1
Los fisgones
Con unos periódicos sobre la cabeza, corriendo, llegó
Biel hasta la entrada de la librería, sacudió los diarios, se limpió las suelas
de los zapatos en el felpudo y se internó con decisión. El hilo musical emitía
un suave y dulce sonido de violines compuesto por Shostakóvich.
—Buenos días, Acosta —me dijo alzando la voz, después
vino hacia mí.
—Bueno, de días nada, que yo ya he comido —me quejé
desde el mostrador.
—Anoche estuve documentándome para la novela hasta las
tantas, eso es. Pero qué digo, ¿no soy yo el que paga?
—Por supuesto, jefe. Esta mañana ha venido el gerente
de la distribuidora, me ha dicho que os teníais que ver hoy.
—Vaya por Dios. —Se echó una mano a la frente—. Se me
ha olvidado por completo. ¿Qué le has dicho? —me preguntó arrugando el ceño.
—La verdad.
Dejó los periódicos sobre el mostrador y cruzó los
brazos.
—Acostaaa.
—Te han llamado del hospital, tienes un hermano
imaginario ingresado.
Suavizó la mueca y me regaló una mirada sesgada.
—Gracias, aunque no estoy obligado a dártelas, también
te pago para estos contratiempos —soltó el muy caradura.
Su tardanza a la hora de acudir a la librería actuó
como mecha incendiaria, siempre recurría a la excusa de la novela inacabable.
La teoría que yo manejaba concerniente a sus constantes retrasos comprendía a
su afición por los pubs nocturnos, además de a sus instantáneos amoríos.
Salvando unos pocos e insignificantes actos de descaro
que me solía permitir, nuestra relación empleado-jefe había evolucionado hacia
el apego. Tras el efímero conato inofensivo, nos apaciguamos, como dos púgiles
honrados cuando la campana anuncia la conclusión de un asalto.
—¿Has leído la noticia de portada de los periódicos?
—me consultó.
—La librería no me ha dejado tiempo para noticias
—respondí intentando generarle culpabilidad, aun a sabiendas de que lo hacía en
vano.
Poseíamos similares gustos en cuanto al misterio y a
los enigmas sombríos, así que cuando desplegó uno de los periódicos salpicados
de goterones, enseguida atrajo mi atención. Pospuse para más tarde mi próxima
labor, la de colocar en los caballetes los lienzos de artistas noveles que
exhibiríamos esa semana.
—Aquí dicen que un famoso empresario madrileño ha
muerto asesinado en su casa, eso es. ¿Te suena? —Señaló en el periódico a un
hombre trajeado y henchido de satisfacción que posaba junto al Rey.
Planté mi vista a centímetros del papel.
—No, estoy perdido.
—Mira lo que pone aquí: «En la noche de ayer,
efectivos policiales encontraron a Herminio Santos, propietario del Fútbol Club
Ramagosa, degollado en su casa. Debido a la transcendencia de la víctima, las
autoridades emitirán un comunicado en breve».
—Ahora caigo, éste es el dueño de los hoteles
Partemia. Hace unos años compró el Ramagosa, un club de fútbol de barrio. Desde
entonces, ha ascendido varias categorías hasta alcanzar la élite.
—No te tenía por un sabio del fútbol, cada día me
sorprendes con una nueva… facultad —dijo con media sonrisa en los labios.
—Y no lo soy, pero la hermana de Chavela nos
encasqueta a los niños de vez en cuando. El pequeño se nos ha hecho del
Ramagosa y los dos mayores no paran de chincharle.
—Es insólito que a alguien tan afamado lo maten con
esa brutalidad.
—Sí, ¿quién lo puede haber ejecutado?, no es propio de
la mafia.
—Eso es, si así fuese habrían actuado con sutileza,
enmascarándolo en un accidente o en una sobredosis, vamos, lo típico. Aunque
tampoco somos unos expertos.
—No se me ocurre cuál puede ser la causa. ¿No crees que
sería una apertura interesante para una novela?
El timbre del teléfono nos sobrecogió por un instante.
