Al
otro lado de la puerta acristalada de la sauna se paseó una rata de cola
rosada.
—¿Era eso lo que parecía? —preguntó Facun.
—Esto es lo que me faltaba por ver en este gim —se quejó Víctor.
Arrimadas al rodapié, tres o cuatro ratas vagaban
a lo largo del pasillo que distribuía la zona de los baños de vapor.
—Ni se te ocurra, Víc, ahora vendrá alguien.
Pero Víctor obvió el comentario y empujó la
puerta, abriéndola. Un chirriante murmullo continuado, cercano, provocó que
arrugaran las frentes. Cuando por fin Víctor salió de la cabina, se ajustó la
toalla a la cintura y avanzó por el pasillo. Solo que no llegó a dar más que
unos pasos, pues una riada de enfervorecidas ratas proveniente del vestuario
se precipitó en su dirección.
Para cuando Facun se quiso dar cuenta, Víctor cerraba
la puerta de golpe. Se fueron hacia el fondo de la cabina. Entre trompicones, subieron
a la bancada. Las ratas aparecieron al otro lado de la puerta de cristal. Eran
decenas, cientos, unas sobre otras, marrones, grises, negras, pequeñas, más
grandes, enormes. Algunas se arrojaron con violencia contra el cristal, como si
pretendieran estallarlo. Por suerte, la puerta se desplegaba hacia afuera, por
lo que soportó las acometidas.
—¡¿Has visto eso?!
—¡Te he dicho que no abrieras, Víc, que no
abrieras!
Las contemplaron sumidos en una especie de nube
irreal, como sucede en los sueños. Facun recuperó el brillo de los ojos y zarandeó
a Víctor.
—Víc, hay que irse. Víc, escúchame.
Ensimismado en ese ejército de furia, Víctor se
limitó a levantar un brazo con un dedo señalador: varias ratas se peleaban por
una mano a medio comer; una pequeña mano embadurnada de sangre.
El pasillo parecía una laguna negra. Entre sus aguas
flotaban partes de cuerpos humanos: un pie arrancado, un brazo despedazado, un
pulmón corría de un lado a otro como si tuviera sus propias patitas. Facun fue a
una esquina, se encorvó y vomitó. Poco después, Víctor se contuvo las arcadas y
se tragó lo que su estómago intentaba rechazar.
Los nervios afloraron, gritaron y dieron
manotazos en la cristalera. La temperatura de sus cuerpos se intensificó.
Llegaron los mareos y más arcadas. Apuraron la bebida isotónica de los bidones.
A la media hora, cuando creían que el sofoco los mataría y, al menos, no tendrían que
enfrentarse a las ratas, la electricidad se extinguió. A la par que desaparecía
la corriente eléctrica se activó el alumbrado de emergencia. Se quitaron el
sudor con las toallas y, según se enfriaba la sauna, recobraron la vitalidad.
Acurrucados en una esquina, en penumbra, se
echaron las toallas sobre las piernas. Eran sus únicas posesiones junto a los
bidones, las llaves de las taquillas y las chancletas.
Procuraron no tener ratas a la vista, aunque lo
mismo daba, miles de voraces bocas arrojaban sus sonidos disonantes directos a sus
cerebros. Lo que, como no podía ser de otra manera, los mermó psicológicamente,
aunque ninguno lo exteriorizase.
Se dijeron que tal vez fuese un problema
exclusivo de las instalaciones deportivas y que, como consecuencia, las habían cerrado. Al poco, cayeron en la cuenta de que, por la cantidad
de individuas que formaba la descomunal manada y las personas despedazadas,
aquella conjetura era poco probable. Era más factible que hubieran evolucionado
y se hubieran puesto de acuerdo para invadir el planeta, o, como mínimo, la ciudad.
Por la noche no durmieron, lo propiciaron los
chillidos desgarradores, la pestilencia putrefacta despedida por el torrente rabioso,
las ideas imposibles que comentaban para salir de aquella situación y, sobre
todo, el rasgar cercano. En efecto, las ratas no solo se amontonaban en la
puerta y ocupaban el pasillo, también se acumulaban sobre el techo y tras las
paredes de la sauna.
—Nos van a comer, Víc, ¡se nos van a comer!
—Aquí no pueden entrar, tranqui.
