domingo, 2 de enero de 2022

LA CONDENA DEL MARGINADO

Tercer premio en el XI Certamen Literario El Vedat



Con la luz de la luna llena, los geranios rojos del macetero emiten un resplandor como de película en blanco y negro, con lo que el color no se ve. Esta irradiación que apaga los tonos alcanza el armazón de mi litera, el colchón y también la sábana.

Me suelo acordar, sobre todo en el desvelo que padezco con frecuencia a estas horas, del episodio de mi vida en el que la luz de la luna, de algún modo, hurtó mi esencia. A la luz usurpadora de esta luna y entre estas cuatro paredes, quizá sea la ocasión propicia para liberar viejos fantasmas cubiertos de polvo, quizá sea la ocasión de narrar el momento en el que la línea que separa el bien y el mal dejó de ser nítida para mí.

 

En la orilla de una carretera que atravesaba un pequeño pueblo, la hilera que formábamos los estudiantes de sexto curso se detuvo tras la orden del profesor. Pocos minutos antes, un sol naranja se había deslizado horizonte abajo. El autobús que nos traía de vuelta de visitar unas cuevas adornadas con pinturas prehistóricas se había averiado, razón por la que en pleno atardecer nos habíamos trasladado a pie para llegar a esa localidad donde esperaríamos otro vehículo.

Sería mayo, quizá junio, de lo que estoy seguro es que era final de curso, puesto que la excursión a las cuevas era una actividad del campamento que organizaba el colegio en esta época del año. El caso es que durante la jornada, el calor había apretado hasta convertir el asfalto en una sartén achicharrante y, como es natural, las gargantas resecas exigían que se las atendiese.

El lugar hasta el que nos habían guiado los maestros era un rectángulo hormigonado que parecía la plaza del pueblo, pues la presidía una fuente con pilón situada en el centro. Todo lo que mis ojos alcanzaban, el nogal ubicado en un extremo de la plaza, la farola anclada junto a la carretera o un gato que huía de la aglomeración humana, había sido suplantado por matices de color gris, ya que una luna redonda colgada entre estrellas ejercía de foco gigante. El gorgoteo del agua cayendo sobre la pila acampanada de piedra llegó hasta nuestros oídos. Muchos de mis compañeros rompieron la hilera y corrieron como si el chorro cristalino que manaba del caño fuese a desaparecer de un instante a otro.

Por aquel entonces, era casi un adolescente, todavía un niño al que le costaba relacionarse. En aquella ocasión, en la plaza, me quedé atrás, quieto, pues había algo en mi interior que me impedía lanzarme a la carrera, que me impedía hacer o decir lo que me sugería mi conciencia para cada situación, fuese para bien o para mal, como una especie de vergüenza que me obligaba a mantenerme apartado, sin llamar la atención.

Pese a todo, quizá harto de tanta soledad, había iniciado la caminata en las posiciones delanteras de la hilera, intentando unirme a las conversaciones de los grupitos formados por los compañeros de mi clase, pero, como de costumbre, no respondieron a mis comentarios. Ya de por sí solía emitirlos desde un tono suave, más bien sumiso, cuestión que facilitaba que los ignorasen.

Así pues, había ido retrocediendo en la hilera, ya que nadie había querido charlar conmigo ni caminar junto a mí, hasta acabar en la cola, solo. Por si fuera poco, las escasas veces que alguien se había dignado a hablarme había sido para manifestar que qué iba a saber yo de fútbol, chicas o lo que tuviesen a bien comentar.

Pero este tipo de desprecios no eran nuevos para mí. Sin ir más lejos, una semana atrás, me encontraba en mi habitación, atareado con los deberes, cuando escuché en el rellano de casa el típico roce de metales, un forcejeo inconstante en la cerradura y, a continuación, unas llaves que topaban con el suelo. No hacía falta ser muy avispado para saber que Octavio, mi padre, estaba a punto de entrar dando tumbos y con las mejillas coloradas.

Siempre que regresaba de esta guisa, me sacaba de la habitación tirándome del jersey, como si arrastrase un fardo. Me llevaba hasta el rellano y me decía con deje etílico: «Tu mamá y yo necesitamos encamarnos, lárgate». Y, en efecto, aquella tarde se dio un caso de estos, solo que, en vez de esperarle en mi cuarto, lo hice en el recibidor, para evitar que el jersey acabase dándose de sí.

Como es obvio, tuve que obedecerle, por lo que me dirigí al frontón. A esas horas unos niños de mi clase solían jugar a la pelota. Al salir del portal un cielo azul sin mácula ofrecía una tarde espléndida, sin embargo, al alcanzar mi destino, un nubarrón tapaba el sol, ensombreciendo las calles.

