Fuera de baraja



Mi padre Fermín Moisés practicaba dos aficiones: construir castillos de naipes y construir castillos de naipes con mi hermano. Fermín Moisés también era el nombre de mi hermano. Habían fundado un club en el que nadie más podía ingresar, y cuando digo nadie me refiero a mi madre Rita y a un servidor. El club del idéntico nombre doble se hallaba en la parte trasera de la casa. Se trataba de una amplia habitación, un antiguo garaje donde los naipes eran los protagonistas.

Un destello en los ojos de Fermín Moisés padre precedía a las sesiones. Entusiasmado, desdoblaba el tapete, lo tendía sobre la mesita y apilaba las barajas que tenía intención de utilizar. La operación con la que iniciaba solía ser siempre la misma: entre el índice y el pulgar de cada mano sostenía el as de oros, por un lado, y el dos del mismo palo, por otro. El ritual comprendía que toda construcción se inaugurase con estas dos cartas, como si la primera representase a mi padre y la segunda a mi hermano. En fin, el caso es que las posaba de canto sobre el tapete, con mimo, y formaba una uve invertida. Repetía la maniobra siete u ocho veces con otros naipes, y disponía una línea de triángulos. Después la techaba con cartas apoyadas en horizontal. De este modo edificaba la base. Entre paso y paso instruía a mi hermano, que atendía en silencio, con los brazos cruzados.

A menudo se repantingaban en sus sillones de masaje y charlaban sobre los naipes, aunque, a decir verdad, era mi padre quien tomaba la palabra y mi hermano quien escuchaba. Fermín Moisés padre le advertía a Fermín Moisés hijo que lo peor que podía hacer era respirar en plena operación. La técnica adecuada residía en asentar el naipe en el momento justo, entre una aspiración y la consiguiente exhalación, además de mantener el pulso firme. Paciencia, le decía, lo lograrás, Fermín Moisés, te he legado mi tacto.

A mí, como he comentado, me habían prohibido la entrada al garaje, mejor dicho, a El club del idéntico nombre doble. Mi padre decía que carecía de la habilidad necesaria y de la concentración milimétrica que requiere dicha actividad. Dentro de mi cuarto, con dos barajas desgastadas, pegajosas y con los vértices doblados, montaba cabañitas una al lado de la otra, y soñaba con los castillos de cientos de cartas que levantaba mi padre. A falta de progreso, acabé por esconderme detrás de los salchichones y chorizos que Rita vendía en el pueblo, colgados entre las sombras del garaje.

Desde esta posición, esperaba a que el maestro le cediese las barajas al discípulo. He de reconocer que aguardaba ansioso, ya que mi hermano, pese a que mi padre insistiese, no había heredado su pericia. A base de observar, me había dado cuenta de que en lo que la pifiaba Fermín Moisés hijo era en la colocación de los naipes. Los aparejaba en ángulos asimétricos, de este modo, la estructura ascendía torcida desde los cimientos, con lo que, al segundo o tercer piso, la propia inclinación causaba que la construcción se derrumbara por sí sola. Otro de sus errores era mantener la respiración mientras se decidía a posar la carta. Según mi padre, era lo que había que hacer, pero mi hermano tardaba tanto en ejecutar el movimiento que su rostro adquiría un color rojizo, casi morado, y se le escapaba un resoplido destructor. De todas formas, mi padre le animaba, le decía que estaba cerca de conseguirlo, y que ningún inicio era fácil. Le daba lo mismo, en cuanto tenía ocasión, Fermín Moisés hijo volvía a echar abajo lo edificado. Yo vagaba de salchichón en salchichón, de chorizo en chorizo, y escogía el que mayor protección me brindaba. Sin embargo, un día, mi padre, que miraba el estropicio provocado por mi hermano de un manotazo involuntario al consultar la hora en el reloj de pulsera, me dijo, sin alzar siquiera la cabeza, que hiciera el favor de salir de detrás de aquel chorizo patatero.

