc, que no abrieras!

Las contemplaron sumidos en una especie de nube irreal, como sucede en los sueños. Facun recuperó el brillo de los ojos y zarandeó a Víctor.

—Víc, hay que irse. Víc, escúchame.

Ensimismado en ese ejército de furia, Víctor se limitó a levantar un brazo con un dedo señalador: varias ratas se peleaban por una mano a medio comer; una pequeña mano embadurnada de sangre.

El pasillo parecía una laguna negra. Entre sus aguas flotaban partes de cuerpos humanos: un pie arrancado, un brazo despedazado, un pulmón corría de un lado a otro como si tuviera sus propias patitas. Facun fue a una esquina, se encorvó y vomitó. Poco después, Víctor se contuvo las arcadas y se tragó lo que su estómago intentaba rechazar.

Los nervios afloraron, gritaron y dieron manotazos en la cristalera. La temperatura de sus cuerpos se intensificó. Llegaron los mareos y más arcadas. Apuraron la bebida isotónica de los bidones. A la media hora, cuando creían que el sofoco los mataría y, al menos, no tendrían que enfrentarse a las ratas, la electricidad se extinguió. A la par que desaparecía la corriente eléctrica se activó el alumbrado de emergencia. Se quitaron el sudor con las toallas y, según se enfriaba la sauna, recobraron la vitalidad.

Acurrucados en una esquina, en penumbra, se echaron las toallas sobre las piernas. Eran sus únicas posesiones junto a los bidones, las llaves de las taquillas y las chancletas.

Procuraron no tener ratas a la vista, aunque lo mismo daba, miles de voraces bocas arrojaban sus sonidos disonantes directos a sus cerebros. Lo que, como no podía ser de otra manera, los mermó psicológicamente, aunque ninguno lo exteriorizase.

Se dijeron que tal vez fuese un problema exclusivo de las instalaciones deportivas y que, como consecuencia, las habían cerrado. Al poco, cayeron en la cuenta de que, por la cantidad de individuas que formaba la descomunal manada y las personas despedazadas, aquella conjetura era poco probable. Era más factible que hubieran evolucionado y se hubieran puesto de acuerdo para invadir el planeta, o, como mínimo, la ciudad.

Por la noche no durmieron, lo propiciaron los chillidos desgarradores, la pestilencia putrefacta despedida por el torrente rabioso, las ideas imposibles que comentaban para salir de aquella situación y, sobre todo, el rasgar cercano. En efecto, las ratas no solo se amontonaban en la puerta y ocupaban el pasillo, también se acumulaban sobre el techo y tras las paredes de la sauna.

—Nos van a comer, Víc, ¡se nos van a comer!

—Aquí no pueden entrar, tranqui.

Al día siguiente, gracias a la claraboya del pasillo, puesto que la luz de emergencia desapareció, vieron cómo las ratas roían los cables eléctricos, también cómo se mataban unas a otras, a veces por una pieza carnosa y otras por huesos ya pelados. Algunas estaban bañadas en sangre humana, las otras las atacaban y las devoraban con ansia.

—Tal vez se exterminen entre ellas —dijo Facun con la frente unida al cristal.

—Sí, claro, así, por las buenas —respondió Víctor, disponiéndose a realizar unas flexiones.

Hacia la tarde, entre el bullicio, distinguieron un chillido más próximo. Se pusieron en pie como si les hubiera impulsado un resorte y examinaron cada rincón. Buscaron por todos lados. Era como si una estuviera allí dentro. Y así fue.

Debajo de uno de los bancos, descubrieron que una rata pretendía introducirse a través de una estrecha grieta abierta entre el suelo y la pared. La cabeza y parte del cuerpo ya asomaban, chillaba como si traspasar el reducido agujero le causara un dolor inaguantable.

Facun envolvió media docena de piedras de la estufa con la toalla, las manos le temblaban. No había terminado de elaborar el mazo casero, cuando la rata logró colarse. Salió disparada en su dirección, hacia sus pies. Facun saltó repetidamente para evitarla, mientras, intentaba atar la toalla con las piedras dentro.

Por fin, logró lanzar un mazazo contra el bicho, al que no llegó ni a rozar. Insistió. Una y otra vez la rata se escabullía, se escurría entre los pies de ambos o corría pegada a la pared. O bien se protegía debajo de la bancada y los observaba hasta que decidía atacar. Se podía vislumbrar una mezcla de miedo y ansiedad en sus ojos brillantes.

Rehuía y atacaba, esquivaba los mazazos por un lado e intentaba arrojar dentelladas a pies y piernas por otro. En un arrebato, Víctor le arrancó a Facun de las manos el mazo fabricado con las piedras y la toalla y en dos o tres intentonas acabó por machacarle la cabeza.

Este incidente provocó que revisaran debajo de cada bancada. Como no existían otras fisuras, con el canto de una piedra desgarraron algunas astillas de uno de los listones del banco y taponaron la pequeña cavidad.

Más tranquilos, sentados en el suelo, recostados contra el tabique de madera, contemplaron la rata aplastada. Sus compañeras seguían a la espera de una oportunidad para hincarles el diente, ellos seguían a la espera de algún héroe o de una idea que los salvara. Entretanto, los crujidos de sus estómagos competían con los gritos desquiciantes de los animales.

Por la noche, Víctor se acercó a gatas a la rata muerta.

—No lo hagas, Víc, a mí no tienes que demostrarme nada.

Pero Víctor, una vez más, no le escuchó. Cogió una de las piedras, rajó al roedor y, con la nariz contraída, cortó pedazos de carne rosada. Dos o tres minutos después, se metió un trozo en la boca, y luego otro, y otro. Se le quedó grabada a fuego en el cerebro la mueca de asco que expresó su amigo.

Esta vez Víctor no pudo contenerse las arcadas. Más tarde le sobrevino una descomposición que le obligó a acuclillarse en una esquina, pero terminó por estabilizarse. Esa noche llegó a dormir.

Por la mañana, pese a que Facun no estaba de acuerdo, le ayudó a Víctor a desprender el resto de los listones del banco y así acceder con más facilidad al agujero, el cual destaparon. La segunda de sus víctimas tardó un cuarto de hora en presentarse; le trituraron la cabeza antes de que lograra traspasar la grieta por completo.