Cuando contesté al teléfono y el gerente de la distribuidora volvió a preguntar
por él, me vi obligado a mentir; recibí las indicaciones oportunas mediante las
señas provenientes del desvergonzado irresponsable para el que me empleaba.
Colgué el aparato. Decidido a quejarme, su actitud suscitó que me reprimiera,
pues estaba volcado sobre el mostrador leyendo en el segundo periódico.
—¿Qué pasa?, ¿has visto algo interesante?, ¿qué has
descubierto? Venga, suéltalo —le exigí saliendo del mostrador y situándome a su
vera.
—Nada, nada, tranquilo, ¿acaso me llamo Sherlock o
Hércules? El redactor de la noticia es Pedro, un compañero que tuve cuando
trabajé en la revista.
—Qué coincidencia, ¿mantenéis la relación? Lo digo
porque puede que comparta los detalles.
Su mirada cómplice me recordó a un par de marujas
metiéndose donde no las concernía.
—Escasa —dijo rastreando en la agenda del teléfono
móvil—, pero si supieses las juergas que nos corríamos…
De improviso, vociferando con escándalo, entraron
Carmen y Lola, dos vecinas. La primera, dueña de la ferretería que regentaba
unos números más arriba en la misma calle, la segunda su inseparable amiga. En
semanas precedentes, Lola había intentado seducir a Biel en vano, incluso le
propuso una cita. Él, valiéndose de su experiencia, supo liberarse de dicho
compromiso. Desde entonces, cada vez que se presentaban, salía a la fuga de un
modo u otro. Aquella tarde se daba un caso de aquellos.
Las dos amigas se adentraron entre bulliciosas
expresiones de alivio por haberse escabullido de las precipitaciones. Biel, que
buscaba en la agenda del móvil el número de su amigo el periodista, levantó la
vista con cierta alarma. Antes de que Lola y Carmen pronunciaran al mismo
tiempo «buenos tardes, parejita», el librero se colocó el teléfono en el oído y
habló con alguien imaginario. Le otorgó una entonación de entidad al supuesto
coloquio. Después, con urgencia, atrapó los periódicos, con un golpe seco de
muñeca los plegó y los recogió debajo de la axila, y sólo como los mejores
jugadores de mus saben entenderse, con penetrante mirada y leve pestañeo, me
indicó que le siguiera el juego.
—Acosta, atiende a las señoritas, la comunicación con
el concejal del Gabinete de Cultura se va a prolongar.
Sonrió con amabilidad y huyó hacia el despacho. Lola
alzó las cejas en dirección a Carmen en un gesto de admiración. Cinco minutos
después de su entrada, aprovechando que otros clientes hacían la suya, se
fueron sin comprar. Eso sí, dejaron un cargado olor a perfume y maquillaje que
desentonaba con la hora y el lugar.
Comenzaron a acudir los clientes, como todas las
tardes, había llegado la fase en la que no me podía mover del punto de venta.
Ese lunes entró más gente de lo acostumbrado, siempre ocurría con el clima
adverso. Biel se había refugiado en el despacho, no tardaría en salir, teníamos
un dispositivo sonoro conectado al umbral que avisaba cada vez que se
traspasaba. Según guiaba a un joven hacia la sección de libros de autoayuda, la
puerta del despacho se entornó para asomar un ojo que vigiló la planta
inferior. Definitivamente, Biel se dignó a abordar su responsabilidad, ya era
hora, ¡a las tres y pico de la tarde!
Me comentó que había leído el suceso completo en ambos
periódicos y que los dos desvelaban idéntica información. En realidad, lo que
me incumbió de lo que hizo en su guarida, fue la llamada que realizó a Pedro,
su antiguo camarada de trabajo y juergas.
Después de que éste se hiciese de rogar, no sin antes
conseguir que Biel se comprometiera para resucitar los viejos tiempos una noche
cercana, le contó que tras publicar la noticia del presidente del Fútbol Club
Ramagosa asesinado, había obtenido a través de un confidente de la comisaría un
valioso dato que divulgarían al día siguiente: a Herminio Santos, que había
sido degollado como ya sabíamos, le habían clavado un estilete de oro en la
nuca. Además, le comunicó otra peculiaridad que no publicarían de momento por
mandato de las autoridades: la empuñadura lucía una calavera atravesada por una
daga.
