Kutulu

 



Como siempre, a Rodrigo no le apetecía ir todavía a casa, por eso, Andrés, un compañero de instituto, le había dicho que le acompañase a su trastero a arreglar la bicicleta. El anfitrión hinchaba una rueda cuando Rodrigo se fijó en el contenido de una caja.

—¿Qué es esta tabla?

Andrés alzó la cabeza.

—A Julián le gustaba el espiritismo —dijo en tono seco.

Andrés enseguida bajó la mirada y regresó a la tarea. Al poco, Rodrigo le enseñó una nota que estaba dentro de la misma caja.

—Oye, aquí hay una especie de invocación y una palabra en letras mayúsculas, tal vez sea el nombre de algo.

—Es la primera vez que veo ese papel.

Ambos leyeron en voz alta:
«No mal en el mundo o bajo él. Sobre el mundo o dentro de él. ¡Venid aquí y cogedme! ¡Barra ante malda! ¡Barra ange ge yene! ¡Zi dingir anna kanpa! ¡Zi dingir kia kanpa! Yo te mando este conjuro, KUTULU».

—No parece que llame nadie a la puerta —dijo Rodrigo.

—No funciona así.

—¿Sabes hacerlo?

—Le espié a mi hermano en este trastero muchas veces con sus amigos, aunque nunca recitaron esto.

—¿Es verdad que existe… otra cosa?

—Yo no lo sentí, pero a ellos les solían responder en la tabla, o eso decían —comentó, luego se quedó absorto un instante, hasta que se centró en la bomba y en la rueda y se pronunció—. Ahora que lo pienso, podría preguntarle por qué se mató.

—Pues hagámoslo —propuso Rodrigo sin levantar la vista de la ouija.

Dos o tres noches después, aprovechando que en el pueblo se celebraban los festejos patronales, se adentraron por un camino rodeado de vegetación. Buscaban un antiguo molino de agua, un lugar apartado en mitad del bosque. Cada paso que daban les alejaba de las trompetas y tambores, del ruido mecánico de las atracciones y de la algarabía creada por la fiesta.

—Llevamos más de una hora en este camino, ¿estás seguro de que es por aquí? —preguntó Andrés.

—Vamos, sólo un poco más.

—Si lo haces porque no quieres ir todavía con tu padre, podemos ir a la feria.

—Está bien, regresemos, a la linterna le empieza a faltar pila.

Nada más darse la vuelta, distinguieron al fondo del sendero, de donde provenían, dos puntos rojos que bien podrían ser unos ojos. Como es evidente, se sobresaltaron, y más cuando vislumbraron una figura negra que se mantenía sobre cuatro patas. Un gruñido terminó por convencerles. Ni siquiera comentaron de qué animal se podría tratar, se orientaron de nuevo hacia la dirección contraria y corrieron sin mirar atrás.

Una repentina neblina surgida del miedo apareció en sus cerebros y no les permitió pensar con claridad. Sus piernas parecían las hélices de un ventilador de la rapidez con la que las movían. Uno detrás del otro, levantaron una polvareda que ascendió ligera hacia las copas de los pinos que les cercaban. El zapateo de sus pisadas se clavó en sus tímpanos, plast… plast… plast… Un repiqueteo que unido a sus respiraciones entrecortadas se impuso como el sonido dominante. El haz de la linterna bailó nervioso delante de ellos, pero era suficiente para guiarse, por eso, cuando se fue extinguiendo poco a poco, la neblina de sus mentes se transformó en una nube gris. La oscuridad les envolvió y, de improviso, unas pisadas nuevas, diferentes a las suyas, tañeron a su espalda: tak… tak… tak... Pisadas cortas y rápidas que sin lugar a dudas pertenecían a un animal; un perro, quizás un lobo. Fuese la bestia que fuese, se aproximaba tanto que intuyeron que la tenían detrás: tak-tak-tak-tak. Durante tres o cuatro minutos corrieron y corrieron, Andrés encabezaba la huida. En el cerebro de Rodrigo se debió de despejar algo la niebla que le oprimía la razón, porque pensó que un animal tan veloz le habría alcanzado en unas zancadas. Así que hizo lo que tanto desasosiego le creaba: mirar hacia atrás por encima del hombro. Se detuvo de súbito cuando comprobó que a su espalda sólo había una estela de polvo.