Que la cazaran entre los dos no significaba que Facun quisiera comer.

—Prefiero que no me miren como a un bicho raro.

Víctor esperó a que el hambre fuera insoportable y la ingirió pedacito a pedacito. Los aguijonazos en el estómago fueron más violentos que la noche anterior, lo arregló con una visita a la esquina convertida en letrina.

Hizo de las ratas su sustento; vertía la sangre en los bidones, las desollaba y se comía su correosa carne. Al final del tercer día, se rio con sorna porque Facun aceptó dar un par de sorbos de uno de los bidones. Al rato, se retorció sobre el suelo, pero repitió.

—No es lo mismo que comérselas —aclaró Facun—. A ti se te están poniendo los ojos rojizos.

A la sexta o séptima pieza el estómago de Víctor se acostumbró y empezó a defecar con normalidad. Al cuarto día las náuseas se agarraron a las gargantas de ambos, las provocaron la peste mortífera del exterior y el olor a excremento del interior.

En el pasillo, de vez en cuando, como arrastrados por una marea, aparecían trozos de cuerpos humanos y ocho o diez ratas se los disputaban. Las peleas eran frenéticas, y hasta que una de ellas no mataba a las otras la lucha no concluía. La ingente cantidad de compañeras de la vencedora permitía que disfrutara del trofeo mientras otras se comían los cadáveres de las perdedoras. Pero ahí no acababa el reconocimiento, la triunfadora podía moverse a su antojo, la dejaban vía libre, ninguna consideraba que estuviera sobrepasando su espacio, y si todavía le apetecía echarse algo más al buche, le cedían cualquier carroña putrefacta, ya fuese de su propia especie o de otra. A Víctor le causó curiosidad este juego de jerarquías que practicaban continuamente; el respeto solo se daba entre las más fuertes, las débiles, como mucho, se quedaban con las migajas.

—¿Te das cuenta?, las mejores sobreviven, las perdedoras mueren —dijo Víctor, emocionado.

—¿Las mejores en qué?

Un repentino manotazo de Víctor al aire, como si espantase una mosca, indicó que no estaba dispuesto a rebatirle. Bien le podría haber dicho Facun que estaba cansado de verlo competir por todo, hasta por quién de los dos terminaba antes de ducharse, que estaba cansado de sus falsos argumentos para imponer su opinión, de sus medias verdades, pero simplemente se limitó a cerrar los ojos e imaginarse que le rescataban.

Las llagas cubrían la piel de Facun y se le formaron pústulas alrededor de los labios. Víctor, en cambio, estaba pleno de salud, si acaso, los globos oculares, como le había dicho su compañero de reclusión y le mostraba el reflejo del cristal, estaban tornando a un rojo intenso.

Al quinto día Facun sucumbió:

—Comeré de la próxima que cacemos.

—Cuatro días y pico sin comer, no está mal, pero, claro, tú eres un flacucho.

Como las ratas se habían aprendido el camino, cuando los dos amigos destaparon el agujero, una asomó el hocico chato de inmediato. En esta ocasión, en vez de matarla antes de que se introdujera del todo, Víctor permitió que entrara y la mantuvo arrinconada dando mazazos al suelo. Luego se coló otra y otra más e hizo lo mismo, amedrentarlas contra una esquina.

—Pero, Víc, ¿qué haces, por qué no las matas?

La mirada de desprecio que su amigo le dirigía causó que sus pupilas se dilataran y temblaran. Su piel palideció después de que le enseñara los dientes y, de seguido, le lanzara un grito agudo. Adivinó sus intenciones demasiado tarde, cuando la reacción era ya imposible. Víctor le arreó un rabioso mazazo en la cara. Perdió la verticalidad y al quedar tendido en el suelo, su enemigo se abalanzó sobre él y le machacó la cabeza. La sangre brotó de su cogote. De su mirada ya apagada se desprendía una chispa de ingenua sorpresa.

Las tres ratas se abalanzaron sobre el cuerpo inerte, Víctor se acuclilló y las chilló, imitando su propia estridencia. No estaba dispuesto a compartir, así que cuando hundieron las bocas en Facun, las aprisionó una a una y las mató a mordiscos.

Al poco, taponó el agujero y abrió con una piedra el muslo de una de las piernas. Con los dientes desgarró la carne, la masticó y se la tragó. Así estuvo largo tiempo, con la cara metida en la ingle de su amigo. Una vez saciado, hincó las rodillas ante la puerta. Tenía la cara embadurnada de sangre, al igual que las manos, con las que golpeó el cristal y arrojó gruñidos amenazantes.

—Soy mejor, putas, soy mejor.

Las ratas se convirtieron en un hervidero de rabia aún mayor. Rugían, se rasguñaban, se descabezaban unas a otras y, sobre todo, saltaban hacia la puerta sin tregua, en grupos de cuatro o cinco. Hubo alguna que se reventó los sesos contra el cristal, lo tiñó de chorretones rojos.

—Yo gano, yo soy mejor que vosotras, yo, yo, yo.

Sumido en el paroxismo, Víctor no fue consciente de las primeras grietas, así como no fue consciente de la transición.

sábado, 29 de enero de 2022

LA SOMBRA DEL PASADO


 

Hace algunos años, cuando construía la cuna de mi hijo, descansé unos minutos y saqué del trastero un álbum de fotografías de mi niñez. No buscaba nada en concreto, pero la cercanía de mi paternidad había agitado mis emociones.

Foto tras foto afloraron los recuerdos de infancia de esas primeras experiencias, en las cuales la vida me había tratado con benevolencia. Según pasaba páginas, las negativas sensaciones de años posteriores fueron reproduciéndose como secuencias de una película con final amargo. Negaba con la cabeza, cuando me topé con una fotografía teñida de matices sepia.

Mi padre y yo aparecíamos al pie de la barra de un bar. Me pasaba un brazo por encima del hombro y sonreía de un modo tan exagerado que los pómulos casi le solapaban los ojos. Yo, que por aquel entonces no tendría más de siete u ocho años, miraba al frente con timidez.

Contemplé largo rato la única foto que conservaba de mi padre. Tal fue el trance en el que entré, que solo desperté cuando advertí que el dedo índice y el pulgar se habían vuelto lívidos de la presión con la que sujetaba la foto. La metí en la cartera y continué con el montaje de la cuna.

