domingo, 7 de agosto de 2022

Superdepredador

  


Al otro lado de la puerta acristalada de la sauna se paseó una rata de cola rosada.

—¿Era eso lo que parecía? —preguntó Facun.

—Esto es lo que me faltaba por ver en este gim —se quejó Víctor.

Arrimadas al rodapié, tres o cuatro ratas vagaban a lo largo del pasillo que distribuía la zona de los baños de vapor.

—Ni se te ocurra, Víc, ahora vendrá alguien.

Pero Víctor obvió el comentario y empujó la puerta, abriéndola. Un chirriante murmullo continuado, cercano, provocó que arrugaran las frentes. Cuando por fin Víctor salió de la cabina, se ajustó la toalla a la cintura y avanzó por el pasillo. Solo que no llegó a dar más que unos pasos, pues una riada de enfervorecidas ratas proveniente del vestuario se precipitó en su dirección.

Para cuando Facun se quiso dar cuenta, Víctor cerraba la puerta de golpe. Se fueron hacia el fondo de la cabina. Entre trompicones, subieron a la bancada. Las ratas aparecieron al otro lado de la puerta de cristal. Eran decenas, cientos, unas sobre otras, marrones, grises, negras, pequeñas, más grandes, enormes. Algunas se arrojaron con violencia contra el cristal, como si pretendieran estallarlo. Por suerte, la puerta se desplegaba hacia afuera, por lo que soportó las acometidas.

—¡¿Has visto eso?!

—¡Te he dicho que no abrieras, Víc, que no abrieras!

Las contemplaron sumidos en una especie de nube irreal, como sucede en los sueños. Facun recuperó el brillo de los ojos y zarandeó a Víctor.

—Víc, hay que irse. Víc, escúchame.

Ensimismado en ese ejército de furia, Víctor se limitó a levantar un brazo con un dedo señalador: varias ratas se peleaban por una mano a medio comer; una pequeña mano embadurnada de sangre.

El pasillo parecía una laguna negra. Entre sus aguas flotaban partes de cuerpos humanos: un pie arrancado, un brazo despedazado, un pulmón corría de un lado a otro como si tuviera sus propias patitas. Facun fue a una esquina, se encorvó y vomitó. Poco después, Víctor se contuvo las arcadas y se tragó lo que su estómago intentaba rechazar.

Los nervios afloraron, gritaron y dieron manotazos en la cristalera. La temperatura de sus cuerpos se intensificó. Llegaron los mareos y más arcadas. Apuraron la bebida isotónica de los bidones. A la media hora, cuando creían que el sofoco los mataría y, al menos, no tendrían que enfrentarse a las ratas, la electricidad se extinguió. A la par que desaparecía la corriente eléctrica se activó el alumbrado de emergencia. Se quitaron el sudor con las toallas y, según se enfriaba la sauna, recobraron la vitalidad.

Acurrucados en una esquina, en penumbra, se echaron las toallas sobre las piernas. Eran sus únicas posesiones junto a los bidones, las llaves de las taquillas y las chancletas.

Procuraron no tener ratas a la vista, aunque lo mismo daba, miles de voraces bocas arrojaban sus sonidos disonantes directos a sus cerebros. Lo que, como no podía ser de otra manera, los mermó psicológicamente, aunque ninguno lo exteriorizase.

Se dijeron que tal vez fuese un problema exclusivo de las instalaciones deportivas y que, como consecuencia, las habían cerrado. Al poco, cayeron en la cuenta de que, por la cantidad de individuas que formaba la descomunal manada y las personas despedazadas, aquella conjetura era poco probable. Era más factible que hubieran evolucionado y se hubieran puesto de acuerdo para invadir el planeta, o, como mínimo, la ciudad.

Por la noche no durmieron, lo propiciaron los chillidos desgarradores, la pestilencia putrefacta despedida por el torrente rabioso, las ideas imposibles que comentaban para salir de aquella situación y, sobre todo, el rasgar cercano. En efecto, las ratas no solo se amontonaban en la puerta y ocupaban el pasillo, también se acumulaban sobre el techo y tras las paredes de la sauna.

—Nos van a comer, Víc, ¡se nos van a comer!

—Aquí no pueden entrar, tranqui.