Dialogamos un tiempo que se dilató más de lo esperado.
Combinamos la conversación con la atención que se merecían nuestros clientes.
El resultado fue una conclusión simple pero rotunda: el presidente del Ramagosa
se relacionaba con el mundo del hampa. Transcurrieron las horas, conjeturamos
con los múltiples supuestos, hasta que Biel optó por indagar en Internet sobre
la calavera y la daga grabadas en el arma del crimen.
Entre unas cosas y otras, llegaron las ocho y di por
finalizada mi jornada. Me dirigí al despacho donde mi jefe permanecía desde las
siete y di unos leves golpes en la puerta con la intención de despedirme. Su
voz sonó ausente, me figuré que estaría enfrascado en la máquina que todo lo
sabe.
—¿Hay algo nuevo? —pregunté.
—Escarbo en Internet, pero no aparece por ningún lado
qué demonios pueden significar la calavera y la daga del estilete —anunció
absorto.
—Opino que un tallado tan burdo no es característico
de la mafia, tal vez de una banda callejera.
—Claro, Acosta, claro, una banda callejera que fabrica
estiletes de oro. Qué absurdo.
—Bueno, bueno, que sólo quiero ayudar.
—Pues no lo parece.
—Serás desagradecido… He recogido y cerrado la caja,
acuérdate que mañana viene el gerente de la distribuidora.
Como en tantas ocasiones a lo largo de los últimos
siete años, cerré la puerta de salida con llave y, tras bajarla, dejé la verja
a unos centímetros del suelo. Reprimiendo el deseo de hacer del establecimiento
una prisión, me introduje raudo por la parada de metro para llegar cuanto antes
a mi casa, sentía fervientes ganas por compartir la noche con Chavela, mi
novia. En el interior de la librería Monteagudo, su dueño, tras varias horas y
cafés, gracias a la información en exclusiva que Pedro, el periodista, le había
proporcionado acerca del apuñalamiento en la nuca y del extraño tallado del
estilete, detectaría un hecho vital para la investigación.
2
La conocida de la comisaría
Una nueva jornada laboral nacía en la mañana del
martes, salí de las profundidades de la urbe por la boca del metro y el sol me
deslumbró con saña, por lo que mi galbana se acrecentó. El día anterior había
descendido con precipitación por el mismo acceso para beneficiarme al máximo
del periodo de ocio, trece horas después, la actitud era la contraria. Según
sorteaba torpemente peatones que venían ávidos en contra de mi dirección, me
fijé que la verja de la librería estaba alzada medio metro. Faltaban quince
minutos para las diez, supuse que, por una vez, Biel se me habría adelantado.
Estimulado por la curiosidad, elevé la verja hasta el
tope, cuando mi mirada cayó, deduje que algo no iba bien. A través del cristal
comprobé que las luces permanecían apagadas. La única iluminación era la
claridad que penetraba de la calle por unas ventanas del piso superior. No
sería la primera vez que nos robaban, en la anterior ocasión se llevaron dinero
suelto y algún ejemplar que los cacos consideraron valioso, el estropicio fue
más molesto.
La mano me tembló al tirar del picaporte. Percibí
resistencia, por lo que la opción del robo se desbarató, pues era improbable
que los ladrones cerrasen el establecimiento después de asaltarlo. La
posibilidad que se me ocurrió entonces estaba relacionada con el despiste que
caracterizaba a mi jefe, supuse que se había olvidado de asegurar la verja por
la noche. Aun así, cuando abrí, me deslicé con cautela hasta el cuadro de luces
y advertí que habían activado un interruptor. Sin temor a equivocarme, entendí
lo que allí sucedía cuando vi una fina franja de luz que surgía de debajo de la
puerta del despacho.
