Tercer premio en el XI Certamen Literario El Vedat
Con la luz de la luna llena, los geranios rojos
del macetero emiten un resplandor como de película en blanco y negro, con lo
que el color no se ve. Esta irradiación que apaga los tonos alcanza el armazón
de mi litera, el colchón y también la sábana.
Me suelo acordar, sobre todo
en el desvelo que padezco con frecuencia a estas horas, del episodio de mi vida
en el que la luz de la luna, de algún modo, hurtó mi esencia. A la luz
usurpadora de esta luna y entre estas cuatro paredes, quizá sea la ocasión
propicia para liberar viejos fantasmas cubiertos de polvo, quizá sea la ocasión
de narrar el momento en el que la línea que separa el bien y el mal dejó de ser
nítida para mí.
En la orilla de una carretera que atravesaba un
pequeño pueblo, la hilera que formábamos los estudiantes de sexto curso se
detuvo tras la orden del profesor. Pocos minutos antes, un sol naranja se había
deslizado horizonte abajo. El autobús que nos traía de vuelta de visitar unas
cuevas adornadas con pinturas prehistóricas se había averiado, razón por la que
en pleno atardecer nos habíamos trasladado a pie para llegar a esa localidad
donde esperaríamos otro vehículo.
Sería mayo, quizá junio, de lo
que estoy seguro es que era final de curso, puesto que la excursión a las
cuevas era una actividad del campamento que organizaba el colegio en esta época
del año. El caso es que durante la jornada, el calor había apretado hasta
convertir el asfalto en una sartén achicharrante y, como es natural, las
gargantas resecas exigían que se las atendiese.
El lugar hasta el que nos
habían guiado los maestros era un rectángulo hormigonado que parecía la plaza del
pueblo, pues la presidía una fuente con pilón situada en el centro. Todo lo que
mis ojos alcanzaban, el nogal ubicado en un extremo de la plaza, la farola
anclada junto a la carretera o un gato que huía de la aglomeración humana,
había sido suplantado por matices de color gris, ya que una luna redonda
colgada entre estrellas ejercía de foco gigante. El gorgoteo del agua cayendo
sobre la pila acampanada de piedra llegó hasta nuestros oídos. Muchos de mis
compañeros rompieron la hilera y corrieron como si el chorro cristalino que
manaba del caño fuese a desaparecer de un instante a otro.
Por aquel entonces, era casi
un adolescente, todavía un niño al que le costaba relacionarse. En aquella ocasión, en la plaza, me quedé
atrás, quieto, pues había algo en mi interior que me impedía lanzarme a la
carrera, que me impedía hacer o decir lo que me sugería mi conciencia para cada
situación, fuese para bien o para mal, como una especie de vergüenza que me
obligaba a mantenerme apartado, sin llamar la atención.
Pese a todo, quizá harto de tanta
soledad, había iniciado la caminata en las posiciones delanteras de la hilera, intentando
unirme a las conversaciones de los grupitos formados por los compañeros de mi
clase, pero, como de costumbre, no respondieron a mis comentarios. Ya de por sí
solía emitirlos desde un tono suave, más bien sumiso, cuestión que facilitaba
que los ignorasen.
Así pues, había ido retrocediendo
en la hilera, ya que nadie había querido charlar conmigo ni caminar junto a mí,
hasta acabar en la cola, solo. Por si fuera poco, las escasas veces que alguien
se había dignado a hablarme había sido para manifestar que qué iba a saber yo
de fútbol, chicas o lo que tuviesen a bien comentar.
Pero este tipo de desprecios no
eran nuevos para mí. Sin ir más lejos, una semana atrás, me encontraba en mi
habitación, atareado con los deberes, cuando escuché en el rellano de casa el
típico roce de metales, un forcejeo inconstante en la cerradura y, a
continuación, unas llaves que topaban con el suelo. No hacía falta ser muy
avispado para saber que Octavio, mi padre, estaba a punto de entrar dando
tumbos y con las mejillas coloradas.
Siempre que regresaba de esta
guisa, me sacaba de la habitación tirándome del jersey, como si arrastrase un fardo.
Me llevaba hasta el rellano y me decía con deje etílico: «Tu mamá y yo
necesitamos encamarnos, lárgate». Y, en efecto, aquella tarde se dio un caso de
estos, solo que, en vez de esperarle en mi cuarto, lo hice en el recibidor,
para evitar que el jersey acabase dándose de sí.
Como es obvio, tuve que
obedecerle, por lo que me dirigí al frontón. A esas horas unos niños de mi
clase solían jugar a la pelota. Al salir del portal un cielo azul sin mácula
ofrecía una tarde espléndida, sin embargo, al alcanzar mi destino, un nubarrón
tapaba el sol, ensombreciendo las calles.