—¡Tío, para, no nos persigue nada! —le gritó a su amigo.

En mitad de la noche, encorvados, respiraron con agitación. En esta postura contemplaron el último tramo de la senda que acababan de recorrer, se señalaron el uno al otro y se carcajearon hasta que les dolió la tripa. Ya recuperados, distinguieron un poco más adelante los contornos ensombrecidos de las ruinas del molino que buscaban.

—Qué raro, ya nos íbamos y un bicho nos empuja hasta aquí —comentó Rodrigo.

—¿No preferirías estar ahora en casa con tu padre antes que en este bosque?

Rodrigo frunció el ceño.

El molino eran cuatro paredes a medio caer. Tenía una única y estrecha ventana. Dentro había una oscuridad absoluta. Una espesa vegetación abrigaba las ruinas. Detrás, el caudal del río era mínimo, se podía escuchar un ligero fluir.

Con una patada en la puerta resquebrajada abrieron un hueco por el que se colaron. Una vez dentro, en la negrura, Rodrigo se olvidó de la bestia de ojos rojos y de la linterna agotada y se frotó las manos. Andrés sacó la vela, a punto estuvo de escurrírsele.

—Vamos, tío, hagámoslo rápido, no hay nadie por aquí —dijo Andrés.

—Por eso, chico, ¿por qué preocuparse?

—No sé, tal vez sea una locura.

Rodrigo posó las manos sobre los hombros de su colega.

—Pero ¿no quieres preguntarle por qué lo hizo?

Andrés no supo qué contestar. De repente, al fondo de la estancia, apareció un chisporroteo de mechero que iluminó brevemente un semblante envejecido. Rodrigo retrocedió un paso, Andrés ya tenía medio cuerpo en el exterior cuando una voz profunda y ajada se pronunció:

—Cálmense, muchachos, no tienen de qué temer.

A continuación, los adolescentes percibieron una exhalación prolongada, y después aroma a tabaco fumado. Andrés estaba dispuesto a salir disparado cuando Rodrigo le sujetó del brazo.

—Es un viejete, tranquilízate.

Como confiaba en su amigo, Andrés accedió, aunque también pensó que, quizás, podría pedirle al viejete uno de esos pitillos tan apetitosos. La motivación de Rodrigo para permanecer en aquel lugar apartado con un desconocido fue muy diferente: estaba convencido que con aquel asunto del espiritismo encontraría algo, lo que fuese, para, de algún modo, librarse de sus problemas.

Andrés encendió la vela y la dejó en el suelo. Si bien habían distinguido entre la penumbra que el hombre era de edad avanzada, su aspecto les impresionó. Tenía la cara tan arrugada como un papel estrujado, además su constitución era huesuda. Otra característica que les llamó la atención, consistía en que poseía los ojos de distinto color: uno negro y otro de un verde casi transparente. Rodrigo tuvo la sensación de que era un ser extraño fuera de cualquier lógica. De pronto, desde el tocón en el que estaba sentado, el tipo dirigió la barbilla hacia la mochila que llevaba Rodrigo a la espalda.

—Tenéis una ouija —afirmó.

—¿Cómo lo sabe? —se sorprendió Rodrigo.

—Os he oído que deseáis preguntarle no sé qué a alguien aquí, si eso no es suficiente prueba, la vela lo confirma. Sé de esas cosas.

—¿Sabe de espiritismo? —cuestionó Rodrigo.

El anciano asintió mientras dejaba escapar el humo de la boca, le colgaba el cigarrillo amarillento de la comisura de los labios. Los muchachos no se habían movido de delante de la puerta.

