—¡Despierta, Ken!
Sobresaltado por los gritos de mi novia, me incorporé sobre la cama.
Una masa viscosa y marrón, casi negra, se colaba por la puerta del dormitorio y se aproximaba con lentitud hacia nosotros. Ocupó la mitad de la habitación con mucha rapidez. Cubrió cada esquina. Desprendía vapores y un aroma dulzón. Me lancé hacia la ventana, pero era falsa y, evidentemente, no pude abrirla.
El techo comenzó a estremecerse, y luego a deformarse por el peso de algo monumental. Se desvencijó por un extremo y la misma materia pegajosa resbaló al interior. Se descolgó en hilos dúctiles y cayó de golpe. Si ya de por sí el clima era cálido, la masa convirtió el ambiente en achicharrante.
Mi novia y yo gritamos cuando unos dedos monstruosos, de uñas mordidas, entraron por la puerta. Se movían de un lado a otro, se impregnaron con la masa y se retiraron. Al poco regresaron humedecidos, y repitieron la operación.
—¡Mierda!, no se ha salvado ni una onza —dijo, para nuestro asombro, una voz descomunal, omnipotente, desde el exterior de la casa.
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