Por fin. Había ansiado aquel momento durante meses. Con la paciencia del perro que merodea alrededor de los comensales hasta que le arrojan una tajada. Y allí estaba la mía. En lo que tardé en recorrer los metros que separaban la zona de secado de embutidos de la zona de construcción de castillos, me imaginé su mano de artista sobre mi hombro en señal de reconocimiento. Asimismo, soñé con sus aplausos tras consumar una hazaña arquitectónica de más de mil naipes, así como con su mirada tierna de padrazo, la misma con la que solía premiar a mi hermano por su esfuerzo. La realidad fue muy distinta, pues me responsabilizó del fracaso de Fermín Moisés. Al parecer, le endosaba una presión adicional al vigilarle de continuo. En definitiva, era imposible concentrarse sabiendo que a los salchichones de mamá les habían brotado ojos.

En la mueca de párpados caídos de mi madre, podía vislumbrar su sentimiento de aflicción en lo relativo a mi empeño por ser aceptado por mi padre y el rechazo que el susodicho ejercía sobre mí. Al menos era la impresión que me daba, porque al volver del antiguo garaje, o lo que era lo mismo, de El club del idéntico nombre doble, me ofrecía la pechuga de pollo, la tajada de merluza o las patatas fritas que sobraban una vez repartida la comida a la mesa entre los cuatro. O quizá, esta ración extra significase una especie de compensación por las carencias afectivas con las que estaba creciendo.

En mi decimotercer cumpleaños, Rita me entregó un paquete. Mi padre, en ese momento, trabajaba en el taller de relojería en el que estaba contratado. El bulto contenía veinte o veinticinco barajas. ¿Se trataba de mi ingreso en El club del idéntico nombre doble? ¿O se trataba, acaso, del material con el que superar una prueba para ser admitido? Fuese lo uno o fuese lo otro, la excitación cosquilleaba las yemas de mis gruesos dedos, por lo que hice lo único que podía hacer para calmarlos. Comencé estableciendo la estructura con celdas de cuatro naipes, la llamada caja de seguridad. Había memorizado la técnica de una explicación de Fermín Moisés a mi hermano en una de las ocasiones en las que había confraternizado con los embutidos colgados. El segundo paso consistió en afianzar los cimientos con cartas posicionadas en horizontal. La torre avanzaba en altura, fue entonces cuando llevé a cabo la tarea de disponer armazones triangulares para elevarla. Proseguí con cajas de seguridad un tanto reducidas para reforzar la torre. En poco más de tres cuartos de hora levanté una torrecita con baraja y media. Admiraba mi proeza, cuando mi padre entró y se detuvo frente a mi modesta edificación. Yo les transmitiré tus enseñanzas a tus futuros nietos, le dije. Un destello de ilusión amagó con emerger de sus pupilas. Enseguida torció el gesto de la cara.

—Berto, haz el favor y no le hagas un feo a Fermín Moisés. Sus dedos son magia, es cuestión de tiempo que los destrabe.

En fin, lo suelto de una vez: ¡un cantamañanas!, ¡un calavera!, eso era mi hermano, incapaz de ver más allá de su pasión: las máquinas tragaperras. A eso se dedicaban sus dedos mágicos. Visitaba los bares o los locales recreativos con sus colegas y devoraba horas delante de las luces intermitentes, los sonidos estrepitosos y las cerezas, los limones y las eses barradas. Regresaba a casa con los ojos hechos chiribitas, con la mente en algún sitio lejano.

Miré la hora en mi Casio extraído de una caja de magdalenas, y en el mismo movimiento derribé la torre, en honor a la torpeza de mi hermano. «Toma feo», murmuré. Introduje las cartas en las cajetillas con el desánimo de la derrota. Esa noche, mis progenitores se pelearon. Entendí que no habían convenido mi regalo entre los dos, como yo había pensado. A la mañana siguiente, los juegos de naipes habían desaparecido. Se me ocurrió preguntarle a mi madre durante el desayuno la ubicación de las barajas. Me atizó el primer capón de tantos otros que le siguieron, y, además, con mi padre como testigo. El susodicho hinchó el pecho y caminó como lo haría un cachas de gimnasio, con los brazos separados del tronco y los hombros abultados, bamboleantes. En definitiva, exhibió la satisfacción del macho alfa dominante.