—Tan importante como la ouija es el lugar en el que lo hagáis, aquí no encontraréis nada.

—¿Entonces dónde? —inquirió Rodrigo.

—Sé de un sitio, pero antes, decidme, ¿con qué queréis contactar?

Los amigos cruzaron las miradas, Andrés negó repetidamente, tenía las pupilas descolocadas.

—Entiendo —dijo el desconocido, que se alzó y se les acercó con pasos cortos, arrastrando los zapatos.

Rodrigo, que no sintió miedo, percibió en él cierto olor agrio, como a madera quemada. El anciano de ojos singulares, muy despacio, extendió el brazo con el puño cerrado delante de Andrés.

—Tu mano —solicitó, tenía una inquebrantable mirada bicolor.

El muchacho, en un impulso reflejo, se la tendió, al instante, el misterioso depositó en ella un cigarrillo. Andrés clavó sus temerosas pupilas en el pitillo, preguntándose cómo había adivinado que le apetecía fumar. Había extendido la palma maquinalmente, y resultó que maquinalmente surgió de su boca la respuesta que le había requerido:

—No estoy seguro de que mi hermano se tirase de un risco.

Andrés agachó la cabeza, su rostro acogió una expresión de dolor.

—Es suficiente. ¿Y tú?, chico valiente, ¿qué buscas? —le preguntó a Rodrigo.

Éste frunció el ceño, los labios se le separaron involuntariamente, de este modo observó al anciano. Pensó que a ese hombre no se le podía ocultar nada.

—¿Yo? —dijo recapacitando, a continuación respondió lo primero que se le ocurrió— ¿Usted sabe qué significa Kutulu?

—Claro, chico valiente, es el demonio que habita en el interior de las personas. Vuestras cuestiones se resolverán en el sótano del sanatorio abandonado, no me cabe duda —anunció y salió de inmediato al camino polvoriento.

¿Acaso se había referido al sanatorio mental Vallehermoso?, ¿pues no era ése el lugar del que todos los adultos rehuían hablar? Rodrigo, con rapidez, dejó atrás los muros con intención de seguirle, pero advirtió, pese al paso lento del misterioso, que ya no estaba en el camino. Giró sobre sí mismo una vuelta completa, había desaparecido mágicamente.

—¡Dios Santo Bendito! ¿En el sanatorio abandonado? —se quejó Andrés desde el umbral.

—Si allí no contactamos con tu hermano, no lo haremos en ningún sitio.

Así pues, tardaron veinticuatro horas en dirigirse al sanatorio mental Vallehermoso situado a unos kilómetros del pueblo, junto a un bosque que se desertizaba poco a poco. Un calor sofocante había comandado la noche hasta el momento. La larga caminata por la carretera y el atajo que habían tomado a través del monte, habían provocado que segregasen fluidos como si se cociesen a fuego lento. Fue alcanzar la cima del Cerro del Ahorcado y, por suerte, levantarse una ligera brisa que alivió sus jóvenes pieles. Esta vez cada uno portaba una linterna.

La luna, azul y redonda, mostraba los contornos de la escasa vegetación, que consistía en matorrales y algún árbol retorcido. Pero lo que también mostraba ese foco gigante, era la monumental silueta del edificio abandonado.

En lo alto de la colina se volvieron hacia la dirección en la que estaba el pueblo, lo encontraron con facilidad, la feria proyectaba un reflejo rojizo en el cielo. Apenas se oía un vago eco instrumental y algún tenue bocinazo de las atracciones. En su lugar, de repente, comenzaron a crepitar miles, quizás decenas de miles de insectos, convirtiéndose en una estridencia dañina para los tímpanos.

Sin perder más tiempo, iniciaron el descenso de la pendiente pedregosa. Lo hicieron de costado, no fuese a ser que la inercia les jugase una mala pasada y terminasen rodando hasta toparse con uno de esos troncos retorcidos. Precisamente, cuando estaban cerca de un árbol, las ramas se agitaron, cascabelearon como si el viento las azotase, con la salvedad de que ya no soplaba ni esa corriente que les había refrescado hacía unos minutos.

