En una remota región, dos países muy
pequeños, Marnul y Elmia, con una sola ciudad cada uno, compartían el lago
Hacha, una vasta superficie acuática. Las aguas de la parte de Marnul eran
transparentes, en un día despejado el azul que reflejaban se podía confundir
con el cielo, por el contrario, las aguas de Elmia se teñían de un denso color
pardo, parecidas a los residuos de una cloaca. A vista de pájaro, la división
no dejaba lugar a dudas: la zona límpida correspondía a Marnul, la opaca, a
Elmia, y, sorprendentemente, la mezcla nunca llegaba a efectuarse, como si un
muro de cristal las separase.
Si acontecía de este modo, era porque las
esquivas corrientes del río que desembocaba en el lago y la voluntad del dios
Eolo, que siempre soplaba en la misma dirección, habían provocado que la vida
acuática prefiriese desarrollarse en un lado. Como la naturaleza así lo quería,
las aguas de Marnul abarcaban diversidad de especies, sin embargo, en las de Elmia
no subsistía ningún tipo de vida. Si bien es verdad, esta última situación se
quebrantaba los domingos, donde las aguas de Elmia se saneaban algo y siempre
se veía alguna carpa de escamas verdosas, largos sirulos serpenteando o hasta,
cuando el sol estaba alto y ayudaba a descubrir las profundidades, peces gato
arrastrándose por el fondo.
Los gobernantes de Marnul, alegando
solidaridad, abastecían de agua a Elmia para las necesidades básicas, además de
suministrarle el pescado que les sobraba. No obstante, el trato sólo se
mantenía si los Elmienses cumplían las leyes de los Marnulitas.
En un recodo alejado de las ciudades,
donde el lago se estrechaba hasta tal punto que desde ambas orillas se podría
mantener una conversación, Isilda, una muchacha de Marnul, había bajado al
margen del Hacha para conseguir un canto rodado. Distraída, paseaba por las
inmediaciones cuando descubrió en el lado de Elmia un olmo deshojado en el que
habían construido una caseta con tablones de madera. Por su condición de
humana, pero también por su corta edad, le suscitó una irreprimible curiosidad.
Para su asombro, un adolescente de constitución huesuda descendió por la escala
que pendía de la cabaña. Luego se dirigió con paso ligero hacia una barca
descascarillada que se balanceaba al borde del lago. Portaba un cubo de
hojalata y silbaba una melodía vivaracha. Cesó de chiflar de súbito, y de igual
modo disminuyó el ritmo, había advertido a Isilda en la orilla contraria,
mirándole atenta.
El chaval avanzó con pasos cortos, como si
hubiese visto un cervatillo y no quisiese ahuyentarlo. Desató el cabo del tocón
podrido que amarraba la embarcación, dio unas zancadas y alcanzó el bote para,
con la palma apoyada en el filo, saltar de lado e introducirse. Después de una
nueva ojeada en la que demostró su desconfianza al entornar los párpados,
comenzó a remar con suavidad en dirección a la costa de Marnul.
El comportamiento del muchacho le causó
una insólita expectación a Isilda, por consiguiente, le abordó una de esas
sensaciones contradictorias que despojan de seguridad al que las experimenta;
al mismo tiempo que deseaba contactar con él, su prudencia le aconsejaba que se
desentendiera. En el lapso en el que dudó si marcharse o quedarse, unas
palabras provenientes del Hacha intervinieron en sus confusos pensamientos.
—¡Oye!, niña, ¿te has perdido?
A Isilda le sobrevino un estremecimiento
helado en el que el vello de los brazos se le erizó. No la quedó más remedio
que atender al flacucho que flotaba sobre una barca justo encima del límite
entre las aguas turbias y las cristalinas.
—No —respondió con precipitación—. Mis
padres están… detrás de esos árboles —se le rajó la voz a mitad de frase.
El chico arrugó la frente en una mueca de
recelo. Después buscó con la mirada a la espalda de Isilda, entre la arboleda
amarillenta y unas zarzas.
—Pues marcha con ellos, a qué esperas.
Isilda se sintió despreciada, torció los
labios y, cabizbaja, caminó por la orilla. Al poco, escuchó un chapoteo y se
centró de nuevo en la barca. El chaval, inclinado sobre el costado de la
embarcación, intentaba llenar el balde de agua limpia, pero el vaivén de la
marea se lo imposibilitaba. Para su infortunio, el asa se le resbaló y el cubo
cayó a la superficie acuática. Isilda no pudo contener una risita amable que
procuró disimular con la mano. El chico levantó la mirada hacia el cielo
despejado y profirió un vocablo malsonante con el que se lamentó.