Unos días después, Inés y yo estábamos acostados cuando una leve corriente de aire me rozó el rostro y me desveló. Posé la mirada en las rendijas de la persiana, las que permitían que la habitación se hallase en penumbra. De repente, la silueta negra de un hombre pasó veloz por delante de la cama y salió del dormitorio.

Hinqué los codos sobre el colchón y me incorporé. Inés se revolvió, pero no llegó a despertarse. Noté que mis pulsaciones palpitaban con frenesí. No me creía lo que acababa de ver, de aquí que clavase mis alarmados ojos en la puerta, abierta de par en par. No tardé mucho en apoyar de nuevo la espalda en la cama y, paralizado, estuve cerca de una hora en la que ni siquiera parpadeé.

Si ya de por sí aquella imagen de la silueta era espeluznante, lo que más me aterró fue que se desplazara sin provocar ruido alguno, como si flotase en el aire, tal que un fantasma.

Durante esa hora, como he dicho, fui incapaz de levantarme, únicamente pude aguzar el oído. Traté de escuchar algún sonido, pero, por suerte, pensé entonces, no sentí ninguna presencia. Superado el estancamiento de mis músculos, reuní una pizca de valor y me destapé muy despacio, y del mismo modo salí de la cama y después de la habitación.

El apartamento permanecía sumido en la oscuridad. Palpé la pared hasta encontrar el interruptor del pasillo. Para mi desdicha, la lámpara del techo no se encendió. La mano me temblaba, aun así, pude abrir el armario empotrado, situado junto al dormitorio. Extraje la plancha de la ropa y la alcé por encima de la cabeza. De esta manera, paso a paso y en penumbra, revisé cada estancia.

Al final del pasillo doblé la esquina que precedía al recibidor, tan pronto como lo hice un resplandor se movió delante de mí, a mayor altura que mi cabeza. El corazón me sacudió el pecho, pensé que la hoja de un cuchillo pretendía caer sobre mí, pero al instante reparé en el espejo de medio cuerpo que habíamos colgado esa semana, advirtiendo el reflejo de la placa metálica de la plancha. Se me escapó una risa floja y los latidos descendieron.

A través de la mirilla intenté inspeccionar el rellano, solo vi oscuridad. En el cuadro de luces, el diferencial estaba desconectado.

A la mañana siguiente, examiné cada rincón. No eché nada en falta, ni el dinero, ni los aparatos electrónicos, ni las prendas más preciadas, extrañamente, ni siquiera habían revuelto las habitaciones. En un primer momento, pensé que había sido producto de los nervios por mi inmediata paternidad, pero se oponía la imagen nítida del intruso. Me planteé si con mi hijo nacido también me hubiese incrustado en el colchón una hora entera.

Preparaba el desayuno en la cocina cuando apareció Inés en la puerta. Tenía la cara pálida y apoyaba las manos sobre el esternón.

—Ay, amor, he tenido una pesadilla, Marquitos nacía muerto y sin rostro.

La tranquilicé y nos sentamos a la mesa, donde observé su abultada barriga. Me bastó un vistazo para que se me ocurriera la terrible idea de si yo sería el mejor padre que pudiese tener mi hijo. Durante la jornada laboral, la incertidumbre de si sería capaz de ocuparme de otra vida asomó de nuevo.

Esa noche, en la cena, Inés hizo un comentario desconcertante:

—Por cierto, ¿por qué has puesto en el aparador esa foto en la que estás con tu padre? Pensaba que él no te importaba.

—Y así es. Pero no la he puesto en el aparador, la llevo encima.

—Pues está allí.

Extraje la cartera, sorprendentemente, la fotografía se había esfumado. Fui al salón y, en efecto, apartada del resto de retratos, dentro de un marco de madera, se hallaba la imagen de mi infancia, la que contenía la falsa sonrisa de mi padre. Inés lo achacó a uno de mis habituales despistes. Como es lógico, me vino a la mente el ladrón que no había robado, pero, de inmediato, descarté la idea de que él hubiera sacado la foto de mi cartera y la hubiese dejado en el aparador, por ridícula. Entonces me percaté de que era probable que Inés tuviese razón, y el día que desempolvé el álbum de fotos, en uno de esos actos maquinales que se cometen cuando se piensa en otra cuestión, la había colocado sobre el mueble.

Más tarde, al acostarnos, me di cuenta del motivo por el que había rescatado la foto del trastero, y es que echarla un vistazo de vez en cuando me serviría para recordar cómo no tenía que comportarme con mi hijo si quería que creciese feliz.

Pero el asunto de la foto no desvió mis preocupaciones acerca de mi repentina parálisis ante la aparición de la sombra. Con la vista clavada en el techo, con las respiraciones de Inés envolviendo el silencio del dormitorio, busqué una salida para que la sensación por haberle fallado a ella e incluso a la criatura que estaba por nacer, no se atreviese a asaltarme en la fábrica en mitad de una soldadura, cuando andaba en bicicleta o mientras hacíamos el amor. Y, ciertamente, tras meditar mucho, me penetró en la conciencia una grotesca idea: anhelé que el intruso retornase.

Así pues, cuando me cercioré de que mi esposa dormía, me levanté. Fui de una ventana a otra y de esta al recibidor, y en cada ocasión tuve la certeza de que vería a la figura embutida en ropajes oscuros, o bien adentrándose en el edificio o bien invadiendo el rellano. Por el contrario, lo que en verdad contemplé fue la quietud de la calle y la negrura que la mirilla me mostró. Desde luego, era improbable que un ladrón se colara dos noches consecutivas en la misma vivienda.

En realidad, tampoco era seguro que fuese un ladrón, de hecho, no se había llevado nada, pero ¿qué otra cosa podría ser? ¿Y si la visión de la silueta había sido una trampa de mi mente? Las dudas sobre lo visto regresaron, el convencimiento de lo vivido la noche anterior comenzó a tambalearse. Al final, el cansancio me empujó a la cama, pero antes afiancé las ventanas, la cerradura y el cerrojo.

Al día siguiente, según me afeitaba, Inés se detuvo en el umbral.

—Víctor, la puerta de la calle está abierta, ¿has salido?

