Lo
que le atrajo a Ernesto de aquella llamada de la editorial Plumeta fue la
exclusiva proposición: un taller privado con el escritor López Carrete, donde
aprendería, a cambio de la escritura de tres novelas, lo que el afamado
escritor llamaba «técnicas de sublimación».
En toda entrevista que le realizaban a López
Carrete se vanagloriaba de haber descubierto una serie de técnicas que hacían
que su escritura enganchara hasta al lector más avezado. Y era cierto, ya desde
la solapa de sus best seller los lectores quedaban prendados, para
cuando sus pupilas despiertas alcanzaban la portadilla, la abducción ya se
había dado, y al finalizar el primer párrafo del libro, entraban en estado de
hipnosis. Se había vuelto frecuente que cuando los lectores tomaban un libro de
López Carrete en una librería con intención de echarle un vistazo, el librero
tuviese que llamar al Sámur para que le ayudasen a destrabar los cerebros
penetrados y las manos agarrotadas. Así era la prosa del genial escritor, cuyos
secretos jamás había desvelado.
Habían escogido a Ernesto por sus cinco
o seis novelas publicadas con editoriales de corte independiente, de las cuales
había vendido poco más de doscientos ejemplares, entre todas, y cuyo usufructo
económico, como es evidente, no le permitía dejar su trabajo de relojero. Pero,
al parecer, por fin le llegaba el reconocimiento, y con él lo que todo escritor
ansía, la dedicación veinticuatro siete, que se dice ahora.
Tras las presentaciones, le entregaron un
delantal de cuero blanco con restos sanguinolentos, desecados, como excrementos
de ave, y se encerró con López Carrete en la sala de un antiguo matadero abandonado,
donde se llevaría a cabo el taller literario. A decir verdad, los escoltaban cinco
o seis bigardos; otro escritor al que le habían realizado idéntica proposición,
el cual se había hecho famoso en las redes por tocar la armónica a base de
flatulencias; y un editor de Plumeta.
—Comencemos —mandó Carrete al pie de una
mesa de madera equipada con grilletes, y le hizo un gesto a uno de los bigardos.
Al poco, otros dos de los fortachones
accedieron a la sala de paredes salpicadas, lo que parecían continuas toses
ahogadas acompañaban su paseo. Portaban jaulas de barrotes metálicos del tamaño
de cajas de motocicletas de Telepizza. En su interior se revolvían nerviosos un
par de cochinillos, los cuales emitían esos sonidos que parecían toses. Sus
ojos desorbitados expresaban temor.
—En literatura todo está inventado
—afirmó Carrete—, dejando aparte el genio de cada uno, lo único que puede dar
valor a los escritos son las experiencias vividas. ¿Qué otra experiencia de
mayor impacto en el espíritu puede existir que causar la muerte? Estos dos
seres serán su estreno en mis técnicas.
Ernesto y el famosete de la ventosa armónica
cruzaron sus miradas sorprendidas. Los secuaces extrajeron, no sin dificultad,
uno de los asustados cochinillos. La cría gruñía con insistencia, como si
conociera su destino, incluso hasta después de que la inmovilizaran. De un
maletín, López Carrete extrajo una puntilla de filo resplandeciente.
—Tome, degüéllelo —le ordenó al de la
armónica.
El tipo asintió con convencimiento, agarró el cuchillo y, tras
unos minutos de mentalización, acometió la faena. El cochinillo dejó de tener
miedo, la sangre fluyó por la mesa. Luego fue el turno de Ernesto. Ernesto
jamás se había imaginado que tendría que hacer algo similar, pero tampoco se
había imaginado que un día, con la condición de aprender ciertas técnicas de
sublimación, firmaría un contrato con la editorial Plumeta. Así pues, cerró los
ojos y le clavó la puntilla al cochinillo y… Dejémoslo en que acabó haciéndole
una escabechina al pobre animal.
La segunda técnica de sublimación
consistía en ajusticiar del mismo modo a dos perritos de mirada bondadosa, en
concreto, dos yorkshire, de esos que agitan la colita a nada que les prestan
atención. El escritor-músico-intestinal
se había convertido en un asesino en potencia, ni siquiera quiso atender a las
indicaciones de Carrete. Le arrebató el cuchillo de la mano y degolló al
perrito que le correspondía sin miramientos. Ernesto vomitó sobre sus zapatos. En
este punto, les evitaré la narración de cómo Ernesto superó la prueba.
—Presten atención —dijo Carrete—. Viene
la técnica final, si son capaces de llevarla a cabo, su prosa se podrá
comparar, algún día, a la mía.
Uno de los cachas entró a la sala
precedido de una camilla, en la cual un señor de ropas andrajosas, mirada ida y
que desprendía olor a petricor estaba atado y amordazado. Movía la cabeza de un lado a
otro, sin control, como un Elvis de coche con un muelle por cuello. A su vez
emitía lamentos sordos, frenéticos, sus ojos necesitaban salirse de las cuencas
oculares. De un momento a otro, el hombre interrumpió las sacudidas, sus ojos
se paralizaron en el vacío y su cuerpo se agarrotó. Tras comprobar el fallecimiento,
otro de los secuaces informó de algo a López Carrete. A continuación, éste mantuvo
una charla privada con el representante de la editorial. Pareció que llegaban a
un acuerdo.
—Señores —dijo el representante de Plumeta,
dirigiéndose a Ernesto y al famosillo de las redes—, ha surgido un problema con
la última técnica de sublimación. Como han podido ver, el ejemplar ha fallecido
por causas naturales, y me informan de otra desagradable noticia, el otro
ejemplar del que disponíamos ha escapado. Llegados a este punto, necesitamos,
al menos, un futuro ganador del premio Plumeta. ¿Quién de los dos es el de los
doscientos seguidores?