Rodrigo era más alto, pero también menos ágil, aun así, llegó antes abajo, a la tierra casi estéril. Sus ojos brillaron cuando distinguió la enorme construcción. Luego alumbró a su espalda hasta que su colega le alcanzó. Le dio una palmada en el pecho para animarlo, puesto que había notado que según se acercaban, había ralentizado la marcha.

Evidentemente, para Andrés no era lo mismo invocar espíritus en el trastero de la casa de sus padres, como le había visto hacer a su hermano Julián, que hacerlo en el sanatorio mental Vallehermoso, y más después de que un extraño les recomendase el sótano de ese edificio para tal designio. Pero ¿quién era ese viejo que se daba esos aires de misterio?, se había preguntado Rodrigo desde que se había esfumado la noche anterior. Como la curiosidad le dominaba, con los pocos datos de los que disponía se había presentado al mediodía ante el banco de un parque, donde un corrillo de ancianas charlaba.

Sus cuestiones acerca de un hombre con un ojo negro y otro verde provocaron el mutismo, y después tal desbandada, que ni un grupo de palomas hubiese protagonizado ante los juegos de un perro retozón. Sólo permaneció una octogenaria que llevaba gafas de sol.

—Criatura, las historias de los muertos no pueden hacer ningún bien —soltó la señora.

En la frente de Rodrigo aparecieron cuatro o cinco líneas horizontales. A pesar de la contradicción que suponía el comentario de la señora, insistió.

—¿Conoce qué significa la palabra Kutulu?

—Anda, criatura, te voy a contar lo que sé. Ese hombre de los ojos de gato se llamaba Isaías Otelo. En los años treinta fue el director del psiquiátrico Vallehermoso. Una noche, acompañado de otros componentes del equipo médico, celebraron una sesión de espiritismo con unos pacientes. Según dicen las malas lenguas, buscaban explorar cualquier posibilidad para su cura. La invocación tuvo lugar en el sótano, y como te podrás imaginar, con éxito. Pero no vayas a pensar que ahí acaba la historia, criatura, no. Cuando el doctor Otelo advirtió que lo que habían llamado no era un espíritu, sino al demonio Kutulu, encerró a sus compañeros y a los pacientes en el sótano y le prendió fuego por miedo a que se introdujera en ellos. Sólo unos pocos pacientes que no intervinieron en la sesión pudieron sobrevivir al incendio, que se extendió por el edificio y parte del bosque. Desde entonces, el sanatorio Vallehermoso está abandonado.

—¿Y qué pasó con el doctor?

—No se conoce nada más de él, desapareció.

—Vaya, pues ha reaparecido, ayer le vi, estaba más arrugado que un higo seco.

—¡Cómo! —aulló la anciana a la par que se quitaba las gafas y le mostraba dos ojos blancos que parecían dos perlas nacaradas.

—Así es, señora, hablé con él —afirmó impresionado.

—¿Me quieres tomar el pelo?, ahora tendría unos ciento veinte años. Además, que yo sepa, en todo este tiempo nadie del pueblo le ha visto, ¿por qué ibas a ser tú distinto?

La mujer invidente se levantó todo lo rápido que pudo y avanzó calle adelante, negando y murmurando.

De vuelta al terreno árido que precedía al sanatorio, Rodrigo sintió cierta ansiedad por entrar cuanto antes, tuvo que respirar varias veces profundamente para que su corazón se calmase. Las langostas, las cigarras y otros insectos vibraban todos a la vez como si se hubiesen puesto de acuerdo. Andrés no estaba convencido de la intrusión, y cuando fue a pedirle a su colega que regresasen a la feria, entre unos arbustos, se asomaron dos ojos rojos, igual que el día anterior. Andrés corrió hacia la edificación. Rodrigo permaneció plantado, estudiando la sombra negra oculta detrás del matorral. En un impulso de osadía, se aproximó unos pasos y, con talante indagador, se escoró hacia un lado. Se arrepintió de no haber seguido a su amigo cuando, en torno a los dos puntos incandescentes, comenzó a crecer una sombra que se hinchó tanto como un globo aerostático.

