Estamos sentados en el espigón, en una de esas rocas rectangulares que deben de pesar una tonelada, envueltos por el ruido placentero de las olas, que chocan contra el hormigón y salpican nuestras piernas. Miro a tu madre con una ternura recatada. Luego bajo la vista a los pequeños lunares esparcidos por su hombro izquierdo, los que, tirados los dos en la cama, he contado con el dedo una centena de veces.
No sé por qué, me acuerdo de la primera vez que
paseamos por el puerto. Los rayos solares eran engañosos, no como los de este
sol abrasador de ahora. Pensando en aquel día me doy cuenta de todo lo que
hemos vivido. De los años en los que recorría cientos de kilómetros por aquella
carretera de rectas inacabables para estar juntos cuarenta y ocho horas como
mucho. O del día en el que ya no tuve que irme y me quedé junto a tu mamá, con
la ilusión de una vida nueva. O de los primeros años de convivencia, donde me
di cuenta de que había acertado.
También me vienen a la mente los momentos no tan
buenos. Esos en los que las dudas surgían, esos en los que por culpa de otros
estuvimos a punto de arruinarlo todo, y advierto que, si ese peregrinaje tan
cargado de dolor no nos separó, nada podrá hacerlo.
Mi mirada se eleva, abandona las pecas de su piel y se
posa en el lóbulo de su oreja. Un diminuto corazón plateado brilla con
intensidad. Despistado de mí, reparo en que tu mamá lleva los primeros
pendientes que le regalé. Y cuando todavía estoy haciendo memoria de la ciudad,
la calle y el establecimiento donde se los compré, me doy cuenta de que son los
mismos pendientes que se puso la noche en la que celebramos la decisión de
irnos a vivir juntos. Pero ahondando un poco más en los recuerdos cubiertos de
polvo por el transcurso del tiempo, descubro que sus orejas se adornaban con
los mismos pendientes cuando fuimos al monte, y juramos debajo de aquella cruz
gigante de metal que jamás volveríamos a darle la oportunidad a nadie para que
decidiese por nosotros. Y del mismo modo continúo evocando situaciones especiales
de nuestra vida, y en todas ellas, esos corazones de plata estaban presentes.
Tu mamá me devuelve la mirada, sonríe de esa forma tan
cautivadora en la que se le marcan unos hoyuelos en las mejillas. Una de esas
olas que nos rocían las piernas, va más allá y nos sorprende con un chapuzón
que nos cubre desde la cabeza hasta los pies. Lo que me lleva a pensar que se
me haría muy difícil vivir sin esa mueca de pura alegría. Lo que me lleva a
pensar que se me haría más difícil vivir sin vosotras dos. Lo que me lleva a
agarrarla del brazo y a sujetarme a la arista de una de las rocas rectangulares
simplemente por precaución. Cuando los instantes de desconcierto se convierten
en garantía de que todo está bien, salto apresurado al paseo marítimo y os
ayudo a superar la barrera de hormigón.
Empapada, me enseña los hoyuelos. La beso con ansiedad
en las mejillas y en la boca. Su cabello chorrea. Nos separamos y se palpa los
ojos con el reverso de la mano. Y luego seca los míos. Y me peina. Y yo la
peino a ella. Y después le paso el brazo por encima del hombro y ella me abarca
la cintura con el suyo y caminamos hacia la playa, dejando un rastro de agua
limpia por detrás. Pero como somos conscientes de que nos hemos librado por
poco de una desgracia, nos detenemos, y la rodeo con los brazos, incluida,
evidentemente, su tripa, donde estás tú, y después de unos segundos abrazados,
me agarra por los hombros y me pregunta: «¿Qué
te parece si la llamamos Marina?».
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