Golpeé la puerta con los nudillos y la abrí, creí que
Biel estaría trabajando, pero lo que hallé fue al mismo hombre sentado en el
sillón con medio cuerpo tendido sobre el escritorio. Junto al ordenador y a los
dos periódicos extendidos se erguía una pila de vasos de plástico marrón claro
pertenecientes a la máquina de café. Una décima de segundo después de vocear su
nombre se enderezó sobresaltado. Permaneció sentado, tenía el cabello revuelto
como un matojo tieso, además de unas ligeras sombras debajo de los ojos. Me
miró con los párpados entreabiertos.
—¿Acostaaa?
—Sí, para servirle.
Mi intervención le cambió la cara de alelado. Se frotó
un ojo mientras se situaba y sólo tardó un instante en levantarse de forma
brusca.
—¿Son las diez?, me he dormido —anunció, se enfundó la
americana y se toqueteó los bolsillos.
—Vete a casa a ducharte si lo deseas, me hago cargo,
como de costumbre —dije de buena fe, aunque las tres últimas palabras no pude
reprimirlas.
—No, no, qué va, cené en el bar de la esquina y me
vine a husmear en Internet. Quería dormir un par de horas y a las ocho acudir a
la comisaría.
—¡Qué ha ocurrido!
—Anoche encontré un suceso que puede estar relacionado
con el asesinato de Herminio Santos, eso es. Voy a comunicárselo a la policía
por si no están al tanto.
Mi interés era absoluto, le bombardeé a preguntas.
—¿Sabes quién lo ha matado?
—No, hombre, no.
—¿El motivo?
—Nooo.
—¿Una pista que la policía haya pasado por alto?
—Más o menos.
—¿Tiene que ver con la calavera y la daga grabadas en
la empuñadura del estilete?
—Por Dios, Acosta, ya te lo cuento.
Cinco minutos después, se fue con andares apresurados
hacia la comisaría, con la cara lavada y otro café en la mano.
—¡Vete tranquilo, llamo al gerente de la distribuidora
y pospongo la cita! —le grité desde el otro extremo según salía.
Y es que cuando se involucraba con pasión en un asunto
y se marcaba un objetivo, era muy difícil que desistiera. Tal era su
testarudez, que en una ocasión estuvo tres días investigando en Internet acerca
de las estelas blancas que desprenden algunos aviones en el cielo, convencido
de que esta práctica alteraba el clima y, por supuesto, que era deliberada.
Ya desde la niñez se había asociado a un carácter
husmeador que suscitaba que fuese conflictivo. Como cuando a los nueve años, en
el caserón en el que vivía en una localidad soriana, se le ocurrió subir al
desván con la intención de espiar a su padre desde el interior de un baúl, sin
embargo, lo que consiguió fue quedarse atrapado durante veintidós angustiosas
horas. Esto provocó, aparte del sufrimiento de sus seres queridos, que los
lugareños desplegaran multitudinarias batidas por la localidad y sus
inmediaciones. Ni que decir tiene que su madre, que destacó como pintora, y su
padre, escritor de poesía con una sola publicación, se llevaron el susto de su
vida.
De todas formas, Biel, a sus cuarenta años, combinaba
dos maneras de ser contrarias: una en la que, de repente, le daba por
desconfiar de todo y de todos y se convertía en una especie de detective
aficionado, y otra en la que se centraba en los ligues, en las juergas y en la
novela que, aparentemente estaba escribiendo, y obviaba cualquier
acontecimiento ajeno a él. Incluso solía desaparecer de vez en cuando durante
dos o tres días en los que contrataba a Cantera (personaje del que
hablaré más adelante), y por mucho que se le intentase localizar, no hacía caso
de llamadas ni mensajes.
Transcurrieron las horas en una jornada más laboriosa
para mí de lo acostumbrado, la diferencia consistió en la deserción de la otra
mano de obra, que, a su vez, casualmente, era la del patrón. A las tres, poco
después de comerme un exquisito menú para obreros en un restaurante próximo,
apareció por la puerta de entrada. Me miró desde el otro extremo con la misma
candidez con la que lo haría una niña de seis años, unió las palmas a escasos
centímetros de la cara e imploró perdón, acto seguido se introdujo en el
despacho. Al cuarto de hora tuvo el detalle de abandonar su madriguera.
