lunes, 5 de abril de 2021

Apuesta segura

 




Los dos compañeros que me precedían en el vestíbulo de la universidad comentaban la remontada del Levante de la noche anterior cuando, de repente, una persona se arrojó por la baranda del piso superior. Cayó a plomo. Hubo gritos. Mucha confusión. Se formó un gran corro en torno a la víctima. Era Raúl. Enseguida vino a mi mente la última vez que lo había visto, la tarde anterior, en su habitación.

       

—Es mucha pasta, a tu madre le vendría muy bien —le dije.

        —Por la noche habrá pasado todo y por fin seré libre —me respondió.

Poco después, caminaba hacia mi casa cuando pensé que mi silencio le perjudicaba, debía impedir que cometiera más errores. Pese a que corría el riesgo de que lo considerase una traición, se lo diría a Paqui, su madre, se tenían mucho cariño y ella le perdonaría. Regresé hacia su casa, pero justo en el momento en el que alcanzaba el portal, Paqui subía al autobús. Recordé que Raúl me había dicho que había encontrado un empleo nocturno limpiando unas oficinas. Me disponía a presionar el timbre para decirle que yo le echaría una mano, que tenía toda la vida por delante y tiempo de deshacer los errores, pero un grito atrajo mi atención. En la acera de enfrente, en la puerta de un bar, alguien celebraba el gol que el Rayo le había marcado al Levante. Ya llegaba tarde y me resigné. Eso sí, me prometí que, por la mañana, le haría cambiar de rumbo.

 

Por la mañana, en la universidad, me centraba, de manera inevitable, en sus ojos sin vida, mates, como los puntos de un dado. Se creó un inmenso silencio. Mis lágrimas resbalaron a chorros. Esa angustia superaba en millones de veces a la que llevaba padeciendo años, con mis encubrimientos. Como el de hacía dos días.

 

En el cajero electrónico de un banco, Raúl extrajo una cantidad importante, enseguida me di cuenta de que se trataba de la tarjeta de Paqui. Me contó que había acumulado cierta cantidad para solucionar su problema. Me mordí los labios una vez más, me parecía una locura, pero me callé porque era mi amigo y prefería que no se enfadase conmigo. También me había callado con la fortuna que le debía a una entidad financiera que concedía préstamos a distancia, y cuando empezó a apostar en los salones de apuestas deportivas, o con las apuestas a través de Internet, o con las partidas de póker on-line.

 

Lloré y lloré ante su cadáver; lloré por haber permitido que el autobús de Paqui continuara su marcha; por haber suspirado de alivio cuando alguien celebraba en el bar el gol del equipo por el que Raúl había apostado los ahorros de su madre, aun quedando mucho partido; lloré por haberme engañado a mí mismo y no haber apostado por mi amigo.

domingo, 4 de abril de 2021

MARINA

 




Estamos sentados en el espigón, en una de esas rocas rectangulares que deben de pesar una tonelada, envueltos por el ruido placentero de las olas, que chocan contra el hormigón y salpican nuestras piernas. Miro a tu madre con una ternura recatada. Luego bajo la vista a los pequeños lunares esparcidos por su hombro izquierdo, los que, tirados los dos en la cama, he contado con el dedo una centena de veces.

No sé por qué, me acuerdo de la primera vez que paseamos por el puerto. Los rayos solares eran engañosos, no como los de este sol abrasador de ahora. Pensando en aquel día me doy cuenta de todo lo que hemos vivido. De los años en los que recorría cientos de kilómetros por aquella carretera de rectas inacabables para estar juntos cuarenta y ocho horas como mucho. O del día en el que ya no tuve que irme y me quedé junto a tu mamá, con la ilusión de una vida nueva. O de los primeros años de convivencia, donde me di cuenta de que había acertado.

También me vienen a la mente los momentos no tan buenos. Esos en los que las dudas surgían, esos en los que por culpa de otros estuvimos a punto de arruinarlo todo, y advierto que, si ese peregrinaje tan cargado de dolor no nos separó, nada podrá hacerlo.

Mi mirada se eleva, abandona las pecas de su piel y se posa en el lóbulo de su oreja. Un diminuto corazón plateado brilla con intensidad. Despistado de mí, reparo en que tu mamá lleva los primeros pendientes que le regalé. Y cuando todavía estoy haciendo memoria de la ciudad, la calle y el establecimiento donde se los compré, me doy cuenta de que son los mismos pendientes que se puso la noche en la que celebramos la decisión de irnos a vivir juntos. Pero ahondando un poco más en los recuerdos cubiertos de polvo por el transcurso del tiempo, descubro que sus orejas se adornaban con los mismos pendientes cuando fuimos al monte, y juramos debajo de aquella cruz gigante de metal que jamás volveríamos a darle la oportunidad a nadie para que decidiese por nosotros. Y del mismo modo continúo evocando situaciones especiales de nuestra vida, y en todas ellas, esos corazones de plata estaban presentes.

Tu mamá me devuelve la mirada, sonríe de esa forma tan cautivadora en la que se le marcan unos hoyuelos en las mejillas. Una de esas olas que nos rocían las piernas, va más allá y nos sorprende con un chapuzón que nos cubre desde la cabeza hasta los pies. Lo que me lleva a pensar que se me haría muy difícil vivir sin esa mueca de pura alegría. Lo que me lleva a pensar que se me haría más difícil vivir sin vosotras dos. Lo que me lleva a agarrarla del brazo y a sujetarme a la arista de una de las rocas rectangulares simplemente por precaución. Cuando los instantes de desconcierto se convierten en garantía de que todo está bien, salto apresurado al paseo marítimo y os ayudo a superar la barrera de hormigón.

Empapada, me enseña los hoyuelos. La beso con ansiedad en las mejillas y en la boca. Su cabello chorrea. Nos separamos y se palpa los ojos con el reverso de la mano. Y luego seca los míos. Y me peina. Y yo la peino a ella. Y después le paso el brazo por encima del hombro y ella me abarca la cintura con el suyo y caminamos hacia la playa, dejando un rastro de agua limpia por detrás. Pero como somos conscientes de que nos hemos librado por poco de una desgracia, nos detenemos, y la rodeo con los brazos, incluida, evidentemente, su tripa, donde estás tú, y después de unos segundos abrazados, me agarra por los hombros y me pregunta: «¿Qué te parece si la llamamos Marina?».