Me paseé a la espalda de los pelotaris esperando una invitación, Recorrí el lateral descubierto del frontón deseoso de que uno de ellos advirtiera que eran impares, pero, al parecer, debía de haberme hecho invisible.

No sin cierta sorpresa, la pelota rodó hasta mis pies rechazada del frontis. Me agaché para recogerla, pero ni siquiera llegué a rozarla, puesto que apareció un perrillo callejero y la atrapó con la boca, al punto, me la entregó como si a cambio buscase una caricia. Escuché, provenientes del rectángulo de hormigón, las palabras «viejo » y «borrachuzo» mezcladas con otras que no entendí. Antes de que pudiera reaccionar, Lucas, un chico de mi clase que utilizaba unas gafas con el puente unido con cinta adhesiva, se abalanzó sobre nosotros propinándole al perrillo una patada en el hocico, con lo que el animal corrió entre gañidos.

Si no me engaño, aquella noche en la fuente con pilón, lo único que la luna llena no teñía era la negrura del cielo. La solitaria farola se fundió, con lo que a la estela azulada que desprendía la luna no le fue necesario robar el último brillo encendido.

Como me había concienciado de que sería el último de los alumnos en refrescarme, me senté en el borde del pilón, a metro y medio del caño en el que se saciaban mis compañeros. Los lugareños se asomaron, pues las carcajadas, los gritos y el murmullo habían convertido la plaza en un hervidero de emociones. Así las cosas, acaeció el momento crítico.

—Samuel, ¿tú no bebes? —me preguntó uno de los profesores indicando hacia el caño.

Su gesto provocó que volviese la cabeza hacia la fuente. Un chorro plateado surtía la boca de una chica de coleta trenzada. Al mismo tiempo, lo que vi escrito en el costado de la fuente me causó sobresalto, respondiendo de inmediato a la pregunta.

—Ahí pone «no potable».

Un par de vecinos se aproximaron a la carrera voceando que no se podía beber agua, que recientemente se habían percatado de que estaba contaminada y que la destinaban a otros usos. Pero ya era demasiado tarde, una tercera parte de los alumnos lo había hecho.

Durante los minutos que había estado allí sentado, la luz traicionera de la luna me había ocultado la pintada, al menos ese ha sido mi pensamiento todos estos años. Bastan unas palabras, una frase a destiempo o un acto impulsivo para quedar marcado y encontrarse con una larga, larga noche.

Ni que decir tiene que los profesores dieron por hecho, debido a mi respuesta, que había advertido de antemano que el agua era tóxica. Asistí a sus acusaciones como quien contempla los infortunios del protagonista de una mala película, como si la cosa fuera con otro. La timidez me produjo un súbito mutismo, impidiéndome aclarar que había descubierto la inscripción casi a la par que la anunciaba. Cuando pude expresarme ya era tarde, prefirieron tener a quien culpar.

La madrugada en el campamento fue larga, incluso hubo traslados al hospital más cercano. Quizá fuese una de las noches que más litros de lágrimas brotaron de mi desgraciada alma. No pude más que pensar que lo que mejor se me daba era traicionarme a mí mismo.

Al regresar al barrio, los chavales me perseguían, me acorralaban y me hacían caminar a través de un pasillo de brazos y piernas donde me asestaban manotazos en la cabeza y patadas en las espinillas. De vagar solo por las calles pasé a no pisarlas más que para ir al colegio, y cuando Octavio me echaba de casa, subía al trastero y pasaba las horas encerrado.

Una noche que mi padre me mandó bajar a por tabaco, unos muchachos de la escuela que estudiaban dos cursos por encima del mío bailaban punk en la puerta del bar. Uno de ellos me plantó la mano en el pecho cuando salía con la cajetilla.

—Oye, tú eres el chaval que no avisó de que no se podía beber de aquella fuente, ¿verdad?

Una amplia sonrisa dibujada en su rostro me previno para lo peor, sus acompañantes también lucían muecas de complacencia. Colillas humeantes salpicaban la acera. Asentí, pues las palabras se me atascaron en la garganta.

—Qué cabroncete —dijo uno que lucía unas greñas, y los demás rompieron a reír.

Tan pronto como brotaron las carcajadas, el que me había preguntado me dio palmadas en el hombro. Otro me tendió un cigarrillo y hasta hubo quien me ofreció de su cerveza. Antes de marcharme, chocamos las manos como si fuésemos colegas.

Remonté las escaleras del portal como si levitase, noté que el corazón me palpitaba y un ramalazo de furor necesitaba ser expulsado de mi pecho. Alcé los brazos repetidas veces con los puños apretados y hasta se me saltaron las lágrimas. Pasé parte de la noche sin poder dormir. ¿Acaso la charla con esos adolescentes no era lo más grande que me había sucedido nunca?