—La naturaleza te ha castigado, no puedes
coger agua por las buenas —anunció Isilda con expresión complacida.
—¿Se lo vas a contar a alguien?
—Descuida —dijo Isilda, y es que, hasta
ella, que vivía con sus padres aislada en la montaña, sabía de la gravedad de
transgredir las normas—. Si no te apresuras, la corriente te va a hurtar el
cubo.
—Ya lo doy por perdido, no me atrevo a ir
más abajo, son muchos los ojos por esa vertiente, y a todos ellos les acompaña
una boca.
—Yo tengo un cubo, puedo nadar hasta el
límite y ayudarte.
—Pero eso tampoco está permitido, ni
siquiera lo está recoger las escasas gotas que se le escapan a las nubes. ¿Cómo
te llamas?, yo soy Rigo.
Y así, solidariamente, Rigo e Isilda
comenzaron a citarse cada tarde. Y cada tarde, entre los dos, llenaron baldes,
pero también se bañaron, rieron, conversaron y manejaron la chalupa.
El extenso valle en el que se asentaban
Marnul y Elmia exhibía las diferencias que, como la del atípico lago,
distinguían a las dos naciones: la vertiente de Marnul estaba poblada por
laderas de bosques verdes y marrones, las faldas de sus montañas contenían una
vegetación espesa donde el numeroso ganado pastaba con abundancia;
opuestamente, en Elmia, los cerros pedregosos y áridos y la escasa flora
salpicada entre la soledad de la intemperie no era suficiente para sus vacas
escuálidas y sus ovejas deprimidas.
Pero si existían dos lugares en la región
donde las desigualdades aumentaban de forma exponencial, era en las ciudades.
Marnul era una urbe con torres de viviendas y de edificios empresariales que
trepaban hacia las nubes con ostentación. Las chimeneas de la industria
cementera y de transformación de minerales destacaban por la masa blanca, gris
o negra que despedían sin ningún pudor. De madrugada, la iluminación de sus
paseos y vías, en ocasiones, impedían diferenciar la noche del día. El
aeropuerto, los casinos, los hoteles, las grandes infraestructuras y los
monumentos daban a la localidad un lustre que la situaba como uno de los
destinos preferidos por los turistas. En cambio, Elmia contaba con
construcciones de una planta, a lo sumo dos, algunas medio derruidas. Las
calles estaban sin asfaltar y cuando llovía se convertían en lodazales. El
alcantarillado era inexistente, las ratas de hocicos chatos y largas colas
campaban a sus anchas. La frontera se congestionaba con hileras de carros
repletos de rocas que compraban las cementeras y las químicas de Marnul, siendo
ésta una de las pocas formas de ganarse la vida en Elmia.
En cuanto al clima, en apariencia el
origen de tanta desigualdad, alcanzaba tal espectacularidad que maravillaba al
mundo entero. Era común ver en Marnul una tormenta eléctrica desparramarse en
millones de litros de agua, a la vez que en Elmia, el techo de la calle
consistía en una inmensidad celeste sin mácula; o nevadas que duraban días y
revestían las profundas avenidas y los montes Marnulitas, con el contraste del
sol Elmiense, que derretía hasta las sombras. En definitiva, un país disfrutaba
de las cuatro estaciones con sus ventajas e inconvenientes, y el otro padecía
una tremenda sequía continuada, y si por algún casual caían en Elmia unas
exiguas gotas, maldecían a la naturaleza porque parecía que se burlaba de
ellos.
Transcurrido un tiempo, el suficiente para
que dos adolescentes se acostumbrasen el uno al otro, sucedió un incidente que,
a la postre, se trató de la chispa que inició la transformación de Marnul y
Elmia.
Tendidos en la barca, encima de la
separación entre las aguas terrosas y las cristalinas, Isilda y Rigo
contemplaban el cielo raso con pupilas soñadoras. Se entretenían con lo que en
un principio parecían comentarios banales.
—Te lo digo de verdad, Isi, no es lo mismo
un pescado que un pez.
—Lo sé, les diferencia un detalle —apuntó
la muchacha con tono sarcástico—, que el primero ha sido pescado y el segundo
todavía no.
Sus rostros adoptaron muecas de
resignación, después entrelazaron las manos. Al poco, Rigo volvió a
pronunciarse:
—Marnul nos vende pescados, y sólo nos los
podemos comer, si nos suministraran peces los podríamos criar.
Isilda le acarició los dedos según se
admiraban, unió los labios en una línea de complacencia reprimida. Se habrían
observado hasta que uno de los dos hubiese parpadeado, juego con el que se
animaban cuando estaban decaídos, no obstante, por el rabillo del ojo captaron
un pequeño ser vivo brillante que saltó para, al instante, retornar al lago.
