Finalista en el XIV Certamen Literario
El Vedat
Los tres pistoleros se habían distribuido a lo
largo del polvoriento andén fabricado con tablas. Cada secuaz a un lado, y el
cabecilla, vestido con una voluminosa gabardina que parecía que la hubiese
arrastrado durante kilómetros por el desierto, en el centro. Bajo un sol
matador que humedecía sus rostros desapacibles, tamborileando con sus sucios
dedos sobre las cartucheras de cuero, habían observado con desconfianza la
máquina humeante de hierro y madera recién detenida. Pero a la vista de que del
tren no había descendido nadie y que, además, surgió una pitada que anunciaba
su partida, se reunieron y se dispusieron a marcharse. Tan pronto como la
máquina reanudó el viaje y los pistoleros se volvieron hacia sus caballos, la
melodía de una harmónica destacó por encima del fragor mecánico de la
locomotora. La musiquilla causó que el trío se frenara en seco, se girara muy
despacio y encarase a la silueta que apareció al otro lado de los raíles según el
tren avanzaba. No bien hubo quedado claro que en breve desenfundarían los
revólveres, la imagen desapareció de la pantalla.
La oscuridad y el silencio se
apoderaron de los presentes. Pasado el lapso de desconcierto, prorrumpieron los
silbidos, primero con timidez y luego abrumadoramente. Las quejas se sumaron en
forma de griterío, exigiendo que prosiguiese la película. En vez de esto, los
focos del techo iluminaron la sala de cine.
El filme se había interrumpido
al poco de empezar sin que ninguno supiésemos que jamás se reanudaría, sin que
ninguno supiésemos que la última sesión en el Orión, el cine de mi barrio,
sería la de aquel sábado. Esto ni siquiera lo conocían los organizadores, que
no eran otros que los integrantes de la asociación de vecinos, entre ellos, mi
madre Adela. Hasta entonces, cada sábado en sesión vespertina, se habían
proyectado películas destinadas a los más jóvenes. Ni mucho menos eran cintas
recientes, como Hasta que llegó su hora,
aquel spaghetti western, pero a
cambio de unas pocas pesetas, nos regalaban una píldora de magia, una píldora de
séptimo arte. Al poco, Adela y uno de sus compañeros recorrieron el pasillo
central anunciando que estaban intentando arreglar el problema, que nos
calmáramos.
Como de costumbre, junto con mi
amigo Jonás, que estaba saliendo de una cistitis, había hecho acopio de
chucherías varias, y con la pausa involuntaria, nos dedicábamos a degustar las golosinas.
Nada que ver con algunos de los muchachos de más edad, que continuaban introduciéndose
los dedos en la boca y chiflando hasta teñirse los mofletes de rojo.
De pronto, los focos disminuyeron
la intensidad, y en penumbra, un haz azul atravesó la sala desde la parte
trasera hasta la pantalla, mostrando las partículas de polvo que flotaban sobre
nuestras cabezas. Los silbidos y las quejas cesaron, y en la gigantesca tela rectangular
se reprodujo una cuenta atrás que la mayoría coreamos a viva voz: «Cinco…
cuatro… tres… dos…».
Una vez más, la pantalla se
fundió sin permitir que finalizásemos la cuenta atrás, propiciando que la
protesta se incrementase en sonoridad respecto a la anterior. Aparte de
chiflidos y exigencias, muchos de los chavales zapatearon contra el suelo,
produciendo un ruido tan tremendo, que bien se podría asemejar al de la locomotora
de la película.
Hasta donde recuerdo, la
superficie del Orión era totalmente plana, sin inclinación, si un niño enjuto como
era yo por entonces, se sentaba en las últimas filas, era más que probable que
no viese la mitad de la pantalla. Pero, para eso, entre otras funciones,
estaban mi madre y sus compañeros, para organizar.