Me paseé a la espalda de los pelotaris esperando una invitación, Recorrí
el lateral descubierto del frontón deseoso de que uno de ellos advirtiera que
eran impares, pero, al parecer, debía de haberme hecho invisible.
No sin cierta sorpresa, la
pelota rodó hasta mis pies rechazada del frontis. Me agaché para recogerla,
pero ni siquiera llegué a rozarla, puesto que apareció un perrillo callejero y
la atrapó con la boca, al punto, me la entregó como si a cambio buscase una
caricia. Escuché, provenientes del rectángulo de hormigón, las palabras «viejo »
y «borrachuzo» mezcladas con otras que no entendí. Antes de que pudiera
reaccionar, Lucas, un chico de mi clase que utilizaba unas gafas con el puente
unido con cinta adhesiva, se abalanzó sobre nosotros propinándole al perrillo una
patada en el hocico, con lo que el animal corrió entre gañidos.
Si no me engaño, aquella noche
en la fuente con pilón, lo único que la luna llena no teñía era la negrura del
cielo. La solitaria farola se fundió, con lo que a la estela azulada que
desprendía la luna no le fue necesario robar el último brillo encendido.
Como me había concienciado de
que sería el último de los alumnos en refrescarme, me senté en el borde del
pilón, a metro y medio del caño en el que se saciaban mis compañeros. Los lugareños
se asomaron, pues las carcajadas, los gritos y el murmullo habían convertido la
plaza en un hervidero de emociones. Así las cosas, acaeció el momento crítico.
—Samuel, ¿tú no bebes? —me preguntó
uno de los profesores indicando hacia el caño.
Su gesto provocó que volviese la
cabeza hacia la fuente. Un chorro plateado surtía la boca de una chica de
coleta trenzada. Al mismo tiempo, lo que vi escrito en el costado de la fuente
me causó sobresalto, respondiendo de inmediato a la pregunta.
—Ahí pone «no potable».
Un par de vecinos se
aproximaron a la carrera voceando que no se podía beber agua, que recientemente
se habían percatado de que estaba contaminada y que la destinaban a otros usos.
Pero ya era demasiado tarde, una tercera parte de los alumnos lo había hecho.
Durante los minutos que había
estado allí sentado, la luz traicionera de la luna me había ocultado la
pintada, al menos ese ha sido mi pensamiento todos estos años. Bastan unas
palabras, una frase a destiempo o un acto impulsivo para quedar marcado y
encontrarse con una larga, larga noche.
Ni que decir tiene que los
profesores dieron por hecho, debido a mi respuesta, que había advertido de
antemano que el agua era tóxica. Asistí a sus acusaciones como quien contempla
los infortunios del protagonista de una mala película, como si la cosa fuera
con otro. La timidez me produjo un súbito mutismo, impidiéndome aclarar que había
descubierto la inscripción casi a la par que la anunciaba. Cuando pude
expresarme ya era tarde, prefirieron tener a quien culpar.
La madrugada en el campamento
fue larga, incluso hubo traslados al hospital más cercano. Quizá fuese
una de las noches que más litros de lágrimas brotaron de mi desgraciada alma.
No pude más que pensar que lo que mejor se me daba era traicionarme a mí mismo.
Al regresar al barrio, los chavales me perseguían, me acorralaban
y me hacían caminar a través de un pasillo de brazos y piernas donde me
asestaban manotazos en la cabeza y patadas en las espinillas. De vagar solo por
las calles pasé a no pisarlas más que para ir al colegio, y cuando Octavio me
echaba de casa, subía al trastero y pasaba las horas encerrado.
Una noche que mi padre me mandó bajar a por tabaco, unos
muchachos de la escuela que estudiaban dos cursos por encima del mío bailaban punk en la puerta del bar. Uno de ellos
me plantó la mano en el pecho cuando salía con la cajetilla.
—Oye, tú eres el chaval que no avisó de que no se
podía beber de aquella fuente, ¿verdad?
Una amplia sonrisa dibujada en su rostro me previno
para lo peor, sus acompañantes también lucían muecas de complacencia. Colillas
humeantes salpicaban la acera. Asentí, pues las palabras se me atascaron en la
garganta.
—Qué cabroncete —dijo uno que lucía unas greñas, y los
demás rompieron a reír.
Tan pronto como brotaron las carcajadas, el que me había
preguntado me dio palmadas en el hombro. Otro me tendió un cigarrillo y hasta
hubo quien me ofreció de su cerveza. Antes de marcharme, chocamos las manos
como si fuésemos colegas.
Remonté las escaleras del portal como si levitase,
noté que el corazón me palpitaba y un ramalazo de furor necesitaba ser
expulsado de mi pecho. Alcé los brazos repetidas veces con los puños apretados y
hasta se me saltaron las lágrimas. Pasé parte de la noche sin poder dormir. ¿Acaso
la charla con esos adolescentes no era lo más grande que me había sucedido nunca?