Al día siguiente, gracias a la claraboya del pasillo, puesto que la luz de emergencia desapareció, vieron cómo las ratas roían los cables eléctricos, también cómo se mataban unas a otras, a veces por una pieza carnosa y otras por huesos ya pelados. Algunas estaban bañadas en sangre humana, las otras las atacaban y las devoraban con ansia.

—Tal vez se exterminen entre ellas —dijo Facun con la frente unida al cristal.

—Sí, claro, así, por las buenas —respondió Víctor, disponiéndose a realizar unas flexiones.

Hacia la tarde, entre el bullicio, distinguieron un chillido más próximo. Se pusieron en pie como si les hubiera impulsado un resorte y examinaron cada rincón. Buscaron por todos lados. Era como si una estuviera allí dentro. Y así fue.

Debajo de uno de los bancos, descubrieron que una rata pretendía introducirse a través de una estrecha grieta abierta entre el suelo y la pared. La cabeza y parte del cuerpo ya asomaban, chillaba como si traspasar el reducido agujero le causara un dolor inaguantable.

Facun envolvió media docena de piedras de la estufa con la toalla, las manos le temblaban. No había terminado de elaborar el mazo casero, cuando la rata logró colarse. Salió disparada en su dirección, hacia sus pies. Facun saltó repetidamente para evitarla, mientras, intentaba atar la toalla con las piedras dentro.

Por fin, logró lanzar un mazazo contra el bicho, al que no llegó ni a rozar. Insistió. Una y otra vez la rata se escabullía, se escurría entre los pies de ambos o corría pegada a la pared. O bien se protegía debajo de la bancada y los observaba hasta que decidía atacar. Se podía vislumbrar una mezcla de miedo y ansiedad en sus ojos brillantes.

Rehuía y atacaba, esquivaba los mazazos por un lado e intentaba arrojar dentelladas a pies y piernas por otro. En un arrebato, Víctor le arrancó a Facun de las manos el mazo fabricado con las piedras y la toalla y en dos o tres intentonas acabó por machacarle la cabeza.

Este incidente provocó que revisaran debajo de cada bancada. Como no existían otras fisuras, con el canto de una piedra desgarraron algunas astillas de uno de los listones del banco y taponaron la pequeña cavidad.

Más tranquilos, sentados en el suelo, recostados contra el tabique de madera, contemplaron la rata aplastada. Sus compañeras seguían a la espera de una oportunidad para hincarles el diente, ellos seguían a la espera de algún héroe o de una idea que los salvara. Entretanto, los crujidos de sus estómagos competían con los gritos desquiciantes de los animales.

Por la noche, Víctor se acercó a gatas a la rata muerta.

—No lo hagas, Víc, a mí no tienes que demostrarme nada.

Pero Víctor, una vez más, no le escuchó. Cogió una de las piedras, rajó al roedor y, con la nariz contraída, cortó pedazos de carne rosada. Dos o tres minutos después, se metió un trozo en la boca, y luego otro, y otro. Se le quedó grabada a fuego en el cerebro la mueca de asco que expresó su amigo.

Esta vez Víctor no pudo contenerse las arcadas. Más tarde le sobrevino una descomposición que le obligó a acuclillarse en una esquina, pero terminó por estabilizarse. Esa noche llegó a dormir.

Por la mañana, pese a que Facun no estaba de acuerdo, le ayudó a Víctor a desprender el resto de los listones del banco y así acceder con más facilidad al agujero, el cual destaparon. La segunda de sus víctimas tardó un cuarto de hora en presentarse; le trituraron la cabeza antes de que lograra traspasar la grieta por completo.

Que la cazaran entre los dos no significaba que Facun quisiera comer.

—Prefiero que no me miren como a un bicho raro.

Víctor esperó a que el hambre fuera insoportable y la ingirió pedacito a pedacito. Los aguijonazos en el estómago fueron más violentos que la noche anterior, lo arregló con una visita a la esquina convertida en letrina.

Hizo de las ratas su sustento; vertía la sangre en los bidones, las desollaba y se comía su correosa carne. Al final del tercer día, se rio con sorna porque Facun aceptó dar un par de sorbos de uno de los bidones. Al rato, se retorció sobre el suelo, pero repitió.

—No es lo mismo que comérselas —aclaró Facun—. A ti se te están poniendo los ojos rojizos.