Fermín Moisés padre le obligó a Rita a cambiar los embutidos de lugar y a mí me prohibió la entrada al club. Pero, como el verano acababa de empezar, alzaban la puerta metálica medio metro y yo reptaba hasta esconderme detrás de los sillones. Allí, agazapado, en un mutismo casi enfermizo, mi mirada persistente registraba aquello que acontecía. Mi padre permanecía absorto en sus dos motivaciones. Eso sí, cuando advertía mi presencia, se tiraba sobre el sillón, reclinaba el respaldo y me aplastaba contra el suelo, entre las carcajadas de su secuaz. Luego permitía que mi hermano me echase a patadas. Desalentado, recibía una especie de consolación: la carne sobrante de las tripas. Rita freía aquella pasta grasienta para mí y yo la engullía. Entre bocado y bocado soñaba con la fundación de El club as, dos, tres, o con la compra de otro sillón de masaje el cual mi padre colocaba a la vera del suyo.

Por el contrario, el buen hijo sabía cómo manejarse con Fermín Moisés. Lo único que tenía que hacer era apagar con disimulo los bostezos que le provocaban sus explicaciones, admirarse con sus portentosos monumentos y procurar mantener en pie las mierdas inclinadas que él montaba, por lo menos, hasta el segundo o tercer piso. ¡Ah!, y esquivar a mi padre al volver ido de su ajetreo con las tragaperras. El Elegido, el hijo preferido, para el que los halagos y el reconocimiento eran su día a día, se quedó en poco tiempo escuchimizado, flaco-flaco. El caso es que se consumió, se convirtió en un esqueleto de piel arrugada. Rita lo achacó a la presión que mi padre ejercía sobre él por medio de los naipes. Fermín Moisés padre, sin embargo, me culpó a mí. Según él, mi obesidad mórbida había creado en mi hermano una patología psicológica, la cual le había producido el efecto contrario. Mientras que Fermín Moisés hijo se escudó en la inminencia de los exámenes de Bachiller.

Contra todo pronóstico, mi hermano demostró poseer una habilidad, por si fuera poco, con los naipes. Una noche de sábado me dio por seguirle hasta un caserón abandonado en un bosque, a las afueras. Las ruinas emitían destellos de colores a través de las ventanas y el retumbar de los bafles. Esto, sumado al trasegar de la muchachada, que llegaba en coches cantarines, me sugirió que se trataba de una rave. Nada más lejos de la realidad, cuando me asomé a un marco de madera podrida que en su día fue un ventanuco, vi diez o doce mesas dispuestas con palés, y a su alrededor, jugadores apostándose los billetes al póker. Fermín Moisés integraba una de estas mesas. Me colé hasta la barra improvisada, me tomé una birra cero-cero y le observé. Ni mucho menos resultó ser un hacha, pues recurrió en dos ocasiones a uno de los prestamistas que, al parecer, se prestan a aparecer por esta clase de timbas. Fermín Moisés tampoco era capaz de sacarle partido a los naipes con el juego.

En fin, como buen hermano me callé en lo referente a las apuestas del buen hijo. El domingo, en la comida, Fermín Moisés hijo le propuso a Fermín Moisés padre un negocio de venta de barajas online. A las barajas les acompañarían las instrucciones necesarias para construir sus impresionantes castillos, con un video-ejemplo de regalo. Mi padre le confió el negocio, y ante una Rita en efervescencia, le obsequió con los ahorros de la familia.