Las butacas eran de plástico,
unidas a una estructura metálica anclada al suelo. Eran endebles, a nada que un
niño inquieto se balancease contra el respaldo, originaba que todo el que
estuviese sentado en su misma fila se meciese al son de los impulsos. Como es
evidente, los asientos estaban sujetos con tornillos, pero, además, contaban
con unos refuerzos de plástico del tamaño de un paquete de tabaco que se podían
deslizar por las guías metálicas y desencajarlos con facilidad. De aquí que se
fueran a convertir, esa tarde, en protagonistas. Como aperitivo, algunos
adolescentes, a espaldas de Adela y del otro integrante de la asociación de
vecinos, se los pasaron como si fuesen pelotas de béisbol. Este comportamiento
no era nuevo, pues solía darse de vez en cuando, con lo que los adultos también
tenían que ocuparse de controlar a los agitadores.
Unos minutos después, la
iluminación continuaba apagada. Jonás, que regresaba de los aseos de su tercera
micción consecutiva, me llamó la atención para que me fijara en el techo. El
proyector permanecía activado, disparando su rayo azul, delatando algún que
otro vuelo de estos apliques de plástico. Los de mayor edad comenzaban a
desesperarse, y contra más tiempo transcurría sin que retornase la película,
más refuerzos sobrevolaban la sala, algunos aterrizando en el suelo, pero
muchos otros golpeando cabezas y caras.
Entre los alborotadores había tres
en especial que se empleaban despiadadamente. Se trataban del Chincheta y sus
secuaces, el Tanque y el Pico, motes por los que se hacían llamar; unos
adolescentes que día sí y día también abusaban de los más débiles. Estos tres
no se conformaban con lanzar los refuerzos de plástico hacia el techo para que
dibujaran parábolas entre el fondo oscuro y la irradiación azulada como hacía
la mayoría, sino que se esforzaban por utilizar las testas de los más incautos
como dianas.
Esto derivó en un bombardeo de
todos contra todos que se prolongó durante varios minutos. Adela y sus
compañeros encendieron las luces e intentaron contener la batalla. Los más
pequeños nos protegíamos como podíamos y algunos berreaban asustados. Ni que
decir tiene que la sesión se suspendió. Si ya de por sí, la escaramuza era
razón suficiente, más tarde me enteré de que el cinematógrafo se había
averiado.
Pero la auténtica pesadilla
estaba aún por llegar, al menos para mi madre y para mí. En la asociación de
vecinos tenían la costumbre de rotar los puestos cada fin de semana, y en esta
ocasión, la encargada de la taquilla había sido mi progenitora. Así pues, cuando
recorríamos las calles para regresar a casa, un grupo de adolescentes
encabezados por el Chincheta, el Pico y el Tanque, tal vez creyendo que
llevábamos la recaudación encima, nos exigieron que, ya que no emitían la
película, les devolviéramos el dinero que habían pagado. Mi madre adujo que no
podía tomar semejante decisión por sí sola. Esto no pareció importarles, puesto
que, como medida de presión, comenzaron a perseguirnos.
Tengo grabado en la memoria,
como uno de esos acontecimientos trascendentales de mi vida, la imagen de una
tropa formada por quince o veinte muchachos que, o bien aparecía por detrás, o
bien rodeaba un edificio para sorprendernos de frente o, incluso, correteaba y daba
saltos a nuestro alrededor. Por añadidura, los adolescentes nos acusaban de
ladrones, le informaban a su modo a todo transeúnte que se cruzaba con el
espectáculo y, por si fuera poco, nos arrojaban improperios. Me quise
interponer varias veces entre ellos y mi madre, con la intención de encararme con
el Chincheta y sus secuaces, pero Adela me retuvo a su espalda. Verdad es que la
pobre estuvo llorando el resto de la tarde, acurrucada en la cama. No fui capaz
con mis caricias y monerías de levantarle el ánimo.