Mi mano, en un impulso nervioso, deslizó la cuchilla con brusquedad, un hilo rojo brotó de entre la espuma. A través del espejo, estupefacto, miré a Inés.

—He abierto para ventilar.

Repasé el piso con desesperación, como un animal hambriento en busca de comida. No eché nada en falta, como la otra vez. En cambio, sí descubrí una variación, la fotografía en la que estábamos plasmados mi padre y yo se había trasladado del salón a las estanterías de la habitación pintada de azul que le habíamos preparado a Marquitos.

Como el asunto de la fotografía comenzó a escamarme, le comenté a Inés que la había encontrado en el cuarto azul, más que nada para observar su reacción. Volvió a aludir a mis despistes, respuesta que me dejó pasmado. Si bien había admitido que podía haberla sacado de la cartera y exponerla en el aparador, el hecho de que la hubiese vuelto a recolocar en otro mueble y no acordarme me creó más dudas. Por un instante, pensé otra vez que el incidente del intruso podría estar relacionado con la foto, aunque no tuviese sentido. La examiné con recelo, la sonrisa caricaturesca de mi padre y mi pose apocada me evocaron mi infancia.

Uno de los sucesos que jamás olvidaré, fue aquel en el que mi padre me llevó en moto a un bosque de un monte apartado. Después de una larga marcha en la que parecía conocerse el lugar, hinchó un neumático de goma y nos bañamos en unas pozas. Más tarde, salió del agua y me dijo que no había prisa, que disfrutara. Entre chapoteos, los resbalones con el neumático y mis zambullidas pasé un rato divertido. Cuando me cansé, miré hacia la roca en la que se había tumbado, no le vi.

Pasé los siguientes dos días perdido, caminando entre árboles de ancho tronco que crujían sobre mi cabeza, entre zarzas que me arañaban hasta los huesos y entre helechos que se agitaban como si fuese a surgir de debajo de sus hojas cualquier alimaña capaz de darme un bocado. Comí frutos agrios con forma de maraca y bellotas verdes que me produjeron retortijones. Vi toda clase de animales, desde pájaros que se afanaban por vivir con tranquilidad, hasta cervatillos que por su manera de mirarme parecía que estuviesen en espera de agresiones, pero que no tardaban mucho en saltar un arbusto y desaparecer.

Por suerte, no me crucé con ningún zorro ni con ningún jabalí de los que había visto correr entre ramajes cuando traspasamos el bosque en moto. Los sonidos ululantes de las bestias apenas me dejaron dormir. Dentro de mí penetró muy hondo el olor a vegetación, tierra húmeda y excremento. Unos excursionistas me encontraron entre la niebla, arrinconado contra unas rocas.

A mi regreso, resultó que mi padre había desaparecido. Unos años después, en la adolescencia, decidí que lo buscaría. Mi madre me rogó que lo olvidara, por el contrario, creció mi determinación por encontrarlo. Durante meses le repetí a mi madre que necesitaba saber por qué me había abandonado. Por qué yo, su hijo, su único hijo, era un intruso para él. Al poco, con gran sorpresa para mí, mi madre me anunció que había muerto tiempo atrás en el extranjero. No supe si me dijo aquello porque se hartó de mi insistencia o porque se trataba de la realidad, fuera cual fuere la respuesta, no había vuelto a saber de él.

En un arrebato, cogí la fotografía de la estantería y la tiré al cubo de la basura, nadie en esa casa la echaría de menos. Transcurrieron las siguientes noches, en todas ellas mantuve la vigilancia, y en todas ellas no sucedió nada. Me cuestioné medio en broma medio en serio si el haberme deshecho de la foto tendría relación. Sin embargo, la lógica me decía que el episodio de la sombra no había sido más que una invención de mi cansada mente; el de la puerta abierta, un descuido; y el de la foto que cambiaba de ubicación por arte de magia, producto de mis despistes.

Unos días antes de la fecha en la que Inés debería de parir, estaba dormido cuando, de repente, gritó.

—¡Qué pasa! —dije, según encendía la lámpara.

Estaba incorporada sobre el lecho, miraba de un lado para otro.

—No sé si algo me ha tocado la cabeza o lo he soñado.

—No, ha sido una pesadilla.

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba despierto, lo habría visto. De todas formas lo voy a comprobar.

Me dije que por fin podría resarcirme. Me levanté de la cama y crucé la habitación.

—Víctor, no vayas, no hay nadie.

—¿Cómo lo sabes?

—Creo que has sido tú, llevas unas noches hablando sin parar y haciendo aspavientos.

Aun así, abrí la puerta, pero no llegué a pasar del umbral, por lo menos de inmediato, puesto que la fotografía enmarcada, la que había tirado a la basura, me esperaba sobre el parqué. La atrapé con furia y recorrí el apartamento. Encontré una única novedad: el cerrojo descorrido.

En un arranque de cólera fui al fregadero y le apliqué a la foto la llama del mechero. El fuego se fue tragando la sonrisa burlona de mi padre poco a poco. El aroma a plástico quemado llenó cada rincón de la cocina.

La siguiente noche, además del cerrojo, aseguré la puerta con mis llaves, dejándolas insertadas en la cerradura. Luego me senté en el recibidor, agarrado a un martillo. Pensé en mi hijo, en lo extraño que sería estrecharle entre los brazos. Pensé y pensé, en el trance de los últimos días, en el ladrón que no nos había robado y en la fotografía que viajaba sola. Y así, reflexionando acerca del intruso, me dormí.

Un ruido me despertó, me levanté con urgencia y el martillo se me cayó sobre un pie. Lo recogí y al incorporarme el corazón rebotó en mi pecho, pues la puerta de entrada estaba entornada. Me interné por el pasillo preguntándome cómo habrían manipulado la cerradura sin que lo hubiera advertido, y más con las llaves insertadas.

Las puertas, abiertas de par en par, me permitían repasar las habitaciones de un vistazo. Pero la oscuridad, y por qué no decirlo, también el miedo, transformaban los contornos de los muebles en la sombra humanoide. Cualquier objeto con un volumen o altura semejantes al de una persona se convertían en un fantasma. Deseché casi de inmediato la posibilidad de que la lámpara de pie, la guitarra apoyada sobre el respaldo del sillón o la tabla de planchar tuvieran que ver con mi padre.