Al día siguiente, gracias a la claraboya del
pasillo, puesto que la luz de emergencia desapareció, vieron cómo las ratas roían
los cables eléctricos, también cómo se mataban unas a otras, a veces por una
pieza carnosa y otras por huesos ya pelados. Algunas estaban bañadas en sangre humana,
las otras las atacaban y las devoraban con ansia.
—Tal vez se exterminen entre ellas —dijo Facun
con la frente unida al cristal.
—Sí, claro, así, por las buenas —respondió
Víctor, disponiéndose a realizar unas flexiones.
Hacia la tarde, entre el bullicio, distinguieron
un chillido más próximo. Se pusieron en pie como si les hubiera impulsado un
resorte y examinaron cada rincón. Buscaron por todos lados. Era como si una
estuviera allí dentro. Y así fue.
Debajo de uno de los bancos, descubrieron que una
rata pretendía introducirse a través de una estrecha grieta abierta entre el
suelo y la pared. La cabeza y parte del cuerpo ya asomaban, chillaba como si
traspasar el reducido agujero le causara un dolor inaguantable.
Facun envolvió media docena de piedras de la
estufa con la toalla, las manos le temblaban. No había terminado de elaborar el
mazo casero, cuando la rata logró colarse. Salió disparada en su dirección,
hacia sus pies. Facun saltó repetidamente para evitarla, mientras, intentaba
atar la toalla con las piedras dentro.
Por fin, logró lanzar un mazazo contra el
bicho, al que no llegó ni a rozar. Insistió. Una y otra vez la rata se
escabullía, se escurría entre los pies de ambos o corría pegada a la pared. O
bien se protegía debajo de la bancada y los observaba hasta que decidía atacar. Se podía vislumbrar una mezcla de miedo y ansiedad en sus ojos brillantes.
Rehuía y atacaba, esquivaba los mazazos por un
lado e intentaba arrojar dentelladas a pies y piernas por otro. En un arrebato,
Víctor le arrancó a Facun de las manos el mazo fabricado con las piedras y la
toalla y en dos o tres intentonas acabó por machacarle la cabeza.
Este incidente provocó que revisaran debajo de
cada bancada. Como no existían otras fisuras, con el canto de una piedra desgarraron
algunas astillas de uno de los listones del banco y taponaron la pequeña
cavidad.
Más tranquilos, sentados en el suelo, recostados contra el tabique de madera, contemplaron la rata aplastada. Sus
compañeras seguían a la espera de una oportunidad para hincarles el diente, ellos
seguían a la espera de algún héroe o de una idea que los salvara. Entretanto,
los crujidos de sus estómagos competían con los gritos desquiciantes de los
animales.
Por la noche, Víctor se acercó a gatas a la
rata muerta.
—No lo hagas, Víc, a mí no tienes que
demostrarme nada.
Pero Víctor, una vez más, no le escuchó. Cogió
una de las piedras, rajó al roedor y, con la nariz contraída, cortó pedazos de
carne rosada. Dos o tres minutos después, se metió un trozo en la boca, y luego
otro, y otro. Se le quedó grabada a fuego en el cerebro la mueca de asco que
expresó su amigo.
Esta vez Víctor no pudo contenerse las arcadas.
Más tarde le sobrevino una descomposición que le obligó a acuclillarse en una
esquina, pero terminó por estabilizarse. Esa noche llegó a dormir.
Por la mañana, pese a que Facun no estaba de
acuerdo, le ayudó a Víctor a desprender el resto de los listones del banco y
así acceder con más facilidad al agujero, el cual destaparon. La segunda de sus víctimas tardó un
cuarto de hora en presentarse; le trituraron la cabeza antes de que lograra
traspasar la grieta por completo.
Que la cazaran entre los dos no significaba que
Facun quisiera comer.
—Prefiero que no me miren como a un bicho raro.
Víctor esperó a que el hambre fuera
insoportable y la ingirió pedacito a pedacito. Los aguijonazos en el estómago
fueron más violentos que la noche anterior, lo arregló con una visita a la
esquina convertida en letrina.
Hizo de las ratas su sustento; vertía la sangre
en los bidones, las desollaba y se comía su correosa carne. Al final del tercer
día, se rio con sorna porque Facun aceptó dar un par de sorbos de uno de los
bidones. Al rato, se retorció sobre el suelo, pero repitió.
—No es lo mismo que comérselas —aclaró Facun—.
A ti se te están poniendo los ojos rojizos.