Desconcertados, se incorporaron. Segundos de expectación precedieron a un nuevo
suceso: un pez hacha plateado efectuó una cabriola propia de un saltimbanqui y
se introdujo en la barca. Tirado sobre el fondo agitó la cola espasmódicamente,
como si azotase la madera. Rigo reaccionó y apresó al escurridizo animal para
soltarlo en un cubo rebosante de agua. De súbito, como una pareja bien avenida
que comparten todas las vivencias, otro pez hacha proveniente del lago se
propulsó hacia el mismo destino que su compañero, aterrizó en el regazo de
Isilda. La adolescente lo sujetó con delicadeza y lo alojó en el balde. Los
chicos no pudieron más que cruzar las miradas por si el otro era poseedor de
una explicación lógica. Se obnubilaron en el nadar de los peces, que lo
hicieron en círculo primero y zigzagueantes después.
Como entre las leyes que los gobernantes
de Marnul habían instaurado no se encontraba la de impedir que especímenes
acuáticos se embarcasen por su propia voluntad, optaron por trasladarlos a
Elmia. Con ironía, Rigo e Isilda expresaron la frase típica con la que los
Marnulitas y los Elmienses solucionaban cada incidente extraño: «Porque la
naturaleza así lo ha querido».
Unido al lago, debajo de la caseta de
Rigo, excavaron una concavidad que cerraron con piedras a modo de estanque.
Vertieron agua limpia y lo disimularon con una barca cascada por la mitad que
amueblaba la orilla. Al poco, los peces hacha cumplieron con las expectativas y
la presa estuvo abarrotada de alevines, por lo que Isilda y Rigo se plantearon
ampliarla.
Sin embargo, esta circunstancia no llegó a
acontecer. La tarde en la que se citaron para tal cometido, Isilda, desde el
margen de Marnul, contempló a Rigo subido en la escala de su caseta zarandeando
el brazo y lanzando vítores como si se tratase de un marino que avista tierra
tras una ardua travesía. La chica bajó la mirada por inercia, y lo que vio la
atrapó de tal manera, que su entendimiento no obtuvo una respuesta inmediata:
en las proximidades de la presa, el Hacha marchito se había convertido en
saludables aguas transparentes; ¡y ni siquiera era domingo!
Peces hacha, pero también otras especies
que residían en la parte de Marnul, se decidieron a traspasar la línea imaginaria,
y poco a poco estos animales resucitaron esa parte del lago, aunque sólo en una
reducida porción.
Como era de esperar, este episodio
«sobrenatural» escamó a los gobernantes de Marnul, que ordenaron una
investigación. Como no encontraron explicación y tampoco quisieron achacárselo
a los caprichos de la naturaleza puesto que, en esta ocasión, no les convenía,
dictaminaron que unos vándalos de Elmia habían sustraído agua de Marnul. Como
medida de presión, zanjaron que de momento no les comprarían a los canteros de
Elmia la piedra caliza y las rocas con las que producían el cemento y de las
que extraían los minerales. No les importó que este proceder les acarreara la
obligación de suspender la maquinaría y los hornos, además del domingo como era
costumbre, también los sábados, con lo que las gigantescas chimeneas
descansaron dos días seguidos.
«Casualmente», el viento dejó de soplar
siempre en la misma dirección, por lo que las corrientes del río ya no
esquivaron la zona de Elmia. Al mismo tiempo, los Elmienses asistieron
anonadados al final de la sequía, puesto que en pocos días la lluvia compensó
tantos años de ausencia, y se regocijaron cuando su lado del lago se
metamorfoseó. Pero no fue lo único que recobró el esplendor de épocas antiguas:
a la par que su parte del lago revivía, en la playa de grava que remataba la
orilla de Elmia comenzó a crecer hierba fresca que sepultó los millones de
guijarros; las laderas y explanadas se alfombraron de un manto verde que se
extendió por los cerros; los árboles tomaron forma de árbol y les crecieron
hojas, flores y frutos. Fueron dichosos cuando pudieron volver a pescar, con lo
que prefirieron repoblar los bosques y reflotar la vieja industria pesquera de
la que habían vivido sus antepasados.
Para entonces, como la materia prima ya no
la tenían al alcance de la mano porque los Elmienses habían cambiado de
negocio, las empresas de Marnul tuvieron que emigrar, no les salía rentable
traerla de la otra punta del mundo. Los obreros que se quedaron se convirtieron
en armadores y pescadores y rivalizaron con los armadores y pescadores de Elmia
por lograr el máximo beneficio. Crearon nuevas leyes a su medida, para explotar y sobreexplotar la región, con lo que los países sufrieron, otra vez, una transformación radical,
que a buen seguro no sería la última.