Un nuevo chascar, metálico, procedente de la estancia más próxima, la cocina, originó que una corriente gélida, como un latigazo repentino, me recorriera los costados.

Poseído por la ira empujé la puerta de madera y vidrio. Grité y alcé el martillo y lo bajé con furia. Me topé con algo duro que crujió. Algo se desplomó sobre el suelo. Entré en un estado de frenesí en el que los músculos me temblaron. No sé cómo retrocedí hasta la puerta, donde presioné el interruptor.

Extrañamente, la presencia, tumbada bocarriba junto al frigorífico, vestía un pijama rosa. Las puntas de sus dedos estaban hundidas en un sándwich de mortadela. Junto a su cabeza crecía un charco rojo. Sus ojos bailaban en varias direcciones, como si su dueña intentase comprender qué era lo que había sucedido. Se fueron calmando muy lentamente, hasta paralizarse.

Antes de que la tormenta me engullese, distinguí un agrio aroma a plástico quemado. Hoy, pensándolo con frialdad, puedo afirmar que aquella reminiscencia de los efluvios de la foto consumida por la llama de mi mechero, y que subyació del alicatado, podría catalogarse como la última burla de mi padre, al menos hasta el momento.

Se me resbaló el martillo de la mano y, de seguido, se me doblaron las rodillas, para después hincarlas en el suelo. En un arrebato, di cabezazos contra las baldosas, me revolqué y mi cuerpo se convulsionó. Sollocé largo rato.

Muy despacio, con movimientos apáticos, gimoteando como un niño perdido, me levanté de la helada superficie. Tan pronto como me puse en pie, noté que algo se clavaba en mi ingle. Bajé la mirada con desidia y descubrí un pequeño bulto en el bolsillo. Metí la mano y lo saqué.

Todavía hoy desconozco cómo llegó a mi pantalón dicho objeto, pero lo cierto es que, sobre la palma de mi mano, temblaban las llaves que horas antes había dejado insertadas en la cerradura de la puerta de entrada.



miércoles, 5 de enero de 2022

EL QUE VELA POR NOSOTROS



—¡Despierta, Ken!

Sobresaltado por los gritos de mi novia, me incorporé sobre la cama.

Una masa viscosa y marrón, casi negra, se colaba por la puerta del dormitorio y se aproximaba con lentitud hacia nosotros. Ocupó la mitad de la habitación con mucha rapidez. Cubrió cada esquina. Desprendía vapores y un aroma dulzón. Me lancé hacia la ventana, pero era falsa y, evidentemente, no pude abrirla.

El techo comenzó a estremecerse, y luego a deformarse por el peso de algo monumental. Se desvencijó por un extremo y la misma materia pegajosa resbaló al interior. Se descolgó en hilos dúctiles y cayó de golpe. Si ya de por sí el clima era cálido, la masa convirtió el ambiente en achicharrante.

Mi novia y yo gritamos cuando unos dedos monstruosos, de uñas mordidas, entraron por la puerta. Se movían de un lado a otro, se impregnaron con la masa y se retiraron. Al poco regresaron humedecidos, y repitieron la operación.

—¡Mierda!, no se ha salvado ni una onza —dijo, para nuestro asombro, una voz descomunal, omnipotente, desde el exterior de la casa.



ENGENDRADO EN UNA PROBETA

 



Pasados unos años de tu nacimiento le morderás en la garganta a tu padre. Tu boca se convertirá en un cepo dentado y le arrancará la arteria carótida, que le colgará y salpicará como una manguera descontrolada. El sabor a nicotina de la sangre se arraigará en tus papilas gustativas y tus neuronas te exigirán más y más sangre. Sangre llamando a más sangre, una rabiosa adicción que solo se calmará cuando te sacies con más fumadores.

Ahora que sabes lo que ocurrirá, trata de no ponerte nervioso en la barriga de tu mamá cada vez que un insensato fume en tu presencia.




martes, 4 de enero de 2022

UN PATATÍN PAL KILO

 

Primer premio en el XIII Concurso de Narrativa Corta de El Pinós

 


En la recepción, como en el ascensor, como recorriendo los pasillos del hospital, Lucas aspiró y exhaló todo el oxígeno que fue capaz, pues tenía la creencia de que esto calmaba los nervios. Detenido ante la habitación donde su cuñada se recuperaba de su segundo parto, el estómago le crujió. Al tiempo, percibió un murmullo festivo proveniente del otro lado de la puerta del que destacaba la voz de Anselmo, su hermano mayor. Lucas suspiró una vez más y abrió.

Un resplandor amarillo procedente del ventanal llenaba la habitación. Las cabezas se volvieron hacia él, las bocas callaron y los rostros se apagaron. Entre los muchos visitantes se hallaban sus padres, al verle, sus miradas desprendieron cierta decepción. Su cuñada, tumbada en la cama, se ladeó, dándole la espalda. Carlitos, su sobrino, fue el único que le saludó, abrazándose a su cintura.

—Hola, tío, le están haciendo unos análisis a mi hermanita.

—A quién tenemos aquí, a la mismísima oveja negra —le espetó su hermano Anselmo.

—Enhorabuena. ¿La niña está bien? —le preguntó Lucas.

—Pues sí, los análisis son rutinarios, está en neonatos —contestó Anselmo, que de un momento a otro cambió de tema y se dirigió al resto de familiares—. ¿Sabéis cuál es la última de este? Resulta que se fue a celebrar…

—¿Ya empiezas? —se quejó Lucas.

—Si no te faltase un patatín pal kilo no tendría que decir nada —le asestó, golpeándose repetidas veces la sien con la punta de un dedo—. La cosa es que se fue a un antro que…

Lucas llevaba desde la adolescencia escuchando que le faltaba un patatín pal kilo, en concreto, desde que se besuqueara con María Teresa, una compañera de la clase de Anselmo. Casualmente, fue él quien los pescó en los aseos del instituto. A raíz de este incidente, Anselmo le vigiló una temporada. De este modo se enteró de que hacía novillos para ir al salón de juegos, de que fumaba cigarrillos detrás del frontón, o de que se masturbaba en el cuarto de baño susurrando el nombre de María Teresa hasta el cuarto apellido.