No quiso quedarse a comprobar en qué consistía semejante abominación. Se volvió con rapidez y siguió la estela de polvo que levantaban las pisadas de Andrés. Con todo, notó que una corriente caliente y densa le azotaba la nuca. Por si fuera poco, una docena de cigarras danzaron alrededor de su cabeza. Le acompañaron en su carrera impidiéndole avanzar, por lo que dio manotazos al aire sobre la marcha. Pero en vez de espantarlas, le castigaron con una serie de pellizcos en la cara y en los brazos, como si pretendiesen llevarse trozos de su piel. Sólo cuando sacó el mechero del bolsillo y lo prendió hacia la nube de insectos voladores, se liberó de su acoso.

Pero no acabaron ahí los sucesos extraños, proyectada en la fachada del sanatorio, que estaba a unos cincuenta metros de distancia, creyó distinguir la sombra de un gigantesco pulpo agitando unos infinitos tentáculos, provisto también de unas monumentales alas y de rocosos brazos con zarpas. Se dijo que no podía ser cierto, que su mente le estaba engañando, y en un arrebato, se detuvo y se volvió. Un campo lúgubre preñado de piedras y salpicado con unos cuantos matorrales y seis o siete árboles, todo ello amparado por el Cerro del Ahorcado, fue lo que vio.

—Rodri, vamos, se ha ido —dijo Andrés que había retornado hasta su posición.

—¿Has visto eso?

—Hay muchos perros salvajes en estos bosques.

Rodrigo se palpó los brazos, a pesar de las punzadas que había recibido en el ataque de las cigarras, su piel estaba intacta.

Procuraron cubrir la escasa distancia que les faltaba hasta la parte trasera del imponente edificio evitando pasar cerca de matorrales y árboles, por si había otra cosa de la que huir. La fachada mostraba tres grandes ventanales divididos en forma de cuadrícula, la mayoría de las ventanitas estaban rotas o astilladas. Debajo, el portón de madera que resguardaba el sanatorio mental estaba asegurado por una cadena de eslabones gruesos y oxidados. Lo zarandearon hasta que se dieron cuenta de que era una pérdida de tiempo. Un reconocimiento visual bastó para que advirtieran que había un ventanuco abierto prácticamente a ras de suelo. ¿Daría esa ventana al sótano al que el anciano y la señora invidente se habían referido?, se preguntó Rodrigo. Como no había otro modo de comprobarlo, introdujo la cabeza.

Al poco, invirtió la posición, deslizó las piernas por la abertura e intentó tantear con las puntas de las zapatillas un mueble en el que apoyarse. Andrés alumbraba desde el exterior. Rodrigo entró y dio un repaso con la linterna mientras su amigo accedía. Una palabra en la pared, pintada en lo que parecía hollín, le confirmó que se trataba del sótano: «Kutulu». Como es lógico, recordó a la anciana invidente. No le había contado a Andrés la historia del doctor Isaías Otelo, puesto que por su naturaleza temerosa, ya se sugestionaba bastante él solo.

—Qué acojone, tío —susurró Andrés cuando se descolgó del ventanuco—. ¿Ahora tampoco desearías estar en casa?

Rodrigo no dijo nada. Recorrieron juntos el sótano, Andrés dirigía la linterna constantemente hacia atrás. Las paredes estaban ennegrecidas y el techo estaba en parte derruido. Había una escalera de metal inclinada que finalizaba en una puerta, además de cascotes, tablones carbonizados y mugre, mucha mugre.