—Acuérdate que mañana, antes de que abramos, viene
Matilde para hacer la limpieza —comentó tal cual, como si no se hubiese
ausentado en toda la mañana.
Era increíble que no me ofreciese una aclaración.
¿Habría sido capaz de liarse con alguno de sus ligues antes que trabajar en la
librería de su propiedad? Por si acaso, me propuse castigarle con un embuste.
—La distribuidora ha cancelado el contrato —anuncié
con la atención en la calculadora.
Acontecieron los suficientes segundos como para que me
diese una respuesta que no llegó. Advertí de reojo que me miraba con
suspicacia.
—Acosta, Acosta, piensas que he estado de jarana. Me
he pasado por la distribuidora y he conversado con el gerente, de paso he hecho
unos pedidos. También me he reunido con los alumnos de la escuela de arte, hay
más que quieren que expongamos sus lienzos.
Al escucharle, noté una leve calidez, me imaginé con
las mejillas sonrojadas, y no por la mentira que me cazó, sino por haber creído
que me debía una disculpa, en todo caso era yo el que se la adeudaba. Me agaché
detrás del mueble que soportaba la caja registradora, simulé que buscaba en los
cajones.
—¿No quieres saber qué ha pasado en la comisaría? —me
preguntó.
Había pensado con frecuencia en ello, pero con el
enfado se me había pasado. Dejé de revolver papeles y me asomé gradualmente por
encima del mostrador hasta erguirme frente a él.
—Sí…
—¿Se te ha perdido el librillo de gracietas?
—Lo siento, era una broma —me excusé.
—Dejémoslo pasar, pero que no se repita.
Se le instaló una fina mueca burlona en los labios.
—¿Qué tal con la policía? —dije con rapidez para
olvidar el bochornoso suceso cuanto antes.
—Casi me detienen, eso es.
—¿Cómo?
En los siguientes minutos, antes de que regresaran los
clientes, me relató con exactitud su estancia en la Jefatura Superior de la
Policía Nacional en Madrid.
Antes de acceder a la comisaría, pensó que sería muy
fácil localizar al profesional adecuado. Sin embargo, cuando puso los dos pies
en el interior, se quedó paralizado, como si le hubiesen extraído de su hábitat
y todo cuanto contemplaba fuese hostil. Cuando finalmente reaccionó, dedujo que
debía de acercarse al mostrador en el que atendía un agente de uniforme y presentarse.
—De acuerdo, caballero, ¿cuál es su nombre completo?
—preguntó el uniformado, cogió una ficha de un casillero y se dispuso a anotar.
—Gabriel Monteagudo Infantes.
El cuestionario se extendió hasta resultar molesto. El
agente le devolvió el carné de identidad que le había exigido después de
recogerle los mismos datos que Biel le había transmitido oralmente y por
escrito. A continuación, le explicó el motivo de su presencia.
—Pero esto es muy importante —dijo el agente—, tiene
que hablar con los inspectores Matute y Carcelén, ahora mismo les aviso… Mire
por dónde, son esos que bajan por las escaleras. ¡Inspector Matute!
El individuo al que se dirigió abroncaba a su
acompañante. Irritados, se acercaron.
—Te sonríe esa chavalilla y se te deshace el cerebro.
Esas dos ni son inspectoras ni hostias, si están aquí es por esa ley ridícula.
Tenlo claro, Valentín.
—No sé lo que me ha pasado —arguyó el tal Valentín
Carcelén.
—¿Qué ocurre? —preguntó Matute situado ya a la vera de
Biel.
La emisión de un pitido provocó que el agente del
mostrador alzase el teléfono.
—El caballero os solicita —les comunicó, luego se hizo
cargo del receptor.
—¿Y bien?, usted dirá —dijo Matute.
Examinó a Biel con un extenso vistazo de arriba abajo,
le cogió del antebrazo y le condujo hacia la puerta principal. Su compañero
caminaba por detrás. El librero, que había expuesto al uniformado sus
averiguaciones y a cambio había obtenido varios minutos de formularios, se
expresó con más cautela.