Pero Anselmo no solo se limitaba a dar todo tipo de detalles a sus padres, en cada reunión familiar, ya fuese una boda, una comunión o un cumpleaños, hacía lo propio delante de sus tíos, primos y hasta abuelos. Por si fuera poco, exageraba los chismes y los transformaba en algo más serio: si Lucas no acudía al instituto, Anselmo aseguraba que paseaba de taberna en taberna para beberse las sobras de los botellines de cerveza que los clientes abandonaban sobre las mesas de las terrazas; en cuanto a los cigarrillos que fumaba, el hermano mayor los sustituía en sus falsos relatos por canutos; y no es que el pieza de su hermanito se dedicara solo a masturbase recitando el nombre completo de María Teresa, sino que, según Anselmo, había hecho un agujero en la pared del cuarto de baño para espiar a la vecina. «Lucas, te falta un patatín pal kilo», comenzó a decir desde entonces, y la maldita expresión se extendió con rapidez, como el olor a estiércol.

—…creerme, ocurrió tal y como lo he contado, manipuló la cerradura de un coche y durmió la mona dentro.

Lógicamente, ante esta afirmación, Lucas trató de defenderse.

—No es cierto, el coche era de Jaime, el hijo de los Herráez, los del perro lobo que ladra afónico, él me prestó la llave.

—¿Quién, el chucho? —respondió Anselmo.

—Por mucho que cuentes mentiras jamás se harán realidad.

—Hombre, claro, ahora soy yo el que miente. Anda, Carlitos, toma —dijo Anselmo, tendiéndole unas monedas a su hijo—, tráeme un sándwich vegetal sin atún.

—Ya te lo traigo yo, que voy a neonatos a ver a mi sobrina. Porque es mi sobrina, por mucho que te pese —le interrumpió Lucas.

Anselmo le miró con desconfianza, con todo, le entregó las monedas.

—Acuérdate, sin atún.

—Tranquilo, hermano, si no te fías de mí puedes comprobar los ingredientes en la etiqueta.

En el pasillo, Lucas advirtió que Anselmo jamás cesaría, al parecer, la fama que le había creado le resultaba insuficiente. «Un patatín pal kilo, un patatín pal kilo», se repitió, fustigándose. Un repentino abatimiento cayó sobre él al detenerse ante la máquina expendedora y apoyó las palmas de las manos en el gélido cristal que resguardaba los alimentos.

—¿Por qué me odia?, ¿por qué?

Sus manos fueron convirtiéndose en puños. En un impulso de rabia, introdujo las monedas y extrajo un sándwich vegetal y luego otro con los mismos ingredientes, pero, además, con atún. Después, con mucho tiento, despegó las etiquetas. Una vez hubo conseguido su propósito, volvió a adherir cada una en el envase contrario.

Recorriendo el pasillo, estimó que como venganza era ridícula, que Anselmo se merecía un castigo de mayor calibre por todo el daño causado. Era obvio que, si a los treinta y tres años su hermano continuaba pregonando lo del patatín pal kilo, lo haría por siempre. ¿Acaso no lo hacía sin ninguna justificación desde aquella lejana mañana en la que le pescó con María Teresa? Lucas resolvió que le devolvería las burlas y las mentiras, aunque no supiese de qué manera. Esta determinación penetró en su conciencia al mismo tiempo que alcanzaba la sala de neonatos.

Abrió la puerta y se encontró con dos hileras de incubadoras situadas una a cada costado de la estancia. Cerca de la entrada, una enfermera atendía a dos criaturas que reposaban sobre unas cunas-cama.

—Disculpe, me gustaría ver a mi sobrina, si me hiciera el favor…

—¿Habitación? —preguntó la sanitaria con aire resignado.

—145.

—Es una de estas dos —dijo, señalando a los bebés.

La enfermera examinó las pulseras identificativas prendidas de los tobillos de los bebés y le indicó de cuál se trataba. El tío le hizo monerías a su sobrina con la mano que no sujetaba los sándwiches y le preguntó a la sanitaria si no le parecía la criatura más hermosa y si conocía un angelito semejante entre toda la humanidad. La mujer tardó poco en marcharse y afanarse en la otra punta de la sala.

Las niñas estaban cubiertas con mantitas y portaban idénticos gorritos de algodón. Lucas se fijó en las pulseras que rodeaban los tobillos de miniatura, estaban flojas. Esto originó que se le ocurriese una idea surgida de esa parte perversa que, como ser humano, también él poseía. Como iba en su carácter, luchó por expulsarla antes de que se arraigase, pero, cómo no, en su mente apareció el hiriente mantra que su hermano le había endilgado: «Te falta un patatín pal kilo, un patatín pal kilo»; lo que terminó por superarle.

Ya en el pasillo, se cercioró de que las etiquetas de los sándwiches se mantuvieran planas sobre el plástico y se enfiló hacia la habitación. Una vez dentro, le entregó a Anselmo el sándwich que contenía atún. Este comprobó, disimuladamente, que el envase estaba sellado. Una nube ocultó el radiante sol de verano que se colaba por el ventanal, ensombreciendo la estancia.

—¿Habías visto alguna vez unos ojos grises como los de mi hermanita? —le preguntó Carlitos a su tío Lucas.

—Ah, pues… la verdad es que no.

—Mamá dice que son como la ceniza.

Ahora que Lucas se había serenado, se dio cuenta de lo que le había llevado a cometer la ira, no en vano, se arrepintió, y de inmediato se lanzó hacia la puerta para corregir su, este sí, despropósito. Pero entró la enfermera con su supuesta sobrina en brazos. La sanitaria le entregó el bebé a la madre, que, como es lógico, lo exhibió.

—¿Pues no tenía los ojos grises?, si son amarronados —dijo la suegra.

Todos los integrantes de la familia, salvo Lucas, clavaron la mirada en la enfermera, exigiendo una explicación. Esta aseguró que era imposible que se tratase del bebé de otra paciente, aun así, verificó la pulsera identificativa.

—A los recién nacidos les suele cambiar el color del iris en los primeros meses, pero nunca lo había visto con tanta rapidez, esto es muy extraño —dijo la sanitaria.

A lo largo de las sienes de Lucas se deslizaron gotas densas. El estómago le crepitó. Uno de sus pies taconeaba con frenesí. Intentó esconderse detrás de su padre.

