Primer premio en el XIII Concurso de Narrativa Corta
de El Pinós
En
la recepción, como en el ascensor, como recorriendo los pasillos del hospital,
Lucas aspiró y exhaló todo el oxígeno que fue capaz, pues tenía la creencia de
que esto calmaba los nervios. Detenido ante la habitación donde su cuñada se
recuperaba de su segundo parto, el estómago le crujió. Al tiempo, percibió un murmullo
festivo proveniente del otro lado de la puerta del que destacaba la voz de
Anselmo, su hermano mayor. Lucas suspiró una vez más y abrió.
Un resplandor amarillo procedente del ventanal
llenaba la habitación. Las cabezas se volvieron hacia él, las bocas callaron y
los rostros se apagaron. Entre los muchos visitantes se hallaban sus padres, al
verle, sus miradas desprendieron cierta decepción. Su cuñada, tumbada en la
cama, se ladeó, dándole la espalda. Carlitos, su sobrino, fue el único que le
saludó, abrazándose a su cintura.
—Hola, tío, le están haciendo unos análisis a mi hermanita.
—A quién tenemos aquí, a la mismísima oveja negra —le
espetó su hermano Anselmo.
—Enhorabuena. ¿La niña está bien? —le preguntó Lucas.
—Pues sí, los análisis son rutinarios, está en
neonatos —contestó Anselmo, que de un momento a otro cambió de tema y se
dirigió al resto de familiares—. ¿Sabéis cuál es la última de este? Resulta que
se fue a celebrar…
—¿Ya empiezas? —se quejó Lucas.
—Si no te faltase un patatín pal kilo no tendría que decir nada —le asestó, golpeándose
repetidas veces la sien con la punta de un dedo—. La cosa es que se fue a un antro
que…
Lucas llevaba desde la adolescencia escuchando que
le faltaba un patatín pal kilo, en
concreto, desde que se besuqueara con María Teresa, una compañera de la clase
de Anselmo. Casualmente, fue él quien los pescó en los aseos del instituto. A raíz de este
incidente, Anselmo le vigiló una temporada. De este modo se enteró de que hacía
novillos para ir al salón de juegos, de que fumaba cigarrillos detrás del
frontón, o de que se masturbaba en el cuarto de baño susurrando el nombre de
María Teresa hasta el cuarto apellido.
Pero Anselmo no solo se limitaba a dar todo tipo de
detalles a sus padres, en cada reunión familiar, ya fuese una boda, una
comunión o un cumpleaños, hacía lo propio delante de sus tíos, primos y hasta
abuelos. Por si fuera poco, exageraba los chismes y los transformaba en algo
más serio: si Lucas no acudía al instituto, Anselmo aseguraba que paseaba de
taberna en taberna para beberse las sobras de los botellines de cerveza que los
clientes abandonaban sobre las mesas de las terrazas; en cuanto a los
cigarrillos que fumaba, el hermano mayor los sustituía en sus falsos relatos
por canutos; y no es que el pieza de su hermanito se dedicara solo a masturbase
recitando el nombre completo de María Teresa, sino que, según Anselmo, había hecho
un agujero en la pared del cuarto de baño para espiar a la vecina. «Lucas, te
falta un patatín pal kilo», comenzó a
decir desde entonces, y la maldita expresión se extendió con rapidez, como el
olor a estiércol.
—…creerme, ocurrió tal y como lo he contado, manipuló
la cerradura de un coche y durmió la mona dentro.
Lógicamente, ante esta afirmación, Lucas trató de
defenderse.
—No es cierto, el coche era de Jaime, el hijo de los
Herráez, los del perro lobo que ladra afónico, él me prestó la llave.
—¿Quién, el chucho? —respondió Anselmo.
—Por mucho que cuentes mentiras jamás se harán
realidad.
—Hombre, claro, ahora soy yo el que miente. Anda, Carlitos,
toma —dijo Anselmo, tendiéndole unas monedas a su hijo—, tráeme un sándwich vegetal
sin atún.
—Ya te lo traigo yo, que voy a neonatos a ver a mi
sobrina. Porque es mi sobrina, por mucho que te pese —le interrumpió Lucas.
Anselmo le miró con desconfianza, con todo, le
entregó las monedas.
—Acuérdate, sin atún.
—Tranquilo, hermano, si no te fías de mí puedes
comprobar los ingredientes en la etiqueta.
En el pasillo, Lucas advirtió que Anselmo jamás
cesaría, al parecer, la fama que le había creado le resultaba insuficiente. «Un
patatín pal kilo, un patatín pal kilo», se repitió, fustigándose. Un repentino
abatimiento cayó sobre él al detenerse ante la máquina expendedora y apoyó las
palmas de las manos en el gélido cristal que resguardaba los alimentos.
—¿Por qué me odia?, ¿por qué?
Sus manos fueron convirtiéndose en puños. En un impulso
de rabia, introdujo las monedas y extrajo un sándwich vegetal y luego otro con
los mismos ingredientes, pero, además, con atún. Después, con mucho tiento,
despegó las etiquetas. Una vez hubo conseguido su propósito, volvió a adherir
cada una en el envase contrario.