—Verá —tanteó midiendo las palabras—, quería denunciar
una…
—¿Denunciar?, nosotros no nos ocupamos de eso, dígale
al agente que es su trabajo —espetó Matute sin pudor, con inmediatez, salió a
la calle.
—Pero…
—Sin peros buen hombre, al agente, al agente —le dijo
el compañero de Matute, sin demora, siguió a éste.
A unos metros, el policía que anteriormente le había
atendido continuaba con la conversación telefónica. La contrariedad duró un
instante, hasta que el inspector Matute retornó.
—Denuncia ha dicho.
—Bueno…
—Venga conmigo, le guiaré hasta la persona que
corresponde.
—No quiero crearle complicaciones a nadie, pero es
urgente —adujo Biel esperanzado por atinar pronto con la autoridad adecuada.
Ascendieron por unas anchas escaleras de mármol con
pasamanos plateados y una iluminación blanca. Su guía tendría unos cincuenta
años, una barriga prominente, una calva brillante y un espeso mostacho canoso
que le ocultaba parte de la boca.
—Las inspectoras Sandemetrio y Pedraza son amables,
atentas y le van a facilitar el proceso, no dude en detallar su problema,
cualquiera que sea.
—¿Sandemetrio ha dicho?
—¿La conoce?
—No, no puede ser, será una coincidencia.
Cruzaron un pasillo pulcro, vacío e igual de luminoso
que las escaleras, hasta llegar a una amplia sala colmada de policías y
actividad. El ruido que producían era de bajo volumen, pero constante, lo
originaban los múltiples diálogos y las charlas telefónicas. Matute se detuvo,
mostraba una sonrisa parcialmente disimulada por el bigote, mueca que le
marcaba unas profundas arrugas en los extremos de los ojos.
—Tengo prisa, ¿ve el despacho del fondo?, la adorable
inspectora que lo capitanea estará encantada de recibirle.
Biel le agradeció las molestias y anduvo con paso
resuelto. Le extrañó que le dijese que debía irse para después aguantar inmóvil
comprobando cómo se aproximaba a la oficina. Mantenía la sonrisa bajo el
mostacho, una simpática expresión que no había variado un ápice desde que se
decidiera a ayudarle. Se olvidó de él y deseó acabar cuanto antes, por su
contenido había pronosticado que tardaría en revelar su hallazgo, pero no que
se prolongara demasiado.
El despacho era acristalado de mitad para arriba y con
paneles ocres la parte baja. Distinguió a dos mujeres que se sentaban cada una
en un escritorio, una enfrente de la otra. La que estaba de cara a la puerta
rondaría la treintena, de largo cabello moreno y blanquecina tez. Según se
aproximaba, Biel dudó de que no fuera aún más joven. Le asombró que una
muchacha fuese inspectora de policía, aunque, tal vez, la amable inspectora a
la que Matute se refería fuese la que se posicionaba de espaldas, la que justo
cuando Biel se ancló delante de la entrada, se volvía de medio lado.
Una contracción interior le sacudió el pecho. El
siguiente paso hubiese sido alzar el puño y golpear el cristal con los
nudillos, por el contrario, se agarrotó. La curioseó atónito, como si se
tratase de un evento enigmático e increíble, y que asumir la visión de ella
fuese más laborioso para su mente que la de admitir la existencia de un
extraterrestre verde con antenas y extremidades viscosas. La situación se
hubiese convertido en ridícula de durar mucho más, pero la joven le indicó a su
colega la presencia de Biel. La más veterana se incorporó del asiento y se
miraron sin recato, con la separación de un cristal. Tras unos segundos, le
abrió.
—Buenos días, dígame.
—Hola, Carla, no sabía que fueses policía.
—Soy inspectora.
—Vaya sorpresa, hace tanto que no te veía que vacilaba
si en verdad eras tú.
—Han pasado muchos años. Pero ¿qué te trae por aquí?
—En el vestíbulo se lo he comentado a un agente, luego
creo que he hablado con el profesional oportuno, pero entre que no he sabido
expresarme y que el hombre tenía prisa me he dejado llevar. El inspector Matute
me ha guiado hasta aquí.
—¿Matute?, pero ¿cuál es la causa de tu visita?