A la mañana siguiente cubrí el trayecto entre mi casa
y la escuela con una energía impropia en mí, tanto fue así, que llegué a dar
pequeños brincos según entraba en el aula. Nada más hacerlo, Lucas, el chaval de
gafas reparadas con cinta adhesiva que había maltratado al perrillo, se echó la
mano al estómago, me señaló y se desternilló.
—Samuelito borrachito, pareces una niñita jugando a la
rayuela.
Este menosprecio provocó una retahíla de risotadas y
desprecios de sus amigos, que me ridiculizaron ante el resto de los compañeros.
El abatimiento retornó como un latente dolor de muelas. Ni siquiera me animó el
recordar que pocas horas antes había experimentado en primera persona la
camaradería del grupo de chavales de octavo.
Más tarde, en el recreo, con las manos hechas puños en
los bolsillos y dando patadas a las piedras con las que me cruzaba, descubrí a
los muchachos de la noche anterior sentados en el porche que antecedía a la
entrada al gimnasio. Vestían con chándal y zapatillas deportivas, por lo que
deduje que tras el recreo les correspondería asistir a la clase de gimnasia con
el odiado don Bartolomé, el profesor de educación física, que se solía comportar
como un sargento de Infantería de Marina. Así pues, corrí hacia el edificio
central, entré y me dirigí al aula. Ya dentro, cogí un tubo de pegamento y
regresé al gimnasio.
—Hey, Samuel, te apetece un pitillo —me saludó el de
las greñas.
—Igual luego. Veréis lo que voy a hacer.
Se apartaron, mirándose de uno a otro. Cuando comencé
a aplicar el pegamento en la cerradura, me señalaron entre risas, chocaron las
manos con exultante ánimo y me dieron palmaditas en el hombro. De este modo les
libré de la clase, lo que me granjeó su amistad.
Desde entonces, más o menos, mejor o peor, me dediqué
a cometer fechorías que pudiesen entusiasmar a estos muchachos, como, por
ejemplo, colocar clavos bajo las ruedas de los coches de los profesores que me
habían acusado de ser el responsable de la intoxicación en el campamento. Este
tipo de actos me otorgó cierta aureola de rebelde, siendo aceptado por esta
pandilla.
Unas semanas después, acompañado por mis nuevos
amigos, fuimos al frontón, donde varios de los chavales de mi clase jugaban a
la pelota. Esta vez, cuando la pelota salió rebotada del frontis la atrapé con
rapidez, no fuese a ser que apareciese un desdichado animalillo.
—Samuel, tío, ¿nos das la pelota, por favor? —me pidió
Lucas con una cortesía fuera de lo común.
Quizá por la falta de costumbre, tanta educación me escamó;
¿serían mis colegas los que le infundían semejante respeto?
—¿Te acuerdas del perrillo al que pateaste? —Lancé la
pelota hacia la valla desvencijada y oxidada que coronaba la parte alta del
frontón, encajándola—. Se ha hecho grande.
Ya fuese en el frontón, en la cancha de baloncesto o
en los parques, nos acostumbramos a arrebatarles la pelota, el balón o las
canicas. Si se resistían, les quitábamos las cuatro monedas que escondían dentro
del calzado o les obligábamos a desfilar por un corredor de collejas.
Una tarde que cruzaba el parque en dirección a uno de
los garitos del barrio, un crío destacó del grupo que se entretenía jugando a
la peonza y voceó estas palabras: «¡Corred, corred!, que viene Samuel, que no
nos coja». La advertencia me causó tal impresión, que tuve que detenerme en
mitad del camino.
Allí plantado, observé cómo se desperdigaban los que
habían abusado de mí durante años, cómo unos se apresuraban hacia la salida y otros
saltaban la valla, pareció que hubiese agitado una mano y hubiese espantado un
puñado de moscas. Esto suscitó que tomara conciencia de una circunstancia que
atañe a todos por igual: la frontera que divide el infierno del paraíso es
estrecha, estás en un lado y al momento siguiente has traspasado al otro.
Con
la luz naciente, esa que se balancea entre las tinieblas y el horizonte, la sombra
de los barrotes se torna en una mancha difusa, se confunde con el suelo hasta
que desaparece. La línea que separa el bien del mal se convirtió para mí en una
frontera borrosa por la que vagué varias décadas, y todo porque el fulgor de la
luna me ocultó aquellas dos palabras, o, quizá, este suceso solo se
trató de la excusa que encontró mi subconsciente para vengarse de los que me
marginaban.
Ahora, según me incorporo de la litera con mucho tiento, en completo silencio, los rayos de sol alumbran las flores rojas del geranio, devolviéndoles, tras esta larga noche, su esencia.
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