Para colmo de males, muchos de
los padres de los niños que habían asistido aquel sábado al Orión se quejaron y
demandaron, por poca cantidad que fuese, lo desembolsado por sus hijos. Sea
como fuere, no les faltaba razón para solicitar el pago de la entrada, con lo
que la asociación de vecinos, hartos de soportar cada fin de semana los
tumultos de los más rebeldes, decidió que, en vez de reparar el proyector y las
butacas con la última recaudación, se devolvería, aunque, como consecuencia,
hubiese que cerrar el Orión. De este modo, todos quedaron complacidos.
En cuanto a mí, a la mañana siguiente,
en el recreo, el Tanque metió mi cazadora en la taza del váter. El martes, sus
compinches me quitaron las monedas que tenía para telefonear a Adela por si se
daba alguna urgencia. El miércoles me arrinconaron en un callejón cuando volvía
a casa y me propinaron bofetadas hasta que me obligaron a arrodillarme y a pedirles
perdón porque mi madre les había robado. No contentos con sus vilezas, me
amenazaron si las desvelaba. A decir verdad, no les hacía falta avisarme de lo
que me podría suceder si lo contaba, porque había optado por silenciarme por mí
mismo. Y es que las lágrimas de Adela me habían penetrado en la conciencia de
tal forma, que hubiese resistido cualquier maltrato con tal de que no derramara
más.
El jueves me hice el enfermo y
falté a clase. El viernes, como don Gregorio, el médico que venía a casa,
insinuó que me había tomado una jornada de vacaciones por mi propia voluntad,
regresé a la escuela. En el recreo, acompañado de Jonás, procuré esconderme,
aun así, el trío de abusadores me localizó a la entrada del aula. En un
arrebato, les propuse que peleáramos por la tarde, aprovechando que no había
horas lectivas. Nos citamos en la zona accesible de la vía del tren y se
marcharon entre carcajadas, chocando sus sucias manos. Como era de esperar,
Jonás me ofreció su apoyo, pero lo rechacé, debía hacerlo por mí mismo. Eso sí,
le pedí su orina.
Llegada la hora, me adentré con
determinación por el camino de tierra que me llevaría hasta la vía. Estaba
dispuesto a vengarme de sus ultrajes, sobre todo, de las lágrimas que le habían
arrancado a Adela y, ya puesto, hasta de que nos hubiesen arrebatado aquellos
sábados mágicos.
En las inmediaciones de los
raíles no había construcciones, como tampoco había personas que pudieran
preocuparse por un niño temerario como era yo, sólo existían árboles y
vegetación. Escuché risotadas provenientes de algún lugar no muy lejano, y unos
pasos más allá percibí olor a humo de tabaco. Las manos se me habían humedecido
y me temblaban. La bolsa de supermercado que portaba se me resbalaba de entre
los dedos cada dos por tres. Una vez hube atravesado el sendero, me topé con el
Chincheta, el Tanque y el Pico, que me esperaban al otro lado de los raíles. En
cuanto me vieron, se miraron entre ellos con cierto asombro. El Chincheta
frunció el entrecejo y lanzó con vehemencia los restos de un cigarrillo hacia
un matojo, como si desease que se prendiera.
—Eres un renacuajo muy
valiente —dijo, cruzó la vía y me asestó un puñetazo en el estómago que provocó
que me doblara sobre la grava que cobijaba los raíles—. Porque me das pena, si
no…, mierdaniño. Vámonos.
El Pico me arrancó la bolsa de
la mano y se internaron por el camino. Entre la punzada que me abrasaba el vientre
y las piedras hincándose en mis rodillas, pude distinguir sus voces.
—Demasié, tíos, un bocata y una litrona fresquita, el canijo ya me
cae dabuti.
—Mierdaniño, anda que se cuida mal, pasa la birra.
Antes de que se alejaran
demasiado, escuché sus carcajadas. Satisfecho, me incorporé sujetándome el
abdomen y bordeé la vía hasta encontrar el siguiente acceso que me devolviera
al barrio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario