Los
dos compañeros que me precedían en el vestíbulo de la universidad comentaban la
remontada del Levante de la noche anterior cuando, de repente, una persona se
arrojó por la baranda del piso superior. Cayó a plomo. Hubo gritos. Mucha confusión.
Se formó un gran corro en torno a la víctima. Era Raúl. Enseguida vino a mi
mente la última vez que lo había visto, la tarde anterior, en su
habitación.
—Es
mucha pasta, a tu madre le vendría muy bien —le dije.
—Por la noche habrá pasado todo y por
fin seré libre —me respondió.
Poco después, caminaba hacia mi casa cuando
pensé que mi silencio le perjudicaba, debía impedir que cometiera
más errores. Pese a que corría el riesgo de que lo considerase una traición, se
lo diría a Paqui, su madre, se tenían mucho cariño y ella le perdonaría. Regresé
hacia su casa, pero justo en el momento en el que alcanzaba el portal, Paqui subía
al autobús. Recordé que Raúl me había dicho que había encontrado un empleo
nocturno limpiando unas oficinas. Me disponía a presionar el timbre para
decirle que yo le echaría una mano, que tenía toda la vida por delante y tiempo
de deshacer los errores, pero un grito atrajo mi atención. En la acera de
enfrente, en la puerta de un bar, alguien celebraba el gol que el Rayo le había
marcado al Levante. Ya llegaba tarde y me resigné. Eso sí, me prometí que, por
la mañana, le haría cambiar de rumbo.
Por
la mañana, en la universidad, me centraba, de manera inevitable, en sus ojos sin vida, mates,
como los puntos de un dado. Se creó un inmenso silencio. Mis lágrimas resbalaron a chorros. Esa angustia superaba en
millones de veces a la que llevaba padeciendo años, con mis encubrimientos.
Como el de hacía dos días.
En
el cajero electrónico de un banco, Raúl extrajo una cantidad importante,
enseguida me di cuenta de que se trataba de la tarjeta de Paqui. Me contó que había
acumulado cierta cantidad para solucionar su problema. Me mordí los labios una
vez más, me parecía una locura, pero me callé porque era mi amigo y prefería que no se enfadase conmigo. También me había callado con la fortuna que le debía a
una entidad financiera que concedía préstamos a distancia, y cuando empezó a
apostar en los salones de apuestas deportivas, o con las apuestas a través de
Internet, o con las partidas de póker on-line.
Lloré y lloré ante su cadáver; lloré por haber permitido que el autobús de Paqui continuara su marcha; por haber suspirado de alivio cuando alguien celebraba en el bar el gol del equipo por el que Raúl había apostado los ahorros de su madre, aun quedando mucho partido; lloré por haberme engañado a mí mismo y no haber apostado por mi amigo.