La enfermera frunció el ceño y sus pupilas resplandecieron, como si en su cerebro acabase de aparecer una idea. Al punto, repasó de uno en uno a los asistentes. Se detuvo en el que cerraba los ojos con fuerza y se tapaba a medias con la espalda de otro. La sanitaria comenzó a alzar el brazo con el índice estirado en dirección a Lucas, pero el sonido gutural de una arcada interrumpió el gesto.

—Será posible, esto tiene atún —clamó Anselmo, dirigiéndose hacia la enfermera y mostrándole el sándwich como si ella fuese la responsable.

—Oiga, caballero, que yo no tengo la culpa, quéjese a quien corresponda. Ya está bien, lo que tiene una que aguantar.

En un arrebato, se dio la vuelta y se marchó.

El bebé sonrió, enterneciendo a la familia, que se reunió en torno a él y lo acogió amorosamente. Lucas se mordisqueó las uñas con ansia y miró de la criatura a la puerta y de la puerta a la criatura, así una y otra vez, surgiendo en su conciencia un dilema, a la par, se dibujó en su imaginación, como un neón luminoso, la expresión de marras.

lunes, 3 de enero de 2022

EL ÚLTIMO WESTERN

 

Finalista en el XIV Certamen Literario El Vedat




Los tres pistoleros se habían distribuido a lo largo del polvoriento andén fabricado con tablas. Cada secuaz a un lado, y el cabecilla, vestido con una voluminosa gabardina que parecía que la hubiese arrastrado durante kilómetros por el desierto, en el centro. Bajo un sol matador que humedecía sus rostros desapacibles, tamborileando con sus sucios dedos sobre las cartucheras de cuero, habían observado con desconfianza la máquina humeante de hierro y madera recién detenida. Pero a la vista de que del tren no había descendido nadie y que, además, surgió una pitada que anunciaba su partida, se reunieron y se dispusieron a marcharse. Tan pronto como la máquina reanudó el viaje y los pistoleros se volvieron hacia sus caballos, la melodía de una harmónica destacó por encima del fragor mecánico de la locomotora. La musiquilla causó que el trío se frenara en seco, se girara muy despacio y encarase a la silueta que apareció al otro lado de los raíles según el tren avanzaba. No bien hubo quedado claro que en breve desenfundarían los revólveres, la imagen desapareció de la pantalla.

La oscuridad y el silencio se apoderaron de los presentes. Pasado el lapso de desconcierto, prorrumpieron los silbidos, primero con timidez y luego abrumadoramente. Las quejas se sumaron en forma de griterío, exigiendo que prosiguiese la película. En vez de esto, los focos del techo iluminaron la sala de cine.

El filme se había interrumpido al poco de empezar sin que ninguno supiésemos que jamás se reanudaría, sin que ninguno supiésemos que la última sesión en el Orión, el cine de mi barrio, sería la de aquel sábado. Esto ni siquiera lo conocían los organizadores, que no eran otros que los integrantes de la asociación de vecinos, entre ellos, mi madre Adela. Hasta entonces, cada sábado en sesión vespertina, se habían proyectado películas destinadas a los más jóvenes. Ni mucho menos eran cintas recientes, como Hasta que llegó su hora, aquel spaghetti western, pero a cambio de unas pocas pesetas, nos regalaban una píldora de magia, una píldora de séptimo arte. Al poco, Adela y uno de sus compañeros recorrieron el pasillo central anunciando que estaban intentando arreglar el problema, que nos calmáramos.

Como de costumbre, junto con mi amigo Jonás, que estaba saliendo de una cistitis, había hecho acopio de chucherías varias, y con la pausa involuntaria, nos dedicábamos a degustar las golosinas. Nada que ver con algunos de los muchachos de más edad, que continuaban introduciéndose los dedos en la boca y chiflando hasta teñirse los mofletes de rojo.

De pronto, los focos disminuyeron la intensidad, y en penumbra, un haz azul atravesó la sala desde la parte trasera hasta la pantalla, mostrando las partículas de polvo que flotaban sobre nuestras cabezas. Los silbidos y las quejas cesaron, y en la gigantesca tela rectangular se reprodujo una cuenta atrás que la mayoría coreamos a viva voz: «Cinco… cuatro… tres… dos…».

Una vez más, la pantalla se fundió sin permitir que finalizásemos la cuenta atrás, propiciando que la protesta se incrementase en sonoridad respecto a la anterior. Aparte de chiflidos y exigencias, muchos de los chavales zapatearon contra el suelo, produciendo un ruido tan tremendo, que bien se podría asemejar al de la locomotora de la película.

Hasta donde recuerdo, la superficie del Orión era totalmente plana, sin inclinación, si un niño enjuto como era yo por entonces, se sentaba en las últimas filas, era más que probable que no viese la mitad de la pantalla. Pero, para eso, entre otras funciones, estaban mi madre y sus compañeros, para organizar.

Las butacas eran de plástico, unidas a una estructura metálica anclada al suelo. Eran endebles, a nada que un niño inquieto se balancease contra el respaldo, originaba que todo el que estuviese sentado en su misma fila se meciese al son de los impulsos. Como es evidente, los asientos estaban sujetos con tornillos, pero, además, contaban con unos refuerzos de plástico del tamaño de un paquete de tabaco que se podían deslizar por las guías metálicas y desencajarlos con facilidad. De aquí que se fueran a convertir, esa tarde, en protagonistas. Como aperitivo, algunos adolescentes, a espaldas de Adela y del otro integrante de la asociación de vecinos, se los pasaron como si fuesen pelotas de béisbol. Este comportamiento no era nuevo, pues solía darse de vez en cuando, con lo que los adultos también tenían que ocuparse de controlar a los agitadores.

Unos minutos después, la iluminación continuaba apagada. Jonás, que regresaba de los aseos de su tercera micción consecutiva, me llamó la atención para que me fijara en el techo. El proyector permanecía activado, disparando su rayo azul, delatando algún que otro vuelo de estos apliques de plástico. Los de mayor edad comenzaban a desesperarse, y contra más tiempo transcurría sin que retornase la película, más refuerzos sobrevolaban la sala, algunos aterrizando en el suelo, pero muchos otros golpeando cabezas y caras.