Recorriendo el pasillo, estimó que como venganza era
ridícula, que Anselmo se merecía un castigo de mayor calibre por todo el daño
causado. Era obvio que, si a los treinta y tres años su hermano continuaba
pregonando lo del patatín pal kilo, lo
haría por siempre. ¿Acaso no lo hacía sin ninguna justificación desde aquella lejana
mañana en la que le pescó con María Teresa? Lucas resolvió que le devolvería las
burlas y las mentiras, aunque no supiese de qué manera. Esta determinación
penetró en su conciencia al mismo tiempo que alcanzaba la sala de neonatos.
Abrió la puerta y se encontró con dos hileras de
incubadoras situadas una a cada costado de la estancia. Cerca de la entrada,
una enfermera atendía a dos criaturas que reposaban sobre unas cunas-cama.
—Disculpe, me gustaría ver a mi sobrina, si me
hiciera el favor…
—¿Habitación? —preguntó la sanitaria con aire resignado.
—145.
—Es una de estas dos —dijo, señalando a los bebés.
La enfermera examinó las pulseras identificativas prendidas
de los tobillos de los bebés y le indicó de cuál se trataba. El tío le hizo
monerías a su sobrina con la mano que no sujetaba los sándwiches y le preguntó
a la sanitaria si no le parecía la criatura más hermosa y si conocía un
angelito semejante entre toda la humanidad. La mujer tardó poco en marcharse y
afanarse en la otra punta de la sala.
Las niñas estaban cubiertas con mantitas y portaban
idénticos gorritos de algodón. Lucas se fijó en las pulseras que rodeaban los
tobillos de miniatura, estaban flojas. Esto originó que se le ocurriese una idea
surgida de esa parte perversa que, como ser humano, también él poseía. Como iba
en su carácter, luchó por expulsarla antes de que se arraigase, pero, cómo no, en
su mente apareció el hiriente mantra que su hermano le había endilgado: «Te
falta un patatín pal kilo, un patatín
pal kilo»; lo que terminó por
superarle.
Ya en el pasillo, se cercioró de que las etiquetas
de los sándwiches se mantuvieran planas sobre el plástico y se enfiló hacia la
habitación. Una vez dentro, le entregó a Anselmo el sándwich que contenía atún.
Este comprobó, disimuladamente, que el envase estaba sellado. Una nube ocultó
el radiante sol de verano que se colaba por el ventanal, ensombreciendo la estancia.
—¿Habías visto alguna vez unos ojos grises como los
de mi hermanita? —le preguntó Carlitos a su tío Lucas.
—Ah, pues… la verdad es que no.
—Mamá dice que son como la ceniza.
Ahora que Lucas se había serenado, se dio cuenta de
lo que le había llevado a cometer la ira, no en vano, se arrepintió, y de
inmediato se lanzó hacia la puerta para corregir su, este sí, despropósito.
Pero entró la enfermera con su supuesta sobrina en brazos. La sanitaria le
entregó el bebé a la madre, que, como es lógico, lo exhibió.
—¿Pues no tenía los ojos grises?, si son amarronados
—dijo la suegra.
Todos los integrantes de la familia, salvo Lucas, clavaron
la mirada en la enfermera, exigiendo una explicación. Esta aseguró que era
imposible que se tratase del bebé de otra paciente, aun así, verificó la
pulsera identificativa.
—A los recién nacidos les suele cambiar el color del
iris en los primeros meses, pero nunca lo había visto con tanta rapidez, esto
es muy extraño —dijo la sanitaria.
A lo largo de las sienes de Lucas se deslizaron gotas
densas. El estómago le crepitó. Uno de sus pies taconeaba con frenesí. Intentó
esconderse detrás de su padre.
La enfermera frunció el ceño y sus pupilas
resplandecieron, como si en su cerebro acabase de aparecer una idea. Al punto,
repasó de uno en uno a los asistentes. Se detuvo en el que cerraba los ojos con
fuerza y se tapaba a medias con la espalda de otro. La sanitaria comenzó a
alzar el brazo con el índice estirado en dirección a Lucas, pero el sonido
gutural de una arcada interrumpió el gesto.
—Será posible, esto tiene atún —clamó Anselmo,
dirigiéndose hacia la enfermera y mostrándole el sándwich como si ella fuese la
responsable.
—Oiga, caballero, que yo no tengo la culpa, quéjese a
quien corresponda. Ya está bien, lo que tiene una que aguantar.
En un arrebato, se dio la vuelta y se marchó.
El bebé sonrió, enterneciendo a la familia, que se
reunió en torno a él y lo acogió amorosamente. Lucas se mordisqueó las uñas con
ansia y miró de la criatura a la puerta y de la puerta a la criatura, así una y
otra vez, surgiendo en su conciencia un dilema, a la par, se dibujó en su
imaginación, como un neón luminoso, la expresión de marras.
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