A la mañana siguiente cubrí el trayecto entre mi casa y la escuela con una energía impropia en mí, tanto fue así, que llegué a dar pequeños brincos según entraba en el aula. Nada más hacerlo, Lucas, el chaval de gafas reparadas con cinta adhesiva que había maltratado al perrillo, se echó la mano al estómago, me señaló y se desternilló.

—Samuelito borrachito, pareces una niñita jugando a la rayuela.

Este menosprecio provocó una retahíla de risotadas y desprecios de sus amigos, que me ridiculizaron ante el resto de los compañeros. El abatimiento retornó como un latente dolor de muelas. Ni siquiera me animó el recordar que pocas horas antes había experimentado en primera persona la camaradería del grupo de chavales de octavo.

Más tarde, en el recreo, con las manos hechas puños en los bolsillos y dando patadas a las piedras con las que me cruzaba, descubrí a los muchachos de la noche anterior sentados en el porche que antecedía a la entrada al gimnasio. Vestían con chándal y zapatillas deportivas, por lo que deduje que tras el recreo les correspondería asistir a la clase de gimnasia con el odiado don Bartolomé, el profesor de educación física, que se solía comportar como un sargento de Infantería de Marina. Así pues, corrí hacia el edificio central, entré y me dirigí al aula. Ya dentro, cogí un tubo de pegamento y regresé al gimnasio.

—Hey, Samuel, te apetece un pitillo —me saludó el de las greñas.

—Igual luego. Veréis lo que voy a hacer.

Se apartaron, mirándose de uno a otro. Cuando comencé a aplicar el pegamento en la cerradura, me señalaron entre risas, chocaron las manos con exultante ánimo y me dieron palmaditas en el hombro. De este modo les libré de la clase, lo que me granjeó su amistad.

Desde entonces, más o menos, mejor o peor, me dediqué a cometer fechorías que pudiesen entusiasmar a estos muchachos, como, por ejemplo, colocar clavos bajo las ruedas de los coches de los profesores que me habían acusado de ser el responsable de la intoxicación en el campamento. Este tipo de actos me otorgó cierta aureola de rebelde, siendo aceptado por esta pandilla.

Unas semanas después, acompañado por mis nuevos amigos, fuimos al frontón, donde varios de los chavales de mi clase jugaban a la pelota. Esta vez, cuando la pelota salió rebotada del frontis la atrapé con rapidez, no fuese a ser que apareciese un desdichado animalillo.

—Samuel, tío, ¿nos das la pelota, por favor? —me pidió Lucas con una cortesía fuera de lo común.

Quizá por la falta de costumbre, tanta educación me escamó; ¿serían mis colegas los que le infundían semejante respeto?

—¿Te acuerdas del perrillo al que pateaste? —Lancé la pelota hacia la valla desvencijada y oxidada que coronaba la parte alta del frontón, encajándola—. Se ha hecho grande.

Ya fuese en el frontón, en la cancha de baloncesto o en los parques, nos acostumbramos a arrebatarles la pelota, el balón o las canicas. Si se resistían, les quitábamos las cuatro monedas que escondían dentro del calzado o les obligábamos a desfilar por un corredor de collejas.

Una tarde que cruzaba el parque en dirección a uno de los garitos del barrio, un crío destacó del grupo que se entretenía jugando a la peonza y voceó estas palabras: «¡Corred, corred!, que viene Samuel, que no nos coja». La advertencia me causó tal impresión, que tuve que detenerme en mitad del camino.

Allí plantado, observé cómo se desperdigaban los que habían abusado de mí durante años, cómo unos se apresuraban hacia la salida y otros saltaban la valla, pareció que hubiese agitado una mano y hubiese espantado un puñado de moscas. Esto suscitó que tomara conciencia de una circunstancia que atañe a todos por igual: la frontera que divide el infierno del paraíso es estrecha, estás en un lado y al momento siguiente has traspasado al otro.

 

Con la luz naciente, esa que se balancea entre las tinieblas y el horizonte, la sombra de los barrotes se torna en una mancha difusa, se confunde con el suelo hasta que desaparece. La línea que separa el bien del mal se convirtió para mí en una frontera borrosa por la que vagué varias décadas, y todo porque el fulgor de la luna me ocultó aquellas dos palabras, o, quizá, este suceso solo se trató de la excusa que encontró mi subconsciente para vengarse de los que me marginaban.

Ahora, según me incorporo de la litera con mucho tiento, en completo silencio, los rayos de sol alumbran las flores rojas del geranio, devolviéndoles, tras esta larga noche, su esencia.

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