A los pocos minutos, la llama anaranjada de la vela posada en el suelo temblaba a causa de una corriente de aire. Se habían sentado uno enfrente del otro, con la ouija en medio, debajo del hueco de la escalera. Los chirridos de los insectos del exterior retumbaban. Rodrigo deseaba que otra vez sucediese algo anormal, no le importaba el oscurantismo que envolvía aquel asunto del doctor Isaías Otelo y del demonio que había invocado éste. Andrés esperaba que Rodrigo cambiase de opinión y se marchasen de allí. Como éste le miraba sin pestañear, entendió que no cedería. Apoyaron los dedos índice y corazón de la mano derecha en la cuña puntiaguda que había sobre la ouija y recitaron:

—No mal en el mundo o bajo él. Sobre el mundo o dentro de él. ¡Venid aquí y cogedme! ¡Barra ante malda! ¡Barra ange ge yene! ¡Zi dingir anna kanpa! ¡Zi dingir kia kanpa! Yo te mando este conjuro, KUTULU.

La estridencia de los insectos cesó de sopetón, produciéndose un silencio absoluto, echaron un expectante vistazo a su alrededor. Que la llama de la vela dejase de temblar fue definitivo, se paralizó como en una fotografía, algo se estaba gestando en el sótano.

Y, en efecto, así fue, la cuña vibró bajo los dedos. Ambos adolescentes se impresionaron. Rodrigo hizo un gesto levantando la barbilla, invitando a su amigo a que hiciese las preguntas.

En la tabla, las letras del alfabeto estaban impresas alrededor del centro y los números del cero al nueve en la parte inferior, mientras que en la superior, a cada extremo, la ouija estaba rematada con un «» y un «No».

—Quiero saber… Julián, ¿eres tú? —se pronunció Andrés.

Centraron la atención en la punta de la cuña, que ahora permanecía inmóvil. Los segundos pasaron, la tensión hervía en ellos. De pronto, el trozo de madera se dirigió al «No». Los amigos cruzaron las miradas. Andrés, decidido, situó la cuña entre la afirmación y la negación y volvieron a posar los dedos sobre ella.

—¿Mi hermano se cayó por accidente?

La cuña se puso encima del «No». Andrés, que estaba inclinado hacia adelante, enderezó la espalda, los ojos le temblaron. Rodrigo le insistió con un gesto vehemente.

—¿Jul… Julián se arrojó voluntariamente del risco?

El pedazo de madera, sorprendentemente, se colocó en el «No». Andrés retiró la mano de inmediato, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

—Por qué dice eso, Rodri, no lo entiendo.

Pero Rodrigo no apartaba ni la mano ni la vista del tablero, hasta que, de forma inesperada, el chirriar de unas bisagras crujió sobre ellos, lo que, como es natural, les sobresaltó. Acto seguido, les cayó una fina capa de arenilla proveniente de los cascotes que poblaban la escalera. Inclinaron las cabezas justo en el momento en el que unos pasos pesados repicaron en los peldaños, desprendiendo un eco metálico que retumbó entre las paredes cargadas de hollín.

Ahora llovía polvo mezclado con ceniza, una cortina negra que apagó la vela y les cubrió los cabellos, la vestimenta y los brazos. Se alejaron de la nube olvidando las linternas en el suelo. Luego corrieron hacia el ventanuco, al otro extremo del sótano, el único lugar por donde se colaba la claridad azulada de la luna. Con cada lenta pisada procedente de la escalera, los corazones incrementaron exponencialmente su palpitar. Experimentaron un latir semejante al estruendo que formaría una banda de músicos compuesta por mil tamborileros descargando todos a la vez sus baquetas. El sonido se convirtió en atronador, incrustándose en sus tímpanos, metiéndose en sus cerebros. Rodrigo aupó a su colega en el instante en el que las pisadas dieron paso a un arrastrar perezoso. Andrés se encaramó al ventanuco y se escurrió hacia el exterior.

—Sube —dijo de inmediato, ofreciéndole la mano.