Al cabo de unas semanas, mi hermano y su mochila desaparecieron. El club quedó huérfano. Mi padre caminaba con la cabeza ladeada, como si le hubiese atacado de manera brusca algún tipo de apoplejía. Sus dedos ágiles, ahora de uñas dentadas, sufrían espasmos. Se agarraba desesperado a los brazos del sillón. Y de sus pupilas qué decir, se movían de un lado a otro. Aceleradas, husmeaban el entorno. Supuse que buscaba una respuesta a la huida del chupasangre.

En aquel tiempo de desconcierto, yo me dediqué a embutir chorizos y salchichones, tal y como le había visto hacer a mi madre, y resucité el secadero del garaje. La desaparición de mi hermano y la melancolía de mi padre hicieron mella en la conciencia de mi madre. Descargaba su cólera sobre mi padre, se desgañitaba: «Le has envenenado con tus manías y lo has asustado. Haz algo, ve a buscarlo». Como mucho, Fermín Moisés comprobaba el buzón del correo postal. Luego se sentaba en el sillón de masaje de mi hermano, acariciaba el tapizado y balbuceaba alguna explicación relativa a la creación de castillos de naipes. Por lo que Rita, ronca de tanto gritar, le vendió la receta de sus embutidos a Amazon y decidió ir en busca de su hijo.

Por supuesto, yo permanecí junto a Fermín Moisés. En las sobremesas le servía tila y le comentaba el diseño de un laberinto de naipes ideado por mí. En su honor lo comenzaría con el as y el dos de oros, esta última carta para darle esperanza, y, a continuación, colocaría la del tres del mismo palo. Pero ni siquiera me escuchaba, pasaba el día pensativo, con la mente en algún sitio lejano.

Una mañana candó la puerta del garaje: «Te prohíbo profanarlo», me dijo. Aun así, seguí empeñado en encontrar en su mirada el tierno aprecio que le había dedicado a mi hermano, y también en formar ambos un nuevo club. Creí que, a falta de Fermín Moisés, yo sería su discípulo, pero un perro callejero hubiera recibido más atenciones.

«Soy buen hijo, ¿qué más puedo hacer?; soy buen hijo, ¿qué más puedo hacer?; soy buen hijo, ¿qué más puedo hacer?». Me repetía esta cantinela al acostarme, y amanecía con la misma gaita. Con la chaveta a punto de estallar, profané el garaje. Una vez situado ante el tapete verde, empecé con la caja de seguridad: cuatro cartas verticales y una horizontal. Así tres veces, tres celdas, y fui ascendiendo. De esta manera, poco a poco, avancé hasta culminar una torre de cien pisos. En ese momento se presentó Fermín Moisés, indignado por haber transgredido sus normas. Pero enseguida se interrumpió. La torre le calmó, le subyugó, hasta el punto de estudiarla por las diferentes vertientes. Chispas de ilusión explotaron en sus pupilas negras.

—Espectacular, digno de mí.

Me tembló el cuerpo entero, tanteé el sillón de masaje y me apoyé. Allí, delante de él, me quedé sin palabras. Por fin había logrado atraer su atención.

—Sabía que lo conseguirías —dijo—. ¡Sal! ¿Dónde estás? Sal, Fermín Moisés. Sal, no te escondas. Te perdono, te presioné demasiado. Sal, sal.

Fue de un lado a otro del antiguo garaje. Dio manotazos a los salchichones y chorizos, los cuales se columpiaron como murciélagos colgados.

—¿Dónde está? —me preguntó.

Alcé el portón y entraron los rayos de sol de aquel deslumbrante día. Lo iluminaron todo.

—Ha dicho que has sido el maestro más molón y que levantaba este monumento en tu nombre —señalé el castillo—, pero que ahora quiere viajar.

Su mirada ascendió hacia alguna parte del universo mientras se le imprimía en los labios una sonrisa bobalicona. En el fondo del garaje, los embutidos recién sacudidos oscilaban al unísono, como si todos fueran uno.

 

Comentarios

Publicar un comentario