Entre los alborotadores había tres en especial que se empleaban despiadadamente. Se trataban del Chincheta y sus secuaces, el Tanque y el Pico, motes por los que se hacían llamar; unos adolescentes que día sí y día también abusaban de los más débiles. Estos tres no se conformaban con lanzar los refuerzos de plástico hacia el techo para que dibujaran parábolas entre el fondo oscuro y la irradiación azulada como hacía la mayoría, sino que se esforzaban por utilizar las testas de los más incautos como dianas.

Esto derivó en un bombardeo de todos contra todos que se prolongó durante varios minutos. Adela y sus compañeros encendieron las luces e intentaron contener la batalla. Los más pequeños nos protegíamos como podíamos y algunos berreaban asustados. Ni que decir tiene que la sesión se suspendió. Si ya de por sí, la escaramuza era razón suficiente, más tarde me enteré de que el cinematógrafo se había averiado.

Pero la auténtica pesadilla estaba aún por llegar, al menos para mi madre y para mí. En la asociación de vecinos tenían la costumbre de rotar los puestos cada fin de semana, y en esta ocasión, la encargada de la taquilla había sido mi progenitora. Así pues, cuando recorríamos las calles para regresar a casa, un grupo de adolescentes encabezados por el Chincheta, el Pico y el Tanque, tal vez creyendo que llevábamos la recaudación encima, nos exigieron que, ya que no emitían la película, les devolviéramos el dinero que habían pagado. Mi madre adujo que no podía tomar semejante decisión por sí sola. Esto no pareció importarles, puesto que, como medida de presión, comenzaron a perseguirnos.

Tengo grabado en la memoria, como uno de esos acontecimientos trascendentales de mi vida, la imagen de una tropa formada por quince o veinte muchachos que, o bien aparecía por detrás, o bien rodeaba un edificio para sorprendernos de frente o, incluso, correteaba y daba saltos a nuestro alrededor. Por añadidura, los adolescentes nos acusaban de ladrones, le informaban a su modo a todo transeúnte que se cruzaba con el espectáculo y, por si fuera poco, nos arrojaban improperios. Me quise interponer varias veces entre ellos y mi madre, con la intención de encararme con el Chincheta y sus secuaces, pero Adela me retuvo a su espalda. Verdad es que la pobre estuvo llorando el resto de la tarde, acurrucada en la cama. No fui capaz con mis caricias y monerías de levantarle el ánimo.

Para colmo de males, muchos de los padres de los niños que habían asistido aquel sábado al Orión se quejaron y demandaron, por poca cantidad que fuese, lo desembolsado por sus hijos. Sea como fuere, no les faltaba razón para solicitar el pago de la entrada, con lo que la asociación de vecinos, hartos de soportar cada fin de semana los tumultos de los más rebeldes, decidió que, en vez de reparar el proyector y las butacas con la última recaudación, se devolvería, aunque, como consecuencia, hubiese que cerrar el Orión. De este modo, todos quedaron complacidos.

En cuanto a mí, a la mañana siguiente, en el recreo, el Tanque metió mi cazadora en la taza del váter. El martes, sus compinches me quitaron las monedas que tenía para telefonear a Adela por si se daba alguna urgencia. El miércoles me arrinconaron en un callejón cuando volvía a casa y me propinaron bofetadas hasta que me obligaron a arrodillarme y a pedirles perdón porque mi madre les había robado. No contentos con sus vilezas, me amenazaron si las desvelaba. A decir verdad, no les hacía falta avisarme de lo que me podría suceder si lo contaba, porque había optado por silenciarme por mí mismo. Y es que las lágrimas de Adela me habían penetrado en la conciencia de tal forma, que hubiese resistido cualquier maltrato con tal de que no derramara más.

El jueves me hice el enfermo y falté a clase. El viernes, como don Gregorio, el médico que venía a casa, insinuó que me había tomado una jornada de vacaciones por mi propia voluntad, regresé a la escuela. En el recreo, acompañado de Jonás, procuré esconderme, aun así, el trío de abusadores me localizó a la entrada del aula. En un arrebato, les propuse que peleáramos por la tarde, aprovechando que no había horas lectivas. Nos citamos en la zona accesible de la vía del tren y se marcharon entre carcajadas, chocando sus sucias manos. Como era de esperar, Jonás me ofreció su apoyo, pero lo rechacé, debía hacerlo por mí mismo. Eso sí, le pedí su orina.

Llegada la hora, me adentré con determinación por el camino de tierra que me llevaría hasta la vía. Estaba dispuesto a vengarme de sus ultrajes, sobre todo, de las lágrimas que le habían arrancado a Adela y, ya puesto, hasta de que nos hubiesen arrebatado aquellos sábados mágicos.

En las inmediaciones de los raíles no había construcciones, como tampoco había personas que pudieran preocuparse por un niño temerario como era yo, sólo existían árboles y vegetación. Escuché risotadas provenientes de algún lugar no muy lejano, y unos pasos más allá percibí olor a humo de tabaco. Las manos se me habían humedecido y me temblaban. La bolsa de supermercado que portaba se me resbalaba de entre los dedos cada dos por tres. Una vez hube atravesado el sendero, me topé con el Chincheta, el Tanque y el Pico, que me esperaban al otro lado de los raíles. En cuanto me vieron, se miraron entre ellos con cierto asombro. El Chincheta frunció el entrecejo y lanzó con vehemencia los restos de un cigarrillo hacia un matojo, como si desease que se prendiera.

—Eres un renacuajo muy valiente —dijo, cruzó la vía y me asestó un puñetazo en el estómago que provocó que me doblara sobre la grava que cobijaba los raíles—. Porque me das pena, si no…, mierdaniño. Vámonos.

El Pico me arrancó la bolsa de la mano y se internaron por el camino. Entre la punzada que me abrasaba el vientre y las piedras hincándose en mis rodillas, pude distinguir sus voces.

Demasié, tíos, un bocata y una litrona fresquita, el canijo ya me cae dabuti.

Mierdaniño, anda que se cuida mal, pasa la birra.

Antes de que se alejaran demasiado, escuché sus carcajadas. Satisfecho, me incorporé sujetándome el abdomen y bordeé la vía hasta encontrar el siguiente acceso que me devolviera al barrio.