Pero Rodrigo le ignoró y se giró. A tres o cuatro metros delante de la escalera, en el centro del sótano, el chorro azul de luz descubrió al anciano de los ojos desiguales, encendía uno de sus cigarrillos amarillentos. Como la noche anterior, su extrema flaqueza y los pliegues del rostro le parecieron a Rodrigo de otro mundo, intuyó que esa apreciación no andaría muy alejada de la realidad.

Andrés se asomó por el ventanuco, pero no alcanzaba a ver quién había entrado.

—Qué pasa, Rodri, sube, yo te ayudo.

Rodrigo, ante la amenaza, con la espalda unida a la pared, comenzó a desplazarse hacia el otro extremo del sótano. El viejo seguía su trayecto sin apenas moverse de su ubicación, sin retirarse demasiado del inicio de la escalera.

—Tu amigo se asusta con facilidad, igual que su hermano —reveló el anciano.

—¿Usted lo mató?

—Al que recita el conjuro y se niega a ser poseído se le debe castigar.

—¿Eres Kutulu?

—Pensaba que eras chico valiente, no chico listo.

Rodrigo se detuvo, era inútil intentar huir. Luego, contradictoriamente, estimó que tal vez hubiese encontrado lo que buscaba. A los labios del viejo les era imposible retener una fina mueca de complacencia. Tenía la misma indumentaria, el mismo aspecto, todo igual que la noche anterior, si no fuese porque, de improviso, por su ojo verde y su ojo negro cruzaron destellos rojizos. Muy despacio, se aproximó a chico valiente.

En el exterior, Andrés se había arrodillado delante del ventanuco, pero entre que el sótano estaba en total oscuridad y que en la huida se había dejado la linterna dentro, no conseguía ver nada, y tampoco lograba descifrar la conversación que su amigo mantenía con alguien. Desde esa posición, y gracias a la luna, vio cómo a su lado, en la superficie terrosa, había una serpiente no muy grande y verdosa que se retorcía, pero no se trataba de una peligrosa serpiente de la que temer, sino de una peligrosa serpiente que engullía un escorpión. Se apartó de un salto y contempló con gran curiosidad la imagen, y no porque le atrajese ver al reptil tragándose al arácnido, sino porque, más bien, parecía que era el escorpión el que se introducía en la boca de la serpiente, y la serpiente, sin ni siquiera un mínimo forcejeo, acababa accediendo. Durante un rato giró sobre sí misma, reptó en espiral alrededor de Andrés y, finalmente, se arrastró de un modo antinatural, con la parte trasera de su cuerpo elevada, como si imitase al escorpión y al aguijón curvado de éste, como si el escorpión dominase a la serpiente.

Para cuando Andrés se quiso dar cuenta, chico valiente asomaba la cabeza por el ventanuco. Le ayudó a incorporarse. Anduvieron hacia el Cerro del Ahorcado, con dirección al pueblo.

—Rodri, ¿estás bien?, ¿qué ha pasado?, ¿quién ha entrado, un guarda?

—Ahí abajo se ha quedado ese viejo, parece que vive en el sótano.

—¿El viejo?

—Sí, el de los ojos raritos.

—Vaya, pero ¿entonces qué le pasó a Julián?

Andrés recibió un indiferente encogimiento de hombros por respuesta. De seguido, sintió un enorme vacío en el pecho, tuvo que esforzarse por disimular que el gesto le había afectado. A punto estuvo de escapársele una lágrima delante de su compañero, la reprimió al mismo tiempo que éste se frotaba las manos y hablaba sonriente:

—Hala, vamos a casa antes de que acabe la verbena.

—Es la primera vez que te oigo decir que quieres ir a casa, con tu padre —dijo Andrés con cierto desánimo.

Pero su acompañante no contestó, se limitó a sacar una cajetilla de tabaco y a ofrecerle un pitillo amarillento. Andrés lo cogió sin mirar y echó la vista hacia atrás, la serpiente reptaba de esa manera tan peculiar hacia uno de los matorrales.


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