A la sexta o séptima pieza el estómago de
Víctor se acostumbró y empezó a defecar con normalidad. Al cuarto día las
náuseas se agarraron a las gargantas de ambos, las provocaron la peste
mortífera del exterior y el olor a excremento del interior.
En el pasillo, de vez en cuando, como
arrastrados por una marea, aparecían trozos de cuerpos humanos y ocho o diez
ratas se los disputaban. Las peleas eran frenéticas, y hasta que una de ellas
no mataba a las otras la lucha no concluía. La ingente cantidad de compañeras
de la vencedora permitía que disfrutara del trofeo mientras otras se comían los
cadáveres de las perdedoras. Pero ahí no acababa el reconocimiento, la triunfadora
podía moverse a su antojo, la dejaban vía libre, ninguna consideraba que
estuviera sobrepasando su espacio, y si todavía le apetecía echarse algo más al
buche, le cedían cualquier carroña putrefacta, ya fuese de su propia especie o
de otra. A Víctor le causó curiosidad este juego de jerarquías que practicaban
continuamente; el respeto solo se daba entre las más fuertes, las débiles, como
mucho, se quedaban con las migajas.
—¿Te das cuenta?, las mejores sobreviven, las
perdedoras mueren —dijo Víctor, emocionado.
—¿Las mejores en qué?
Un repentino manotazo de Víctor al aire, como
si espantase una mosca, indicó que no estaba dispuesto a rebatirle. Bien le
podría haber dicho Facun que estaba cansado de verlo competir por todo, hasta
por quién de los dos terminaba antes de ducharse, que estaba cansado de sus
falsos argumentos para imponer su opinión, de sus medias verdades, pero
simplemente se limitó a cerrar los ojos e imaginarse que le rescataban.
Las llagas cubrían la piel de Facun y se le
formaron pústulas alrededor de los labios. Víctor, en cambio, estaba pleno de
salud, si acaso, los globos oculares, como le había dicho su compañero de
reclusión y le mostraba el reflejo del cristal, estaban tornando a un rojo
intenso.
Al quinto día Facun sucumbió:
—Comeré de la próxima que cacemos.
—Cuatro días y pico sin comer, no está mal,
pero, claro, tú eres un flacucho.
Como las ratas se habían aprendido el camino, cuando
los dos amigos destaparon el agujero, una asomó el hocico chato de inmediato. En
esta ocasión, en vez de matarla antes de que se introdujera del todo, Víctor
permitió que entrara y la mantuvo arrinconada dando mazazos al suelo. Luego se
coló otra y otra más e hizo lo mismo, amedrentarlas contra una esquina.
—Pero, Víc, ¿qué haces, por qué no las matas?
La mirada de desprecio que su amigo le dirigía causó que sus pupilas se dilataran y temblaran. Su piel palideció después de que le enseñara los dientes y, de seguido, le lanzara un grito agudo. Adivinó sus intenciones demasiado tarde, cuando la reacción era ya imposible. Víctor le arreó un rabioso mazazo en la cara. Perdió la verticalidad y al quedar tendido en el suelo, su enemigo se abalanzó sobre él y le machacó la cabeza. La sangre brotó de su cogote.
De su mirada ya apagada se desprendía una chispa de ingenua sorpresa.
Las tres ratas se abalanzaron sobre el cuerpo
inerte, Víctor se acuclilló y las chilló, imitando su propia estridencia. No
estaba dispuesto a compartir, así que cuando hundieron las bocas en Facun, las
aprisionó una a una y las mató a mordiscos.
Al poco, taponó el agujero y abrió con una
piedra el muslo de una de las piernas. Con los dientes desgarró la carne, la
masticó y se la tragó. Así estuvo largo tiempo, con la cara metida en la ingle de
su amigo. Una vez saciado, hincó las rodillas ante la puerta. Tenía la cara
embadurnada de sangre, al igual que las manos, con las que golpeó el cristal y arrojó
gruñidos amenazantes.
—Soy mejor, putas, soy mejor.
Las ratas se convirtieron en un hervidero de
rabia aún mayor. Rugían, se rasguñaban, se descabezaban unas a otras y, sobre
todo, saltaban hacia la puerta sin tregua, en grupos de cuatro o cinco. Hubo
alguna que se reventó los sesos contra el cristal, lo tiñó de chorretones
rojos.
—Yo gano, yo soy mejor que vosotras, yo, yo, yo.
Sumido en el paroxismo, Víctor no fue
consciente de las primeras grietas, así como no fue consciente de la
transición.