—Le he dicho a ese inspector que era una denuncia,
pero…
—Ahora entiendo que ese listo te haya mandado aquí.
Las denuncias son responsabilidad del agente del vestíbulo, si has hablado con
él debería haberse hecho cargo.
—Eso es lo que quería explicarte, es un suceso
relacionado con el crimen del empresario del fútbol.
—¿Cómo?, ¿Herminio Santos?
—Eso es.
—Siendo así estás en el lugar apropiado —dijo
volviéndose hacia su compañera.
Biel se introdujo con paso inseguro, bien por el
inesperado encuentro con aquella vieja conocida o, acaso, por lo que iba a
revelarle. La inspectora le ofreció el asiento de su propia mesa, luego hizo
las presentaciones, ella permaneció de pie.
—Dinos, ¿qué es eso relacionado con el asesinato de
Santos?
Fijados contra una de las paredes de panel, un armario
y un archivador destacaban como dos robustos guardas de seguridad en el acceso
a una discoteca. Entre estos y los escritorios se colaba un estrecho y corto
pasillo obstruido por la inspectora Sandemetrio. Una ventana en la pared del
fondo, detrás de la inspectora Blanca Pedraza, era suficiente para iluminar el
despacho. Se percibía un ligero olor a humo de tabaco.
—He rebuscado durante toda la noche en Internet la
calavera y la daga grabadas en la empuñadura del estilete con el que mataron a
Santos. Otro ciudadano español murió hace dos meses con el mismo método, con un
puñal idéntico clavado en la nuca, también lo degollaron.
Ellas se miraron, después volvieron sus caras hacia
él.
—¿A qué te dedicas?, ¿cuál es tu trabajo? —preguntó
Carla Sandemetrio.
—Tengo una librería, pero ya le he dado los datos al
agente.
—Ya puedes esclarecer cómo sabes los detalles del arma
del crimen. Además, según tus palabras, sabes, por lo menos desde anoche, que
le hundieron un estilete en la nuca, ese dato lo han publicado esta mañana.
Explícate o vas a tener muchas complicaciones, Gabriel —profirió la inspectora
Sandemetrio, cogió un formulario de una estantería.
—¿Qué es ese documento?, no tendré que rellenar nada
más.
—Es para mí, es un impreso que se debe cumplimentar
con cada detención. Aunque te conozca no pienses que no voy a desempeñar mi
cometido.
—¡Detenerme! —alzó la voz poniéndose en pie.
—Tranquilícese, si nos aclara cómo sabe lo del
estilete no habrá problemas, créame —dijo la otra funcionaria, la más joven.
—Sólo vengo a comunicar lo que he descubierto.
—Eso que nos ha dicho es imposible, todos los cuerpos
de policía del país están informatizados, habrían saltado las alarmas, por así
decirlo —dijo la inspectora Pedraza.
—Ocurrió en la ciudad de Boston, en los Estados
Unidos, si quieren lo pueden comprobar.
La inspectora Sandemetrio, con un asentimiento,
provocó que su compañera se dispusiera a teclear.
—Está bien, no perdemos nada por contrastarlo —dijo
Pedraza con seriedad.
Biel extendió el brazo procurándole a la joven una
hoja de papel de libreta.
—Es la dirección de la web de un periódico local de
Boston, he anotado las instrucciones necesarias.
—Veamos qué es esto.
La joven pulsó las teclas mientras la veterana rellenaba
el impreso de su detención.
—Carla, no hace falta que hagas eso, ahora lo veréis
—dijo Biel.
—Aunque sea cierto lo que dices no te exime como
sospechoso. No comprendo otro motivo por el que un librero sepa las
características del arma con el que mataron a Santos.
—No fastidies, por Dios, no miento, vengo a ayudar. Te
puedo decir dónde me encontraba la noche del asesinato y con quién.
—Eso da igual, puedes ser cómplice, para no detenerte
debes decirme cómo lo sabes.
Biel recapacitó unos segundos, no quería delatar a
Pedro, el amigo periodista que le desveló la confidencia.
—Te diré cómo lo he sabido, pero no el nombre.