A la sexta o séptima pieza el estómago de Víctor se acostumbró y empezó a defecar con normalidad. Al cuarto día las náuseas se agarraron a las gargantas de ambos, las provocaron la peste mortífera del exterior y el olor a excremento del interior.

En el pasillo, de vez en cuando, como arrastrados por una marea, aparecían trozos de cuerpos humanos y ocho o diez ratas se los disputaban. Las peleas eran frenéticas, y hasta que una de ellas no mataba a las otras la lucha no concluía. La ingente cantidad de compañeras de la vencedora permitía que disfrutara del trofeo mientras otras se comían los cadáveres de las perdedoras. Pero ahí no acababa el reconocimiento, la triunfadora podía moverse a su antojo, la dejaban vía libre, ninguna consideraba que estuviera sobrepasando su espacio, y si todavía le apetecía echarse algo más al buche, le cedían cualquier carroña putrefacta, ya fuese de su propia especie o de otra. A Víctor le causó curiosidad este juego de jerarquías que practicaban continuamente; el respeto solo se daba entre las más fuertes, las débiles, como mucho, se quedaban con las migajas.

—¿Te das cuenta?, las mejores sobreviven, las perdedoras mueren —dijo Víctor, emocionado.

—¿Las mejores en qué?

Un repentino manotazo de Víctor al aire, como si espantase una mosca, indicó que no estaba dispuesto a rebatirle. Bien le podría haber dicho Facun que estaba cansado de verlo competir por todo, hasta por quién de los dos terminaba antes de ducharse, que estaba cansado de sus falsos argumentos para imponer su opinión, de sus medias verdades, pero simplemente se limitó a cerrar los ojos e imaginarse que le rescataban.

Las llagas cubrían la piel de Facun y se le formaron pústulas alrededor de los labios. Víctor, en cambio, estaba pleno de salud, si acaso, los globos oculares, como le había dicho su compañero de reclusión y le mostraba el reflejo del cristal, estaban tornando a un rojo intenso.

Al quinto día Facun sucumbió:

—Comeré de la próxima que cacemos.

—Cuatro días y pico sin comer, no está mal, pero, claro, tú eres un flacucho.

Como las ratas se habían aprendido el camino, cuando los dos amigos destaparon el agujero, una asomó el hocico chato de inmediato. En esta ocasión, en vez de matarla antes de que se introdujera del todo, Víctor permitió que entrara y la mantuvo arrinconada dando mazazos al suelo. Luego se coló otra y otra más e hizo lo mismo, amedrentarlas contra una esquina.

—Pero, Víc, ¿qué haces, por qué no las matas?

La mirada de desprecio que su amigo le dirigía causó que sus pupilas se dilataran y temblaran. Su piel palideció después de que le enseñara los dientes y, de seguido, le lanzara un grito agudo. Adivinó sus intenciones demasiado tarde, cuando la reacción era ya imposible. Víctor le arreó un rabioso mazazo en la cara. Perdió la verticalidad y al quedar tendido en el suelo, su enemigo se abalanzó sobre él y le machacó la cabeza. La sangre brotó de su cogote. De su mirada ya apagada se desprendía una chispa de ingenua sorpresa.

Las tres ratas se abalanzaron sobre el cuerpo inerte, Víctor se acuclilló y las chilló, imitando su propia estridencia. No estaba dispuesto a compartir, así que cuando hundieron las bocas en Facun, las aprisionó una a una y las mató a mordiscos.

Al poco, taponó el agujero y abrió con una piedra el muslo de una de las piernas. Con los dientes desgarró la carne, la masticó y se la tragó. Así estuvo largo tiempo, con la cara metida en la ingle de su amigo. Una vez saciado, hincó las rodillas ante la puerta. Tenía la cara embadurnada de sangre, al igual que las manos, con las que golpeó el cristal y arrojó gruñidos amenazantes.

—Soy mejor, putas, soy mejor.

Las ratas se convirtieron en un hervidero de rabia aún mayor. Rugían, se rasguñaban, se descabezaban unas a otras y, sobre todo, saltaban hacia la puerta sin tregua, en grupos de cuatro o cinco. Hubo alguna que se reventó los sesos contra el cristal, lo tiñó de chorretones rojos.

—Yo gano, yo soy mejor que vosotras, yo, yo, yo.

Sumido en el paroxismo, Víctor no fue consciente de las primeras grietas, así como no fue consciente de la transición.