—Eso no es posible, Gabriel, estamos en las mismas.
—Ha sido un periodista, él lo ha descubierto a través
de un colaborador que tiene aquí dentro.
—Venga ya —espetó su conocida.
—Aquí está —anunció la joven inspectora—. Pelayo
Cabrera, dueño de tres comercios de alimentación en Boston, en el estado de
Massachusetts. Al parecer, fue degollado hace ocho semanas, también le clavaron
un estilete de oro en la nuca, como ha dicho.
—Gabriel, tú o el periodista —dijo Carla Sandemetrio.
—Está claro, si no me dejas más opción…
—No lo hagas.
—…yo.
—Joder, no has cambiado, sigues siendo el mismo
testarudo de la universidad.
—Concuerda todo, incluso el grabado del estilete
—informó Blanca Pedraza.
—Puedo demostrar que hace dos meses no estaba en
Boston —afirmó el librero.
La inspectora Sandemetrio frunció el ceño, luego rasgó
el impreso en cuatro pedazos.
—Te repito que eso no prueba nada, puedes ser
cómplice, puedes ser el autor intelectual, puedes estar vinculado de muchas
formas.
—¿Y por qué lo rompes?
—Hará veinte años que no sé de ti, pero continúas
siendo el mismo obstinado defensor de las injusticias. Estoy segura de que tú
no eres el responsable y nunca me vas a decir el nombre del confidente. Por
esta vez te salvas, pero hazte un favor y no te inmiscuyas.
—Estás equivocada, ya no soy aquel inocente chaval.
El librero se dirigió a la salida, la más veterana fue
detrás.
—Hazme caso, Gabriel, déjaselo a los profesionales.
—Espero que os sirva. Me alegro de haberte visto —dijo
enojado, abriendo la puerta—. Adiós, Carla.
—Adiós —respondió ella con voz queda.
Recorrió la sala ocupada por funcionarios con firmeza,
se volvió antes de bajar las escaleras y observó por unos instantes el fondo de
la estancia. La inspectora Sandemetrio, a través del cristal de la puerta de la
oficina, le contemplaba con una mirada de piedra.
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Hola,Aitor,me parece muy buena idea el modo en el que cuentas la historia. Mantiene la tensión, nunca decae, cuando crees que va a pasar una cosa va y pasa algo inesperado.
ResponderEliminarUn saludo.
Muchas gracias por tu comentario. El objetivo era mantener el suspense durante toda la historia.
EliminarSaludos.
Hola,Aitor,lo que más me ha gustado es que la investigación no solo depende de inspectores, como ocurre en otras novelas.También ese punto de humor de Juan Eduardo Acosta, hace la lectura muy amena.
ResponderEliminarUn saludo.
Me alegro de que te haya gustado. Quise que algunos de los personajes principales fuesen personas corrientes, que pudieran dedicarse a cualquier empleo que no tuviera que ver con las fuerzas de seguridad o detectives privados, para de este modo mostrar más fácilmente una especie de antihéroe. En realidad, y aunque suene un poco extraño, es una novela negra que rehuye de los convencionalismos de la novela negra.
EliminarUn abrazo.
Creo que es una excelente novela, bien escrita y totalmente creíble. He pasado un buen rato leyéndola. El argumento me ha enganchado desde el primer capítulo.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho cómo ha retratado a los personajes. Sobre todo me gusta Acosta, porque enseguida empatizas con él. Me ha encantado la relación entre Carla y Biel. También el misterioso Simbad, crea una atmósfera llena de suspense. Los lugares escogidos para desarrollar la trama también me han gustado. La librería es un lugar que te gustaría visitar.
Muy buena.
Muchas gracias, Carolina, tanto tu comentario como los de los demás me motivan aún más para seguir escribiendo. Es un placer tener lectores como vosotros.
EliminarHola, Aitor,
ResponderEliminarMe ha encantado la novela.
Has conseguido atraparme con la trama y he disfrutado con los personajes.
Felicidades!!!
Un saludo.
Me alegro que hayas disfrutado leyéndola, Unai. Es muy satisfactorio saber que está gustando. Muchas gracias.
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